Por Jesús Lara | Septiembre 2023

El concepto de Guerra Fría alude a una coyuntura en la que dos pares en conflicto se encuentran en preparativos activos para un conflicto militar, aunque aún no se haya materializado dicho enfrentamiento. En la actualidad, una era marcada por estados nacionales armados con arsenales nucleares capaces de aniquilar al planeta, no resulta sorprendente que se evite el uso de este término para caracterizar la relación vigente entre el bloque liderado por Estados Unidos y aquel representado por Rusia y China. No obstante, la crisis actual, agudizada por la intervención de Rusia en Ucrania, nos conduce inexorablemente a la conclusión de que, de hecho, la descripción más acertada de la situación actual es la de una “Nueva Guerra Fría”. Aunque pueda parecer que esta coyuntura es de reciente formación, como insisten los propagandistas del bando occidental, la realidad es que sus raíces pueden rastrearse hasta la década de los años 90 del siglo XX. En su obra “La Nueva Guerra Fría: de Ucrania a Kosovo”, Gilbert Achcar (2023) expone cómo hemos llegado a esta situación y detalla las posibles vías alternativas que habrían asegurado, o al menos prolongado, un período de paz que actualmente se encuentra amenazado con extinguirse. El argumento es que los orígenes del conflicto actual se pueden rastrear al final mismo de la primera Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS, es decir a la década de los noventa del siglo pasado.

Este periodo se inauguró con el colapso del campo socialista y la desintegración de la Unión Soviética. Rusia, en una posición de debilidad extrema, se encontraba con una economía devastada y un gobierno relativamente sumiso a los intereses de los Estados Unidos bajo el liderazgo de Boris Yeltsin. La pregunta imperante en el gobierno estadounidense era: ¿Y ahora qué? ¿Cuál debería ser la nueva política de seguridad de Estados Unidos en la época post Guerra Fría? El aspecto central de esta cuestión residía en determinar la actitud y política a adoptar frente a Rusia y China o cualquier otro posible bloque que amenazara la hegemonía absoluta del imperialismo norteamericano.

Dos corrientes principales emergieron en este contexto: una postura intransigente, representada por la línea dura, y una más conciliadora, encarnada en la línea blanda. Ambas corrientes contaban con representantes dentro del gobierno norteamericano. La línea blanda, personificada por figuras como William Perry y Ashton Carter, promulgaba una estrategia conocida como “defensa preventiva”, inspirada en gran medida en el enfoque del Plan Marshall implementado tras la Segunda Guerra Mundial en Europa Occidental. El argumento principal sostenía que, si Estados Unidos aspiraba a preservar su hegemonía global y evitar conflictos bélicos, debía brindar incentivos económicos a todas las partes involucradas para mantener relaciones de cordialidad con Estados Unidos. Este enfoque era particularmente relevante para Rusia, la gran perdedora de la primera Guerra Fría. Esta perspectiva abogaba pues por evitar la expansión de la OTAN hacia el este, reducir la expansión militar de Estados Unidos, y tratar a Rusia y China con precaución, reconociendo los intereses de estas dos naciones y el papel inevitablemente importante que tienen la economía y política global.

Por otro lado, la línea dura estaba personificada por Zbigniew Brzezinski, cuya obra “El Gran Tablero Mundial” proponía que el principal objetivo de Estados Unidos en el ámbito de la seguridad global debía ser prevenir una alianza entre Rusia y China. Brzezinski recomendaba obstaculizar a toda costa la recuperación económica de Rusia, ya que esta podría dar lugar a su fortalecimiento militar. En esta línea, abogaba por la incorporación de todos los países anteriormente pertenecientes al extinto Pacto de Varsovia a la OTAN. No tenía reparos en afirmar que Estados Unidas debía evitar a toda costa el surgimiento de bloques hostiles a su hegemonía, para lo que debía de “maniobrar y manipular” de ser el caso usando todos los recursos a su disposición.

Evidentemente, la línea dura terminó prevaleciendo, como se hizo patente al examinar la evolución del gasto militar en Estados Unidos después del fin de la Guerra Fría. Aunque este gasto había disminuido en comparación con sus niveles máximos anteriores al final de la primera Guerra Fría, se mantenía en niveles extraordinariamente elevados, similares a los mantenidos en momentos álgidos de la confrontación con la URSS después de la Segunda Guerra Mundial. Surgía entonces la interrogante: si el enemigo principal ya había sido derrotado, ¿cuál era el propósito de mantener un gasto militar tan desmesurado? La justificación radicaba en la premisa de que Estados Unidos debía estar preparado para afrontar una eventual Doble Guerra Regional (DGR) contra dos estados incómodos ubicados en el Medio Oriente y el Este Asiático, Irak y Corea del Norte, respectivamente.

Sin embargo, para los observadores perspicaces, quedaba claro que esta DRG no era suficiente para explicar y justificar los enormes desembolsos y esfuerzos militares que Estados Unidos estaba realizando durante la década de los 90. Cada vez se tornaba más evidente que esto servía solo como una clave para abordar el verdadero escenario que inquietaba a la élite gobernante estadounidense: una posible confrontación con Rusia y China. Curiosamente, Irak era un término clave que apuntaba a Rusia, mientras que Corea del Norte se utilizaba como una referencia velada a China.

Naturalmente, esta percepción no pasaba inadvertida en los pasillos del poder en Moscú y Beijing. Ambas capitales respondieron rápidamente mediante la forja de una alianza en el ámbito militar. La primera manifestación de esta alianza se reflejó en la creciente importación de armamento y tecnología militar rusa por parte de China, así como en un incremento en el comercio internacional entre ambas naciones.

Esto fue solo el inicio. Lo que desencadenó la indignación en Moscú, incluso entre el gobierno lacayo de Boris Yeltsin, fue la ruptura de la promesa de que la OTAN no se expandiría ni un ápice hacia el este. La perspectiva de una relación amigable, cooperativa e incluso de una posible integración de Rusia en la OTAN se desvaneció cuando, en la Cumbre de la OTAN de 1997, se produjo un cambio sustancial en la naturaleza de esta organización. Originalmente, la OTAN había sido concebida como una entidad de carácter puramente defensivo, reservando su intervención militar activa exclusivamente para situaciones en las que un miembro de la alianza fuera agredido militarmente, particularmente por parte de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia. Esta defensa se limitaba al territorio del país aliado agredido o al del agresor. Sin embargo, en el contexto de un mundo post Guerra Fría, donde las posibilidades reales de agresión directa a la OTAN eran mínimas, esta estrategia y concepción de la organización se volvían obsoletas, lo que cuestionaba la razón de ser de la misma organización.

El cambio antes mencionado se materializó de manera significativa en la Cumbre de 1997. Básicamente, se modificó el propósito de la OTAN, desplazando su enfoque desde la defensa directa de los países miembros ante una agresión, hacia la garantía de su seguridad en un sentido más amplio. Esta transformación implicaba una ampliación del concepto de seguridad para incluir “amenazas” localizadas más allá de las fronteras de los países miembros de la alianza. En esencia, esta mutación otorgaba a la OTAN la capacidad de involucrarse en operaciones militares en cualquier parte del mundo donde se considerara que existía una amenaza.

Sumado a esto, se produjo la expansión de la organización mediante la incorporación de naciones como Polonia, la República Checa y Hungría. Estos desarrollos generaron una comprensible ansiedad tanto en Moscú como en Beijing, en lo que respecta a la reconfiguración de la seguridad global en el escenario de la posguerra fría. En conjunto, estos cambios marcaban un viraje fundamental en la misión y alcance de la OTAN, teniendo implicaciones significativas para la política mundial y las relaciones internacionales.

No obstante, en el caso de Rusia, el punto de quiebre llegó con la Guerra de Kosovo en 1999. Este conflicto, que enfrentó al gobierno de Serbia con la población étnicamente albanesa en lo que hoy es Kosovo, marcó un acontecimiento sin precedentes en la historia: la intervención militar de la OTAN, llevada a cabo de manera autónoma y sin la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (del que Rusia y China son miembros permanentes), ni el respeto por las normas del derecho internacional. La intervención militar en cuestión, ejecutada además en contra de Serbia, un aliado histórico de Moscú, tuvo un significado fundamental: demostró que la OTAN, bajo el liderazgo de Estados Unidos, no tendría escrúpulos en obviar el derecho internacional establecido por la ONU y las decisiones de sus propios miembros para avanzar en sus objetivos geopolíticos y de dominación global. Esta acción militar en Kosovo sentó un precedente de lo que vendría después, con intervenciones unilaterales en países como Irak, Libia, Siria y otros.

Además de los acontecimientos mencionados, la década de los años 90 marcó el fin de la alianza relativamente estable que China había establecido con Estados Unidos en los años 70, con el objetivo de contener a su antiguo rival, la Unión Soviética. Este cambio de dinámica fue desencadenado por un repentino aumento en el suministro de armas y equipo militar a Taiwán por parte del gobierno de Bill Clinton. Esto resultaba particularmente significativo ya que, a pesar de que Estados Unidos seguía manteniendo su política de “Una sola China” establecida en 1972, la cooperación militar con Taiwán había sido sumamente limitada. En respuesta a las crecientes tendencias separatistas en la isla y al incremento del apoyo estadounidense, China llevó a cabo ejercicios militares cerca de Taiwán, aunque estos tuvieron principalmente un carácter simbólico. Estados Unidos respondió a esta demostración con un despliegue de fuerzas militares en las proximidades de la isla, lo que dio lugar a lo que se conoce como la crisis de 1996. Este episodio subrayó la complejidad y la sensibilidad de las relaciones entre China, Taiwán y Estados Unidos. El cambio en la dinámica entre China y Estados Unidos marcó un punto de inflexión en su relación y contribuyó a moldear la geopolítica de la región en los años venideros.

En resumen, durante la década de los años 90, Estados Unidos tomó una serie de decisiones que tuvieron amplias implicaciones en las relaciones internacionales. Optó por dejar a Rusia en un estado de conmoción económica después de la caída del socialismo, mantuvo un gasto militar exorbitante sin una justificación clara en términos de amenazas reales, impulsó una transformación de la OTAN que permitiría operaciones militares fuera del territorio de los países miembros y expandió la organización hacia el este al incorporar a tres naciones que formaron parte del antiguo Pacto de Varsovia. Además, Estados Unidos adoptó una política de acercamiento a Taiwán, contraviniendo su propia postura oficial de política exterior y tocando una de las líneas rojas de China. La intervención de la OTAN en Serbia durante la guerra de Kosovo, sin tener en cuenta ni al Consejo de Seguridad de la ONU ni las reglas del derecho internacional, también contribuyó a este clima de desconfianza.

Estos eventos, entre otros, explican el creciente escepticismo de Rusia y China hacia Estados Unidos y cómo esta desconfianza impulsó una mayor alianza entre ambos países. Lo sucedido en los años 90 dejó en claro que Estados Unidos no estaba dispuesto a tratar a ninguna nación en igualdad de condiciones y que estaba decidido a consolidar su dominio global utilizando cualquier medio necesario, respaldado por su superioridad económica y militar.

Paradójicamente, la estrategia de Zbigniew Brzezinski, que buscaba evitar una alianza entre Rusia y China, terminó teniendo el efecto contrario. Las acciones de Estados Unidos durante esta década contribuyeron a forjar una relación más estrecha entre Rusia y China, en respuesta a la percepción de una amenaza común y a la necesidad de contrarrestar la hegemonía estadounidense.

La emergente Nueva Guerra Fría que se cierne sobre el mundo, con la ominosa posibilidad de una devastadora confrontación nuclear, no es, pues, un fenómeno de reciente aparición. Más bien, puede trazarse en la política exterior agresiva adoptada por Estados Unidos durante el período triunfalista de la posguerra fría en la década de los 90. Por lo tanto, si queremos poner fin a la Nueva Guerra Fría solo hay un camino: evitar que un país y sus capitales estén en condiciones de imponer sus términos al resto del mundo. Esto, y no otra cosa, sería el mundo multipolar que ya emerge y se consolida.


Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Referencias


Achcar, G. (2023). The New Cold War: The United States, Russia, and China from Kosovo to Ukraine. Haymarket Books.

Por Aquiles Celis | Agosto 2023

Desde el inicio de la actual administración, el tren maya, junto a los demás megaproyectos, ha sido la columna vertebral de la política nacional de desarrollo. Estas obras monumentales son tan importantes, que rigurosamente se destina una partida del presupuesto de la federación exclusivamente para garantizar su continuidad. Estos monstruos de metal y fuego engullen impersonalmente ingentes carretadas de dinero y enormes cantidades de fuerza de trabajo anónima para reproducirse y mantenerse satisfechos. Ese es el sacrificio que piden y que nuestro gobierno está dispuesto a pagar, sin importar que el precio por hacerlo sea muy alto.


Nuestras autoridades, y en este particular caso, el presidente de la República, poseído por el espíritu fáustico, se ha impuesto la penosa pero necesaria tarea de llevar el desarrollo al sureste y construir –sobre la destrucción de los ríos, los cenotes, la selva, los manglares, las comunidades y la flora y la fauna endémicas- un portentoso ferrocarril turístico para impulsar la modernización y la dinamización de la economía de esa zona geográfica, anclada en formas de vida premodernas, deshaciendo los pequeños y formidables mundos habitados por comunidades que comienzan irremediablemente a erosionarse.


Convencidas de ser portadoras de un proyecto de vanguardia en una región atrasada nuestras élites se han centrado (y solazado) en el lado amable del progreso, en el potencial transformador y urbanizador de regiones impermeables a las lindezas del capitalismo, olvidando o pasando por alto la otra cara de la moneda, el lado malo de la historia. En particular a nuestro presidente, Andrés Manuel López Obrador, en la gran comedia nacional, le ha tocado representar el heroico y trágico papel de desarrollador del sureste mexicano.


Estos proyectos, pensados idealmente para no dejar a nadie atrás, han sido concebidos e implementados desde una postura ideológica influida por lo que Marshall Berman conceptualizó como deseo de desarrollo y que –como al Dr. Fausto, personaje de la gran novela de Goethe– estableció que las grandes obras de progreso y de civilización, en última instancia, redundan en un gran beneficio para el pueblo, para la masa, para los trabajadores, que al ser tan grandioso y tan magnífico disimula la discreta y necesaria hecatombe.


La fuerza vital que anima a nuestro presidente, engalanado con la indumentaria del desarrollista fáustico clásico del siglo XX, es la convicción a prueba de fuego de que el crecimiento de la economía del país protagonizará un desarrollo garantizado a largo plazo de las fuerzas productivas que proveerán a nuestro país de un futuro esplendoroso y de un crecimiento vigoroso y continuo de la posteridad. Un poco de hambre para hoy pero mucho pan para mañana. Esta organización del desarrollo requiere, por supuesto, de una autoridad centralista que evite la diseminación de las energías de los dueños del capital y los vendedores de fuerza de trabajo en empresas más viles y más modestas.


Pero en este relato heroico que se ha construido sobre la implementación de los megaproyectos, entre los que se encuentra el Tren Maya, existen algunas grietas que, más que para dinamitar toda la retórica oficialista, las utilizaremos para asomarnos a una concepción más verdadera del desarrollo y del progreso que nos proponen las clases dirigentes. Y no es que instintivamente rechacemos la idea de progreso como un jinete oscuro del Apocalipsis, pues, como decía Terry Eagleton, el progreso forma parte del desarrollo de la humanidad y no guardamos ningún deseo de “volver a las quemas de brujas, la economía esclavista, la higiene del siglo XII o la cirugía sin anestesia”. Antes bien, nos preocupa seriamente la alternativa hacia el desarrollo tomada por la Cuarta Transformación pues ha demostrado, sistemáticamente, su rotundo fracaso en los países que la han adoptado.


El peligro al que se enfrentan los intentos desarrollistas latinoamericanos y de los países del “sur global”, es que frecuentemente, todos los esfuerzos han devenido en la represión sistemática de los trabajadores utilizados para la construcción de dicho progreso. Esto ha significado que estos proyectos, en vez de ser fáusticos sean, de nuevo recurro a Berman, pseudofáusticos. En lugar de ser proyectos de auténtico desarrollo, generalmente son proyectos de auténtico subdesarrollo. La verdadera tragedia de esta cuestión es la posibilidad de que todos los esfuerzos por desarrollar las economías y las sociedades, no sirvan absolutamente para nada.


O, dicho de otro modo: “Han sido muchas las clases dominantes contemporáneas, tanto coroneles de derecha como comisarios de izquierda, que han demostrado una debilidad fatal (más fatal para sus súbditos que para ellos mismos) por los proyectos que encarnan el gigantismo y la crueldad de Fausto sin ninguna de sus habilidades técnicas o científicas.” De alguna manera, los megaproyectos impulsados por Andrés Manuel López Obrador, son susceptibles de sortear los beneficios del desarrollo para ser únicamente utilizados para engrandecer el poder y aumentar las ganancias de los gobernantes impulsores del desarrollo “incapaces de generar un auténtico progreso que compense la miseria y la devastación real que trae consigo.”


En la última campaña mediática dirigida desde las Conferencias de Prensa (mañaneras) para mostrarnos los enormes beneficios del Tren Maya en el sureste mexicano y en la península de Yucatán, se nos ha asegurado repetidamente, que el impulso a la economía y al desarrollo de la región no atenta contra la selva, contra los ríos, contra las comunidades ni contra las criaturas míticas que cuidan las noches meridionales. Además, según esto, la iniciativa privada no será la gran beneficiada de la inversión económica, puesto que se buscará regular la situación para que los habitantes y los artesanos nativos reciban (¡sin intermediarios!) las asesorías, la derrama económica y los recursos preferentemente.


Pero el modelo de desarrollo de otros municipios y ciudades de la zona es un botón de muestra, una señal de alerta, sobre la implementación del progreso a la región. El caso de Cancún o Tulum, en donde la inversión privada ha creado una galopante desigualdad, y contribuido al despojo más descarado de la tierra de los poseedores nativos por parte de los “prometeos desarrollistas” para edificar una bellísima zona hotelera con suntuosos resorts que generan cada vez más ganancias, es parte de nuestra objeción a las maravillas que nos cuentan sobre el Tren Maya.


Aunque nuestro el gobierno nos diga que no son lo mismo que las administraciones anteriores, por los testimonios no oficiales y las declaraciones de los representantes de los pueblos originarios de la región sobre los avances del Tren Maya, podemos observar un escenario bastante distinto al relato entusiasta y triunfalista que se propagan actualmente. Hay que escuchar atentamente esas voces para implementar medidas adecuadas para detonar auténtico bienestar en esa región y no ceder la (i)responsabilidad del desarrollo a un cenáculo iluminado de expertos porque nunca serán ellos las víctimas de las decisiones que se toman. Y en definitiva aceptar e impulsar nuevos modelos de socialización en “los que los hombres y las mujeres no existamos en beneficio del desarrollo, sino el desarrollo en el beneficio de la humanidad”.


Aquiles Celis es maestro en Historia por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] Como es evidente, este texto es una apropiación y una aproximación libre al primer capítulo del libro Todo lo Sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, del cual tomamos prácticamente todo el andamiaje teórico y lo utilizamos para explicar un fenómeno particular de la política y la sociedad del México actual.

Por Jenny Acosta | Julio 2023

Desde que el Estado funciona, principalmente, como un aparato que defiende los intereses de los sectores más “afortunados” de cualquier sociedad, es común ver un patrón en las personas que manejan las riendas principales de cada Estado. En el caso mexicano, por ejemplo, lo más común es ver que la historia de presidentes de la República, de gobernadores, senadores, diputados, ministros…, está repleta de varones descendientes de clases medias cultas o de familias históricamente acaudaladas. Esta repetición, más o menos marcada, en nuestra historia política era, y es, una de las muestras de que la democracia mexicana tenía, y tiene, un gran camino por recorrer para hacer partícipes de ella a todos los sectores de la población, a los más alejados del centro del país y también a los más alejados del desarrollo de éste.

Este no es el único problema que acarrea la democracia mexicana, pero sí es de los pocos que han recibido respuesta de casi todos los principales actores políticos, los partidos. A su modo, cada partido ha tratado de presentarse como un ente receptivo de visiones diversas, siempre y cuando éstas mantengan como marco límite la postura política de tal partido. Tal vez la respuesta institucional que mejor ejemplifica esta situación es la “cuota de género” que el INE ha establecido para los partidos, en la que señala que cada partido debe permitir que mujeres y hombres participen en condiciones de igualdad en cualquier proceso electoral. Las medidas de este tipo han permitido que sucedan hechos importantes en la vida política de México, como que ya hayamos tenido a la primera mujer secretaria de Gobernación, o que las pasadas elecciones por la gubernatura del Estado de México hayan sido protagonizadas solo por mujeres.

Sin embargo, esta representación de las mujeres en los puestos democráticos no ha sido suficiente para subsanar la ausencia de la participación activa de toda la población mexicana en la vida democrática, en gran medida, porque la obligación que tienen los partidos de proponer igualmente a hombres y a mujeres para los cargos de elección popular no los obliga a revisar cuál es la agenda política con la que tales participantes llegan. Así, aunque se presente una candidata, no se sigue que ésta legislará a favor de las mujeres.

Pero el problema de la representación no se soluciona solo desde una perspectiva de género, pues existen grupos igualmente vulnerables que continúan alejados de la vida democrática, por ejemplo, los diversos grupos indígenas, las minorías raciales, o los sectores con los deciles de ingreso más bajos. Con todos estos grupos la democracia mexicana tiene aún una gran deuda pero, desde mi punto de vista, el problema se agrava porque la forma en que se ha pretendido subsanarla es a través del uso vacío de tradiciones ancestrales (como AMLO cuando en el zócalo montó un espectáculo para recibir el “bastón de mando” de 68 pueblos indígenas, ¿qué hizo después por este sector de la población?), o de la visita a comunidades marginales, hacer compromisos, tomarse una foto de recuerdo (como sucede en cada campaña electoral), pero nunca buscando formas efectivas para que estos grupos excluidos tengan mejores oportunidades para que sus comunidades, problemas, intereses, ocupen las grandes discusiones (y presupuestos) de las grandes dificultades de la nación.

Este afán de aparentar que los grupos más excluidos ahora sí serán representados lo veremos en las próximas elecciones, pero seguramente también veremos el mismo resultado: representación solo para ganar votos.  


Jenny Acosta es maestra en filosofía por la UAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Por Aquiles Celis | Junio 2023

Es preciso soñar

“Hay que soñar, pero soñamos tomándonos muy enserio nuestros sueños.” Con esta paráfrasis de la aporía que hizo famosa Lenin, un efebo Pablo Iglesias, con treinta y pocos años, vertebraba un discurso frente a la multitud entusiasmada, para demostrar la consolidación de una fuerza que irrumpía en el tablero político del bipartidismo español con la fuerza de un rinoceronte que “embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegado.” De hecho, podríamos considerar que la irrupción de Podemos en España (junto con el gobierno de Syriza en Grecia) constituyó uno de los momentos más disruptivos (y más desencantador) en Europa durante nuestro siglo XXI, al menos dentro de la izquierda partidista. Por lo menos en 2014, Podemos se consolidó por un (breve) lapso de tiempo como el partido con mayor intención de voto en las encuestas.

         El rápido y frenético acenso del partido se explica por diversas circunstancias por las que atravesaba el pueblo español al inicio de la segunda década del siglo XXI. Antes de conformarse Podemos, las movilizaciones sociales y políticas en España tomaban violentamente las calles con una serie de demandas generales y transversales que interpelaban a la mayoría de la población española. Tras la crisis de 2008 y sus últimos coletazos que se sentían agudamente en la vida cotidiana, los habitantes de la península decidieron mostrar su inconformidad tomando las calles sucesivamente en diversas movilizaciones.

         Según Íñigo Errejón, uno de los fundadores de Podemos (y uno de sus sepultureros), las movilizaciones de 2011 tenían un carácter regeneracionista y no necesariamente revolucionario. Se podría deducir, si se prestaba atención a las demandas de los indignados, que sus reivindicaciones se amalgamaban entre elementos anticapitalistas, tecnocráticos y meritocráticos. Así, la serie de movilizaciones que tuvieron lugar en España dieron lugar a un movimiento que buscaba una democratización radical del país, invocando prerrogativas como la desprivatización de los servicios de salud, la educación y la vivienda, en contra de la política neoliberal que giraba en torno a la maximización de ganancias en estas ramas.

         De ese ciclo pendular nacional-popular sellado por un sentir progresista y democrático, tres años después, en el Teatro del Barrio situado en el centro de Madrid, se conformó un partido político de oposición fuera del parlamento dominado por dos partidos tradicionales, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español. Sus integrantes decidieron nombrar a su partido Podemos y soñaban con asaltar los cielos: desafiar la casta política tradicional contemplando el sentir democrático de los de abajo y subvertir radicalmente el régimen político heredado de 1978, época conocida como la transición después de la muerte de Franco y la aprobación de la constitución española.

         Aunque el movimiento popular del 15M no formó Podemos; el partido político sí se formó de militantes comprometidos del 15M. Como ha mencionado el sociólogo César Rendueles, uno de los grandes méritos del partido fue superar la inmovilidad en la que se encontraba el movimiento, atrapado entre la imposibilidad de articular el malestar difuso de la ciudadanía española y la incapacidad para crear plataformas políticas duraderas y proponer una solución política.

         Desde las movilizaciones de los indignados del 15 de mayo de 2011 hasta el surgimiento de Podemos, se abrió un momento histórico que desafió el dominio del neoliberalismo en España. En esa coyuntura se vislumbró un horizonte histórico alternativo al capitalismo realmente existente. Durante varios meses, tal como ocurrió en la Comuna de París, la gente estuvo resuelta a “tomar los destinos de su vida en sus propias manos.” Los indignados, como forma de protesta, acamparon primero en la Puerta del Sol, un espacio público muy significativo en Madrid, y posteriormente en otras ciudades de España donde se organizaban asambleas y se discutían propuestas para cambiar el sistema político y económico y dar salida a la crisis que se prolongaba desde 2008.

         La coyuntura era favorable a la insurrección civil y las sensaciones de un cambio revolucionario estaban latentes en la sociedad española. El momento histórico que abrió el 15M tenía muchas posibilidades de intervenir en las contradicciones de la crisis política y convertirlas, como diría Jaime Osorio, en un proceso de acumulación de fuerzas, porque la coyuntura es el momento en que toda la potencia de la fuerza humana transformadora consciente alcanza su mayor expresión detonando las movilizaciones y la organización de los dominados y oprimidos.

Una comparación

Como señaló Carlos Marx en alguno de sus artículos sobre las consecuencias políticas de la invasión napoleónica en la península ibérica; “las insurrecciones en España son tan viejas como el gobierno”, pero que, a despecho de las algaradas, sólo la movilización de mayo de 1808 contra los invasores franceses podía ostentar el título de revolución.  Quizá, junto con la Segunda República de 1934, la irrupción de Podemos tras las manifestaciones del 15M, constituya los otros dos procesos coyunturales revolucionarios más significativos en la historia de la península.

Se ha dicho hasta la saciedad y gratuitamente, rebajando la calidad de la metáfora, que la historia se repite, actuando primero como tragedia para convertirse en una farsa, interpretación recurrente para evidenciar los paralelismos de ciertos momentos históricos. Aunque la historia no se repite, al menos rima, como anunciaba el corsi e ricorsi de Giambattista Vico. Lo cierto es que pocas coyunturas en España han logrado una mayoría tan contundente inconforme con el sistema de gobierno y una correlación de fuerzas tan favorable para la revolución. Quizá por eso nos aventuramos a lanzar una comparación entre los procesos de ruptura más nítidos en la península ibérica: la invasión napoleónica y las manifestaciones contra las políticas neoliberales durante la segunda década del siglo XXI.

La primera similitud que encontramos es la existencia de un amplio movimiento popular no necesariamente revolucionario por sí mismo, frente a la conformación de una “vanguardia revolucionaria” minoritaria que se enfrentó al reto de convertir el movimiento en políticas sociales que resolvieran sus principales demandas. Tanto en 1808 como en 2011 el creciente descontento popular se convirtió en un movimiento nacional sumamente complejo que no necesariamente se tornaría revolucionario y en ambos casos el papel de la intervención consciente de una minoría fue decisivo para imprimir un carácter revolucionario al proceso.

En 1808, el movimiento nacional inició marcado por un tinte fuertemente conservador. De hecho, como menciona Marx: “el movimiento en su conjunto parecía dirigido contra la revolución más que a favor de ella. Era al mismo tiempo nacional, por proclamar la independencia de España con respecto a Francia; dinástico, por oponer a Fernando VII a José Bonaparte, reaccionario, por oponer viejas instituciones y costumbres y leyes a las instituciones racionales de Napoleón; por oponer la religión al ateísmo francés.” La minoría revolucionaria que se alzó en nombre de la representación del partido de los pobres usó a su favor la táctica de aprovechar esos viejos prejuicios nacionales para incentivar la vieja fe popular y galvanizar las voluntades en contra de los invasores extranjeros, aunque a la larga, esa estrategia resultó contraproducente.

De la misma manera, en 2014, la minoría activa del movimiento de los indignados, utilizó un discurso populista propio de la excitación de los manifestantes que se movían a pie de calle y que situabaa a “la casta” como el enemigo del pueblo. Era una manifestación de los de abajo contra los de arriba, alejada de los elementos más significativos de las vanguardias de izquierda. Los dirigentes que fundaron Podemos también utilizaron elementos no necesariamente revolucionarios de la coyuntura revolucionaria como recursos retóricos para convencer y conformar una mayoría electoral y un consenso que permitiera la refundación de muchos elementos del contrato social.

Otro elemento que admite una comparación de 1808 y la segunda mitad del siglo XXI es que ambos movimientos buscaron crear un poder constituyente para modificar la carta magna que regía a la sociedad. La diferencia radical es que en 1808 sí se logró, paradójicamente en una coyuntura con menos apoyo social a las reformas radicales. En 1812 después de la formación de una Junta General y un Congreso Constituyente, se creó la Constitución de Cádiz anatemizada, por demás, como la más incendiara invención del jacobinismo en ese momento.

         Finalmente, ambas coyunturas revolucionarias se caracterizaron por la derrota de la minoría revolucionaria, debido a diversas circunstancias como la incapacidad de comprender el contexto político y establecer nuevas leyes capaces de mejorar las condiciones de vida de los españoles. El mayor error de los liberales en 1808 fue no entender que la mayoría del pueblo era indiferente y hostil a las nuevas leyes porque no resolvían en lo cotidiano las penurias de la población. Esto llevó el rechazo a la Constitución de Cádiz. Del mismo modo, Podemos fue incapaz de explicar y de proponer una legislación capaz de ser defendida con firmeza por los estratos mayoritarios de la península. Asimismo, ambas “vanguardias” desaprovecharon el momento para implantar medidas revolucionarias y el ciclo radical democrático se cerró sin alcanzar efectivamente a desplegar su potencial de cambio más importante.

¿El final de Podemos?

En las recientes elecciones autonómicas para elegir representantes del gobierno español, hemos presenciado en prime time la previsible debacle de Podemos, la formación política que ha marcado el debate político y moldeado la ideología de los españoles, proponiendo una novedosa hegemonía cultural. Parece evidente que hemos sido testigos del fin de dicha formación política y que Podemos jamás volverá a ser lo que fue ni a contar con el respaldo popular mayoritario.

         Además, juega en contra que el ciclo revolucionario abierto en 2011 lleva ya algún tiempo cerrado y que ahora en la sociedad española se difunde con mucho mayor éxito el discurso conservador y reaccionario que se posiciona a favor de las desigualdades y la defensa de los intereses de los ricos y contra de los derechos de las minorías, las mujeres y de la justicia social.

         No obstante, si consideramos el papel que jugó Podemos como un instrumento de la clase trabajadora en la lucha de clases durante una coyuntura revolucionaria, es innegable que ha dejado un país muy distinto al cual encontró en sus inicios. Dentro de las victorias (pírricas) de Podemos está, por ejemplo, el haber construido un sentido común y una hegemonía cultural muy distinta a la anterior a 2014. Logró, además poner en el centro del debate público temas tan importantes como la distribución de la riqueza, los impuestos a las grandes fortunas, la reducción de las jornadas laborales, el aumento al salario mínimo, la lucha contra el cambio climático, el feminismo y los derechos de las minorías.

         Sin embargo, los errores y las desviaciones de la dirigencia del partido, la nula conexión con los trabajadores y la clase obrera y la dura burocratización que sufrió Podemos nos sitúan en la tesitura de pasar página y cerrar ese capítulo que tiró por la borda la posibilidad revolucionaria que ellos mismos imaginaron. Ese es el reclamo de la clase trabajadora española, el lamento por la oportunidad perdida.


Aquiles Celis es maestro en Historia por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Mayo 2023

Finalmente, en diciembre de 2022 se aprobó la propuesta para ampliar el periodo de vacaciones a los trabajadores mexicanos y entró en vigor a principios del presente año. Ahora las “vacaciones dignas” son una realidad, pero sólo para el 44% de la población ocupada. El resto, que representa a más de la mitad de esta población ocupada, seguirá padeciendo las mismas condiciones de explotación ya conocidas: jornadas laborales extenuantes que exceden las 8 horas diarias, pésimas condiciones de trabajo y salarios miserables que, consecuentemente, producen una pésima calidad de vida.

Es sabido que los trabajadores que componen el sector informal carecen de un trabajo registrado ante el gobierno, no reciben las prestaciones laborales establecidas por la ley, no tienen un contrato de trabajo, es decir; muchos trabajan por su cuenta, vendiendo productos en la calle o realizando actividades informales sin estar dados de alta en el IMSS. Además, esas mismas condiciones los excluyen de la posibilidad de organizarse en sindicatos. Entre los trabajadores informales destacan las y los vendedores ambulantes, artesanos, taxistas independientes, las y los trabajadores domésticos, así como las y los trabajadores de las plataformas.

Pues bien… Ahora en la Cámara de Diputados se empezó a discutir la reducción de la jornada laboral. La propuesta contempla que la jornada se reduzca de 48 a 40 horas a la semana. La justificación de la necesidad de dicha propuesta es inobjetable. De acuerdo con  Ana Gutiérrez, coordinadora de Comercio Exterior y Mercado Laboral del Instituto Mexicano para la Competitividad, más del 25% de la población ocupada trabaja más de la jornada legal máxima de 48 horas por semana. Incluso, México es uno de los países que más horas trabaja. De acuerdo con datos de la OCDE, los mexicanos, en promedio, trabajan 2 mil 137 horas al año; mientras que los países de esta organización tienen un promedio de mil 730 horas. Resulta, entonces, de manera urgente y necesaria la propuesta.

Sin embargo, la realidad no cambiaría para el 60% de la población ocupada. La situación de la mayoría de la clase obrera mexicana es un tema pendiente para la agenda política nacional. Tanto las vacaciones dignas como la reducción de la jornada laboral, si se llegara a aprobar, beneficiaría solo a 4 de cada 10 trabajadores mexicanos.

Los retos que sugiere esta problemática no son sencillos ni expeditos de resolver.  Las reformas que se plantean tanto para el sector formal como para el informal son indispensables. Aun así, es necesario volver al manido planteamiento, pero no por ello real, histórico y objetivo, de que las reformas políticas resultan sólo un avance a los derechos laborales. Bajo este contexto el sindicalismo se convierte en una herramienta imprescindible. No es una cosa del pasado, por el contrario. Solo hay que voltear a ver a los países más desarrollados, cuya afiliación sindical rebasa el 50% mientras que en nuestro país solo el 18% de los trabajadores que laboran en el sector formal está afiliado a un sindicato. Solo la clase obrera mexicana organizada podrá defender y exigir que sus derechos sean respetados.


Victoria Herrera es historiadora por la UNAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Por Betzy Bravo | Abril 2023

Los niños y las niñas no escapan a la situación general de sus familias y de la sociedad, que es deplorable desde hace muchos años. Ya en el siglo XIX dicho sector era obligado a trabajar desde muy temprana edad, realizaba jornadas de diez, doce e incluso dieciséis horas al día, en las fábricas de lana y de algodón. En algunos casos, según narra Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, se veían obligados a dormir en alojamientos cercanos a las fábricas; cuando los niños del turno de día culminaban su jornada, eran inmediatamente reemplazados en sus puestos por los niños que trabajaban en el turno de noche.

A pesar de que se instituyó el “salario familiar” para mejorar las condiciones de vida de las familias, sólo una minoría ha podido realizar el ideal de una vida familiar adecuada; las largas horas de trabajo no permiten a las familias brindarse “tiempo de calidad” ni mucho menos resolver suficientemente las mínimas necesidades básicas. Padres y madres de familia trabajan largas horas, ya sea en turnos diurnos o nocturnos, y es casi un enigma la forma en que sobresalen de las crisis.

El capitalismo, con las injusticias que le son intrínsecas (explotación infantil, desigualdad económica, pobreza, etc.) no atiende el desarrollo social humanitario, éste no es una prioridad; así se ha destruido la vida de cada familia. En el Manifiesto comunista, Marx y Engels llamaron la atención en este sentido: ¿son estos los sagrados lazos familiares que corren peligro de ser rotos por los comunistas? —Preguntan irónicamente Marx y Engels a los capitalistas, pues, desde hace mucho tiempo, el proletariado perdió su núcleo familiar; si alguien lo tiene, es más bien una casualidad, no se trata de la norma.

Lamentablemente, la situación de las familias, de los niños y las niñas, ha cambiado poco en relación con los tiempos de Marx, sobre todo en el Sur Global. A nivel mundial, existe una prohibición legal del trabajo infantil, pero de facto, casi 250 millones de niñas y niños son todavía explotados y obligados a trabajar para sobrevivir (73 millones de ellos tienen menos de 10 años) y 8 millones son esclavos o forzados a prostituirse, según la Organización Internacional del Trabajo. De acuerdo con la UNICEF, en México, dicho sector representa el 35% de la población, con casi 40 millones de individuos. Más de la mitad de ellos (51.1%) se encuentra en situación de pobreza, en comparación con el 39.9% de la población en general. Además, la pobreza afecta de manera desproporcionada a las niñas indígenas, lo que pone de manifiesto las grandes desventajas que enfrenta esta población desde temprana edad. Organismos internacionales han resaltado que la pobreza en general tiene características que requieren una atención urgente, ya que puede convertirse en una situación permanente con consecuencias irreversibles para el desarrollo físico y cognitivo de la niñez. Además, la pobreza infantil puede implicar el abandono escolar, una mayor mortalidad por enfermedades prevenibles o curables y falta de acceso a una dieta adecuada y suficiente —rasgo fundamental para sentar importantes bases del futuro de cada persona, pues en dicha etapa el cerebro requiere que haya buena alimentación, ya que se desarrolla rápidamente y se experimentan intensos procesos de maduración física, emocional y cognitiva—. Por otro lado, de acuerdo con el INEGI, en 2020 en situación de calle estaban alrededor de 9,500 niños, niñas y adolescentes, expuestos a riesgos como la explotación laboral y sexual, atropellamientos vehiculares, así como la adicción de drogas o el tráfico de las mismas. Las niñas y adolescentes que viven en la calle enfrentan la posibilidad de embarazos no deseados o de contraer enfermedades de transmisión sexual, situación agravada por la falta de acceso a servicios de salud y anticonceptivos. Estos son solamente algunos rasgos de la crisis que atraviesa cada día buena parte de la población más joven de nuestro país.

Esto ha reducido a niños y niñas a su mínima expresión, a desarrollar sus capacidades de forma limitada. En estas condiciones, es casi imposible que la niñez pueda desenvolverse saludablemente, se ve obligada a vivir bajo el yugo de un sistema social putrefacto. La realidad lamentable de la infancia mexicana recuerda, por un lado, que éste es uno de los sectores más olvidados y más injustamente tratados por las ineficaces políticas del Estado y la decadencia del sistema; y, por otro lado, que es necesaria la reconfiguración de la clase política y del sistema económico.


Betzy Bravo es licenciada en filosofía por la UNAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Abril 2023

Neoliberalismo

A raíz del prolongado período de crisis social y económica de la década de 1970, caracterizado por episodios de “estanflación” (una profunda recesión combinada con alta inflación, un fenómeno aterrador hasta entonces desconocido en el mundo capitalista desarrollado), así como por un creciente malestar social interno y amenazas de revolución en el extranjero, la clase dominante se desplazó hacia una nueva ideología para consolidar su poder y volver a legitimar el maltrecho sistema capitalista. El giro hacia el “neoliberalismo”, experimentado por primera vez bajo el régimen brutal de Pinochet en Chile después de que un golpe respaldado por la CIA derrocara a Salvador Allende, se instaló plenamente en el mundo capitalista desarrollado con la presidencia de Ronald Reagan en los EE. UU. y el liderazgo de Margaret Thatcher en el Reino Unido. Este golpe de timón neoliberal se entiende generalmente como el rechazo al gobierno intervencionista “keynesiano” y un regreso a los dictados del capitalismo de “laissez-faire”, que exige desregulación, desmantelamiento de los servicios públicos, recortes de impuestos a las corporaciones y a los ricos, “libre comercio”, privatización del sector público, austeridad, etc. Sin embargo, más allá de transformaciones puramente económicas, el neoliberalismo marcó una nueva etapa en la lucha de clases: la élite gobernante se propuso arrebatarle al movimiento obrero y a la izquierda las conquistas obtenidas durante las décadas anteriores.

Una de las primeras medidas importantes de Reagan después de comenzar su mandato presidencial en 1981 fue despedir a más de 10.000 controladores de tráfico aéreo que estaban en huelga por mejores salarios. Paul Volcker, en ese momento presidente del banco central de EE. UU., calificó esta decisión de Reagan como “la acción individual más importante de la administración para ayudar en la lucha antiinflacionaria”, señalando la importancia que el actual gobierno le daba a domar el poder del movimiento obrero. De manera similar, el gobierno de Thatcher, en el Reino Unido, aplastó violentamente una huelga de más de un año de los mineros del carbón, una acción que su administración consideró una victoria decisiva sobre los trabajadores.

Con el inicio del neoliberalismo llegó una nueva ola de reformas anti obreras, así como una mayor escalada de la Guerra Fría y renovados sentimientos de anticomunismo en Occidente. Si bien la Ley antisindical Taft-Hartley de 1947 había regido ya durante muchos años, la era del neoliberalismo vio a las empresas aprovechar sus disposiciones con mayor frecuencia, así como a tribunales más conservadores que emitieron decisiones favorables a los patrones en las disputas laborales. Con los socialistas y comunistas ya eliminados de sus filas, el movimiento obrero de EE. UU. experimentó un declive constante: la afiliación sindical disminuyó de un máximo histórico de más del 30 % en 1950 a menos del 10 % en 2015.

El debilitamiento del movimiento obrero, la purga de socialistas de sus filas, la guerra contra la disidencia revolucionaria que culminó con el asesinato del líder de las Panteras Negras, Fred Hampton, de 21 años de edad, y la creciente hegemonía neoliberal, provocaron una rápida desintegración de cualquier esbozo de izquierda organizada en Estados Unidos. Al carecer de organizaciones cohesionadas que pudieran proporcionar un liderazgo revolucionario y construir una nueva generación de cuadros, los marxistas se retiraron en gran medida a al aislado mundo de la academia, y las pequeñas fuerzas organizadas permanecieron divididas en pequeñas camarillas con permanentes luchas internas y membresías en declive. Simultáneamente, en la academia surgió un creciente rechazo a la concepción de la clase social como punto focal de organización política, y se le reemplazó con otras facetas de opresión centradas en la identidad (por ejemplo, género, raza, orientación sexual, etc.), relegando aún más al marxismo a la periferia. Esto coincidió con el surgimiento de una rama de la filosofía conocida como “posmodernismo”, que rechazó las “grandes narrativas” propugnadas por métodos de análisis como el marxismo. Este desarrollo intelectual fue visto por la CIA gran entusiasmo, que aplaudió, por ejemplo, la desaparición de la “última camarilla de sabios comunistas” en la escena intelectual francesa a mediados de la década de 1980. En el momento del colapso de la Unión Soviética a principios de la década de 1990, las fuerzas del marxismo en los EE. UU. ya estaban efectivamente muertas.

La caída del socialismo en Europa del Este fue recibida con una profunda sensación de triunfo por parte de la clase dominante estadounidense, que celebró lo que Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia”, es decir, lo que se percibía como la victoria final del capitalismo global y la destrucción del principal enemigo del imperio estadounidense. Sin la existencia de una alternativa poderosa, representada anteriormente por la Unión Soviética (una amenaza que una obligó a las clases dominantes de Occidente a crear el estado de bienestar para evitar la revolución) la clase dominante apuntó de lleno a desmantelar las instituciones creadas o conquistadas por la clase obrera en el periodo de posguerra. Mientras que el Partido Republicano había iniciado el giro neoliberal con la presidencia de Reagan en la década de 1980, la elección del demócrata Bill Clinton en 1992 marcó la consolidación total del neoliberalismo también en el Partido Demócrata. Clinton hizo retroceder aún más la red de seguridad social con “reformas” al sistema de bienestar, aseguró el dominio del libre comercio defendiendo el TLCAN y derogó regulaciones críticas sobre la banca y las finanzas, reformas que luego conducirían directamente al colapso financiero de 2008. El Partido Demócrata, anteriormente considerado como “el partido del trabajo”, se despojó por completo de cualquier lealtad a su base obrera en su búsqueda por superar al Partido Republicano en el financiamiento corporativo. Durante las décadas posteriores a los setenta, los trabajadores estadounidenses experimentaron el estancamiento de sus salarios, costos de vida en aumento, la eliminación de servicios públicos y el crecimiento dramático de la desigualdad. Esto condujo al agudizamiento de la escasez de vivienda,  al aumento del crimen, la drogadicción, las enfermedades mentales y las llamadas “muertes por desesperación”.

Etapa contemporánea

Pero, aunque la izquierda organizada fue efectivamente aniquilada, recurrentemente surgieron focos espontáneos de resistencia al orden neoliberal durante las dos décadas posteriores al colapso del bloque soviético. En noviembre de 1999, decenas de miles de personas se reunieron en Seattle para protestar contra una conferencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC), lo que provocó enfrentamientos violentos con la policía, cientos de arrestos y la participación de la Guardia Nacional para sofocar las protestas. Del mismo modo, cientos de miles de ciudadanos protestaron en el periodo previo a la invasión de Irak buscando evitarla; tan solo el 15 de febrero de 2003 se manifestaron más de 400 mil personas en Nueva York. En 2006, millones protestaron contra cambios a la política de inmigración. Finalmente, a raíz de la recesión de 2008, en la que millones de familias perdieron sus hogares y pensiones, y que abrió un período prolongado de desempleo y transferencia de riqueza con rescates a los bancos considerados “demasiado grandes para quebrar”, el popular movimiento de 2011, Occupy Wall Street, hizo que “la clase social” regresara al centro de la política estadounidense. Comenzando con la toma del parque Zuccotti de la ciudad de Nueva York, ubicado en uno de los distritos financieros más importantes del mundo, y pronto extendiéndose a ciudades de todo el país e incluso más allá, el movimiento evidenció la desigualdad económica y el poder oligárquico de las grandes finanzas. Popularizó la noción de “el 99%”, es decir, la idea de que la mayoría de la población debe unirse contra el 1% más rico, que ejerce el poder económico y político. Al carecer de una organización cohesiva que le permitiera enfrentar la infiltración policial y represión, el movimiento finalmente se desvaneció. No obstante, Occupy Wall Street dejó un impacto duradero en la conciencia estadounidense al mostrar que, a pesar de las proclamaciones sobre “el fin de la historia”, no todo estaba bien ni siquiera en el mismo corazón del capitalismo global. El neoliberalismo, pues, no escapaba al juicio de las masas populares.

Desde entonces, se ha observado un repunte particularmente sostenido en el activismo político que se centra en cuestiones de desigualdad racial, especialmente en sus manifestaciones de brutalidad policial y encarcelamiento masivo. En 2013, tras la absolución de un hombre que mató a tiros a Trayvon Martin, un adolescente negro desarmado, el hashtag #BlackLivesMatter comenzó a ser tendencia en las redes sociales. El eslogan pronto atrajo la atención internacional, al proliferar videos de asesinatos policiales de personas negras desarmadas, lo que provocó algunos de los movimientos de protesta más grandes en la historia moderna de los Estados Unidos. Grandes manifestaciones estallaron en 2013 y 2014 luego de los asesinatos policiales de Michael Brown y Eric Garner en Ferguson, Missouri, con docenas de otros asesinatos recibiendo más atención local a lo largo de los años. Finalmente, el asesinato policial de George Floyd en Minneapolis en 2020, particularmente espantoso y capturado completamente en video desde múltiples ángulos, provocó las protestas más grandes de Black Lives Matter hasta la fecha, con una participación estimada de 15 a 26 millones de personas.[1] Las protestas a raíz del asesinato de George Floyd recibieron amplia cobertura y llevaron a que las demandas de igualdad racial fueran retomadas, al menos retóricamente, en los niveles superiores de la sociedad, con el Partido Demócrata presentándose a sí mismo como el campeón de la justicia racial y con las corporaciones estadounidenses adoptando los objetivos de “diversidad e inclusión”. Sin embargo, la política adoptada por el Partido Demócrata y las empresas consiste, en los hechos, en “diversificar” a la clase dominante. Esto contrasta con muchos activistas locales, que han relacionado los problemas de desigualdad racial con la clase y el sistema capitalista, subrayando, por ejemplo, que el 19.5% de los estadounidenses negros vive por debajo del umbral de la pobreza, en comparación con el 8.2% de los estadounidenses blancos, y que el 47% de los estadounidenses negros gana menos de 15 dólares por hora, en comparación con el 32% de la población total.

La insostenibilidad del statu quo se hizo claramente visible en las elecciones presidenciales de 2016. En las primarias republicanas, el “forastero político” Donald Trump realizó una exitosa campaña “antisistema”, rompiendo tabúes del Partido Republicano al criticar duramente el libre comercio, condenando la guerra en Irak y pidiendo “drenar el pantano” en Washington, lo que significaba tildar a las élites políticas de corruptas y dignas de desprecio.

En las primarias demócratas sucedía algo aún más sorprendente: la campaña del autodenominado “socialista democrático” Bernie Sanders. Sanders, independiente de toda la vida y crítico del Partido Demócrata, también llevó a cabo una campaña antisistema, y ​​casi ganó las primarias contra el modelo de las élites políticas serviles de Wall Street, representado por Hillary Clinton. Tanto Trump como Sanders dieron voz a los antagonismos de clase que enfrentan los trabajadores estadounidenses: salarios bajos, desempleo y precariedad creciente. Pero, mientras Trump culpó al establecimiento político y al “Otro”, utilizando una retórica racista y xenófoba para demonizar a los inmigrantes, Sanders señaló a la clase capitalista como el enemigo del pueblo estadounidense. En realidad, Sanders no es un socialista, sino un socialdemócrata que quiere emular los estados de bienestar más integrales de Europa occidental en los EE. UU., pidiendo atención médica universal, aumento del salario mínimo, educación universitaria gratuita, legislación favorable a los sindicatos, etc.[2] No obstante, al incluir en su discurso cosas como el enfrentamiento entre la clase trabajadora y la “clase multimillonaria”, Sanders, al igual que el movimiento Occupy Wall Street antes que él, revivió una conciencia política que yacía dormida desde hace mucho tiempo en EE. UU.: la del conflicto de clases. Aunque Sanders perdió las primarias demócratas de 2016 y 2020 (gracias en parte a que el Comité Nacional Demócrata corrupto conspiró en su contra y a favor de Hillary Clinton al menos en 2016), su campaña provocó un resurgimiento de las ideas marxistas y de intentos de organización socialista que no se habían visto en décadas.

La creciente influencia de las ideas socialistas se pudo observar claramente con la expansión de una organización nacional llamada Socialistas Democráticos de América (DSA)[3]. Con existencia desde la década de 1980, DSA creció de unos pocos miles de miembros en 2014 a más de 90,000 en 2022, y la mayor parte de este crecimiento se atribuye a su participación en las campañas de Sanders en 2016 y 2020.[4] Como una organización “de base amplia” con múltiples tendencias,  DSA explícitamente no se adhiere a ninguna ideología coherente y da la bienvenida a una amplia variedad de izquierdistas en su membresía, desde liberales de izquierda hasta marxista-leninistas y anarquistas, con inclinaciones y enfoques políticos organizativos que varían de una rama a otra. Varios “grupos de trabajo” dentro de DSA han estado activos en sindicatos y en movimientos por la justicia ambiental y racial, vivienda equitativa y derechos de inmigración. Sin embargo, desde la campaña de Sanders de 2016, DSA es más conocida por apoyar varias campañas electorales locales y nacionales en EE. UU. La elección de Alexandria Ocasio-Cortez, miembro de DSA, a la Cámara de Representantes en 2018, puso a la organización en el centro de atención nacional. Sin embargo, dado que los miembros de DSA no deben rendir cuentas a la organización, una vez elegidos al cargo, los candidatos respaldados por DSA han adoptado políticas contrarias a gran parte de la militancia, lo que ha dado lugar a debates dentro de la organización y llamamientos de algunos para un cambio sistémico. Alexandria-Ocasio Cortez y otros miembros del llamado “Escuadrón”[5] progresista en el Congreso, por ejemplo, han votado a favor de aumentos en el presupuesto militar de EE. UU., apoyado las políticas imperialistas del Partido Demócrata, y en general se han rehusado a cuestionar significativamente al establecimiento del partido. El tiempo dirá si DSA simplemente se establece como el ala izquierda del Partido Demócrata (una posición liberal defendida por muchos dentro de la organización), o si algunos elementos de DSA pueden organizarse en una fuerza de lucha genuina y relevante por el socialismo.

El crecimiento de DSA y el auge de las ideas socialistas a raíz de la campaña presidencial de Bernie Sanders en 2016 también se vieron favorecidos por la proliferación de una nueva ola de medios de comunicación con tendencias socialistas. Revistas, diarios, podcasts, canales de streaming, etc. nuevos o en renacimiento, crecieron en popularidad aprovechando el desarrollo de estas nuevas plataformas informativas, especialmente entre la generación más joven. La revista Jacobin, que se lanzó en 2010 y estaba administrada en gran parte por miembros de DSA y otros asociados con la organización, vio triplicarse sus suscripciones, de 10,000 en el verano de 2015, a 32,000 a principios de 2017. Otras revistas y medios de noticias de izquierda como Counter Punch, Current Affairs, y Mintpress News recibieron aumentos similares en el número de lectores. Otras modalidades, como podcasts o canales de YouTube de tendencia marxista también han ganado popularidad en los últimos años.

Además de DSA, también ha habido crecimiento en diversas organizaciones socialistas más pequeñas y cohesionadas. Alternativa Socialista (SA), la rama estadounidense de la Alternativa Internacional Socialista Trotskista (ISA), recibió atención nacional después de la elección de una de sus miembros, Kshama Sawant, para el consejo de la ciudad de Seattle en 2013. Tras la elección de Sawant, Seattle se convirtió en la primera ciudad importante de los EE. UU. en adoptar un salario mínimo de $15, y Sawant posteriormente llegó a los titulares nacionales al abogar por el control de alquileres y gravar a las corporaciones más grandes de la ciudad, incluida Amazon. Al igual que DSA, SA experimentó un crecimiento significativo desde 2016, con una militancia que pasó de menos de 250 en 2010, a más de 1,000 en 2018, y participa activamente en varias campañas así como en el movimiento obrero, aunque no ha tenido éxito en intentos posteriores de postular a más miembros para un cargo político. Sin embargo, a diferencia de DSA, SA es una organización de cuadros centralista democrática, lo que significa que la membresía implica más que el simple pago de cuotas: requiere, entre otras cosas, participación activa y educación política. Otras organizaciones más cohesionadas dedicadas a la construcción de cuadros políticos incluyen el Partido por el Socialismo y la Liberación (PSL), los Comunistas Revolucionarios de América, el Partido Comunista de EE.EUU (cuyo origen se remonta al CPUSA) y muchas otras, todas las cuales han experimentado incrementos en su membresía en la última década. No obstante, el número total de miembros de cada una de estas organizaciones sigue siendo bastante pequeño, y la mayoría no pasa de los cientos.

Así, aunque la campaña de Bernie Sanders de 2016 devolvió el término “socialismo” al discurso estadounidense y condujo a un resurgimiento sin precedentes del interés por las ideas marxistas y aumentos en la membresía de organizaciones socialistas, hasta ahora el impacto de las fuerzas del socialismo en los EE. UU. no debe ser exagerado. Aunque algunos candidatos de tendencia izquierdista, varios de los cuales incluso se llaman a sí mismos socialistas, han sido elegidos para cargos locales, estatales y federales, no ha habido ningún cambio en la política nacional favorable al socialismo. El establecimiento tradicional del Partido Demócrata sigue controlando firmemente al partido. El poder de los sindicatos, aunque posiblemente iniciando su repunte, sigue siendo relativamente débil. Estos siguen estando altamente burocratizados y son dependientes del establecimiento del Partido Demócrata. En ese sentido, están separados de cualquier sentido de lucha de clases colectiva. Los intereses del imperialismo reciben cero resistencia efectiva, incluso de la mayoría de las organizaciones socialistas[6]. Además, las membresías actuales de las organizaciones socialistas están constituidas generalmente por una pequeña sección de la generación más joven de estadounidenses provenientes de entornos de clase relativamente alta, especialmente aquellos con educación universitaria, que observan cómo se deterioran sus niveles de vida, pero siguen estando en gran medida separados de los estadounidenses pobres y de clase trabajadora. Así, mientras el Partido Demócrata, que sigue siendo el centro de atención de muchos activistas socialistas, se ha convertido cada vez más en el partido de la élite, el Partido Republicano, que desarrolló su propia versión de un ala antisistema desde la elección de Donald Trump, está ganando popularidad entre los pobres.[7]

En suma, los esfuerzos de organización socialista están actualmente paralizados. Pero el gran potencial sigue allí, como lo demuestra el entusiasmo por las campañas antisistema de Sanders y Trump, el aumento en la membresía de diferentes organizaciones socialistas, y la elección de algunos candidatos progresistas a cargos públicos. Las percepciones del socialismo entre los ciudadanos estadounidenses también reflejan este potencial. La pandemia disminuyó las opiniones positivas sobre el capitalismo tanto entre demócratas como republicanos.[8]  Los estadounidenses negros, en particular, son más positivos hacia el socialismo que hacia el capitalismo, y las opiniones favorables hacia el socialismo aumentan en las clases bajas, mientras que las opiniones favorables hacia el capitalismo disminuyen. La tarea de atraer a las clases bajas a las organizaciones socialistas es, pues, posible, pero sigue pendiente.[9] Por supuesto, estas percepciones del socialismo pueden significar gran variedad de cosas, que pueden incluir simplemente opiniones favorables a una visión socialista democrática como la de la campaña de Sanders. No obstante, esto marca de todos modos un enorme cambio con respecto a la historia reciente de Estados Unidos, en la que el “socialismo” estaba prácticamente prohibido en el discurso político. Está claro que existen sentimientos antisistema generalizados y un deseo de cambio económico entre los estadounidenses, pero queda por ver si las fuerzas del socialismo en los EE. UU. pueden desarrollar un movimiento popular que pueda atraer a una amplia gama de trabajadores a su programa y construir fuerzas efectivas de organización.


Bridget Diana y Evan Wasner son economistas por The University of Massachusetts Amherst.

[1] https://www.nytimes.com/interactive/2020/07/03/us/george-floyd-protests-crowd-size.html

[2] El Bernie Sanders de 1980 era de hecho mucho más radical que el Bernie Sanders de hoy, particularmente como crítico del imperialismo. Mientras que Sanders en la década de 1980 condenó abiertamente la guerra sucia de los EE. UU. en Nicaragua y elogió los avances de Cuba en alfabetización y atención médica, hoy, Sanders, lamentablemente, regurgita en gran medida los puntos de conversación del Departamento de Estado de los EE. UU. cuando se trata de política exterior.

[3] Democratic Socialists of America (DSA)

[4] Si bien el crecimiento de la membresía es impresionante, debe tenerse en cuenta que ser un “miembro” simplemente significa registrarse para pagar las cuotas en línea y no requiere una participación activa.

[5] Conocidos en EE.UU. como “the squad”.

[6] Quizás no sea una coincidencia que, después de muchas décadas de infiltración encubierta y ataques de los servicios de inteligencia, la mayoría de las organizaciones socialistas que existen hoy en los EE. UU. reflejan en gran medida al Departamento de Estado de los EE. UU. en términos de política exterior.

[7] Por ejemplo, el Partido Demócrata actualmente tiene 41 de los 50 distritos más ricos del Congreso, incluidos los 10 principales, mientras que el Partido Republicano controla la mayoría de los condados rurales de bajos ingresos.

[8] https://www.axios.com/2021/06/25/americas-continued-move-toward-socialism

[9]https://www.pewresearch.org/politics/2022/09/19/modest-declines-in-positive-views-of-socialism-and-capitalism-in-u-s/

Marzo 2023

A finales del año pasado se dio a conocer que la ministra de la Corte de Justicia plagió su tesis de licenciatura. Las discusiones mediáticas entre la Secretaría de Gobernación, Rectoría de la UNAM y la Secretaría de Educación no han indicado alguna clase de sanción a la ministra. Por la lentitud con que ha avanzado el asunto y por el hecho de que la ley no es retroactiva, difícilmente se puede esperar alguna clase de sanción proveniente de los aparatos legales correspondientes. Considerando los años pasados entre el plagio de la tesis de licenciatura y el momento en que éste fue señalado, casi nadie espera que el título de Licenciada en derecho otorgado por la UNAM sea removido, pero sí que por lo menos haya un reconocimiento explícito de la falta y que, aunque judicialmente no se dé un “castigo”, la ministra actúe en consecuencia con el reconocimiento de su error. Pero esto no pasó. Ni la ministra ha reconocido que efectivamente plagió su tesis, la UNAM reconoció el plagio pero no invalidó el título expedido, la SEP no se ha pronunciado y la postura de la Secretaría de Gobernación se mantiene en los mismos términos de defensa incondicional a la ministra.

Por si revelar el plagio hecho en la licenciatura no hubiese sido suficiente, hace algunos días el diario EL PAÍS reveló que también la tesis de doctorado de la ministra tenía varias páginas plagiadas, 209 de 456. Tras esta revelación la ministra, nuevamente, no presentó ninguna declaración que mostrara, por lo menos, arrepentimiento, esperable en tanto las pruebas de plagio son contundentes; además, muestran una incidencia en una práctica que, si hubiera sido hecha por cualquier otra persona en la academia, habría alguna consecuencia.

Ante la fuerza de la evidencia se esperaba una declaración de culpabilidad de la ministra, pero también, y sobre todo, de la persona que la propuso como ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, o sea, López Obrador. En México, las ministras y ministros son propuestos por el presidente de la República, quien en cada ocasión debe presentar una terna al Senado de la República para que, a través del voto, se decida cuál de los o las candidatas tomará el lugar vacante. Así, fue López Obrador quien propuso que Jazmín Esquivel ocupara un lugar como ministra. Es cierto que la decisión final no recayó directamente sobre él, pero al ser él el primer filtro de tan importante decisión se esperaría alguna reacción que indique el reconocimiento del error, aun y cuando la propuesta inicial se hizo ante el desconocimiento de las malas prácticas académicas una vez que éstas son conocidas.

Llama especialmente la atención la actitud que López Obrador ha tomado sobre este tema. Aunque en cada oportunidad el presidente sostiene que su gobierno se distingue de los anteriores por su sinceridad, por ser un gobierno de principios, comprometido con el pueblo, la forma en que ha actuado en esta y otras ocasiones contradicen con hechos lo que se defiende con palabras. Estos principios morales que guían el actuar de su gobierno han sido difundidos por la Cuarta Transformación a partir de algunos manuales y decálogos. En uno de estos decálogos[1] el presidente defiende la abolición de fueros y privilegios, consigna que como principio general de acción busca solucionar una forma de las desigualdades en el país; sin embargo, en los hechos, hay una continuidad de estos privilegios, que en el caso de la ministra Esquivel se manifiesta en la falta de sanciones o, por lo menos, de un pronunciamiento del presidente que contribuya al cese de los privilegios que la clase política mexicana ha mantenido en su gobierno y en los anteriores, privilegios que les permiten continuar en su cargo a pesar de que sean falsas las credenciales con que llegaron a él.

En el “Decálogo para salir del coronavirus y enfrentar la nueva realidad” dice el presidente en el punto 9: “Eliminemos las actitudes racistas, clasistas, sexistas y discriminatorias en general.”. Nuevamente, como principio general suena adecuado para guiar las acciones del Estado; sin embargo, en los hechos, no hay una eliminación de las actitudes clasistas. Jazmín Esquivel pertenece a la clase política y económica con mayores privilegios del país. Cuando López Obrador la presento como candidata, la revista Proceso[2] señaló los vínculos de esta ministra con José María Riobóo, uno de los contratistas preferidos de López Obrador y a quien le otorgó obras fundamentales como los segundos pisos del Periférico o el diseño del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles[3]. El lugar que la ministra Esquivel y su marido ocupan en la sociedad es privilegiado, pues tienen privilegios políticos, económicos y jurídicos que solamente son accesibles para las clases altas, el que López Obrador se niegue a reconocer la culpabilidad de la ministra en el plagio demostrado es, sin duda, la continuidad de esas actitudes clasistas que en lo abstracto crítica.

En suma, la actitud que en este caso ha presentado López Obrador se contradice directa y claramente con los principios que dice defender. La moral abstracta suena muy bien y es una herramienta políticamente útil para atraer a la gente, especialmente cuando ésta vive en una condición constante de injusticia y desigualdad; pero esta moral abstracta del presidente no es capaz de sostenerse con las acciones de quienes la defienden de palabra, pues en el acto estas mismas personas constantemente violan sus principios. Sin duda una parte de los problemas de la sociedad mexicana requiere nuevos principios que guíen la acción colectiva y política, pero no está en estos la raíz del problema. Hay condiciones objetivas que posibilitan que gente como Jazmín Esquivel salga impune de las faltas que comete, pero mientras estas causas objetivas se mantengan intactas, ningún decálogo, por muy bien intencionado que sea, podrá hacer valer la justicia que corresponde.


Jenny Acosta es licenciada en filosofía por la UNAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] https://partidodeltrabajo.org.mx/2017/decalogo-de-andres-manuel-lopez-obrador/

[2] https://www.forbes.com.mx/esposa-de-rioboo-dentro-de-la-terna-de-amlo-para-sustituir-a-ministra/

[3] https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/2021/06/16/quien-es-jose-maria-rioboo-miembro-del-comite-tecnico-para-la-rehabilitacion-de-la-linea-12/

Marzo 2023

El capitalismo siempre engendrará explosiones de ira popular, que expresan, así sea de  forma instintiva e inmediata, el deseo de las masas por cambiar radicalmente su situación. Por más grande que sean los mecanismos de dominación y la sofisticación de las fuerzas represivas del estado, estas nunca serán suficientes para apagar la voluntad de lucha de las clases oprimidas. Al afirmar esto, no nos referimos a eventos atípicos o futuros lejanos, sino al día a día de la sociedad capitalista. Y, para ilustrar este punto, basta pasar revista a lo acontecido en nuestro continente en apenas los últimos tres años y medio. Enormes, prolongadas y más o menos generalizadas luchas populares estallaron en Ecuador, Chile, Colombia, Bolivia y, ahora mismo, en Perú, de 2019 al momento de escribir este artículo.

Y, aunque se ha vuelto casi un lugar común, no es por ello menos cierto que los estallidos de rabia popular, por sí solos, nunca son suficientes para cambiar de raíz el orden de cosas existente. La acción espontánea se enfrenta con límites infranqueables, cuya solución positiva queda sintetizada en las que son, quizás, las dos fórmulas más conocidas de Lenin: “sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario” y “la revolución no se hace, sino que se organiza”.

Pero, llegados a este punto, las cosas dejan de ser tan claras. La crítica más común a esta concepción afirma que el leninismo es una forma de acción política absolutamente inflexible que, en todo momento, sustituye a las masas por el partido, y al partido por su dirigencia. Esta crítica parte un prejuicio, según el cual, para Lenin, absolutamente toda la acción de las masas, para ser revolucionaria, necesita estar dirigida siempre y en todo momento, y de la forma más rígida posible, por el partido mismo.

Pero esto es falso: la práctica leninista nunca propone establecer una separación absoluta entre la acción espontánea de las masas y la acción organizada por el Partido proletario. El leninismo, efectivamente, busca negar al espontaneísmo y lograr que se imponga la conciencia de clase. Pero esta negación, para ser progresiva y revolucionaria, no se consigue con una simple condena o rechazo total de la acción no organizada de las masas, sino con el involucramiento activo de los sectores más conscientes en esas batallas. Esto no significa sumarse oportunistamente a todas las luchas populares, ni ver potencial revolucionario allí donde, por la naturaleza de los sectores que participan o por las demandas que encabezan, simplemente no lo hay. Quiere decir, para ponerlo en términos sencillos, que la organización y educación de los trabajadores se consigue, fundamentalmente, en la lucha misma, que nunca puede estar totalmente dirigida y planificada conscientemente.

La acción de Lenin en lo que se conoce como “las jornadas de julio” de 1917 es una aplicación contundente y llena de valiosas lecciones sobre la actitud marxista con respecto a esta dialéctica entre organización y espontaneísmo.

En los días del 3 y 4 de julio de 1917, manifestaciones espontáneas estallaron en Petrogrado contra el gobierno provisional. Cerca de medio millón de trabajadores y soldados armados salieron a las calles el 4 de julio en un movimiento que no era solo una demostración de inconformidad, sino que se planteaba el objetivo explícito de derrocar al gobierno provisional.  Esto no sucedió, y lo que siguió fueron meses de represión e intentos de aplastar al Partido Bolchevique.

En su libro “Todo el poder a los soviets. Lenin: 1914-1917”, Tony Cliff provee una explicación detallada de lo acaecido en este convulso y decisivo periodo de la revolución rusa[1]. Uno de los factores que desencadenó estos sucesos fue la ofensiva militar de Kerenski, cabeza del gobierno provisional tras la revolución de febrero, contra Alemania y Austria, que inició el 18 de junio. Esta ofensiva tenía como objetivo unificar a un país dividido y en crisis bajo un gran propósito “nacional”. Sin embargo, esto provocó la ira de los soldados más conscientes políticamente, especialmente de quienes participaron en la revolución de febrero. A ellos se les prometió no moverlos de Petrogrado, especialmente al Primer Regimiento de Ametralladoras, que tuvo un papel destacado en el movimiento que derrocó al zar. Menos de dos semanas después, el gobierno ordenó, precisamente, la movilización de numerosos hombres y armas fuera de la ciudad. Simultáneamente, corrió el rumor de que esta acción era la antesala de una ofensiva más grande para desmembrar el Regimiento. Como respuesta, el 3 de julio el Regimiento convocó a una reunión, y allí, los líderes de la Organización Militar Bolchevique hablaron sobre la posibilidad de realizar un golpe de estado contra Kerenski inmediatamente.

Lenin, sin embargo, advirtió contra esta impaciencia, argumentando que, si bien era posible tomar el poder político, no había las condiciones para mantenerlo. La tarea inmediata era, por el contrario, organizar pacientemente a las masas en el bolchevismo. Pero la organización militar y otros comités bolcheviques de Petrogrado no estaban de acuerdo con Lenin: creían que las masas estaban cansadas de la falta de acción, de solo “aprobar resoluciones”. Creían que el momento decisivo ya había llegado. Al día siguiente, los soldados decidieron tomar las calles junto con otros trabajadores contra el gobierno provisional.

Aunque no aprobaba la decisión de protestar y, potencialmente, tratar de derrocar al gobierno, Lenin asistió y habló con los manifestantes. Les aseguró que, a pesar del camino “no lineal” que estaba siguiendo la revolución, terminarían conquistando la victoria. Pero, en lo inmediato, lo que había que hacer era una manifestación pacífica, no una lucha violenta contra el gobierno. Las masas, armadas y listas para tomar el poder, quedaron decepcionadas por esta postura. Pero la escucharon. Finalmente, el 5 de julio, el Comité Central llamó a terminar la manifestación. El objetivo de ésta, dijeron, era demostrar a las masas la fortaleza y necesidad del Partido bolchevique. Y ese objetivo ya se había cumplido.

Lenin tenía razón en su interpretación de la coyuntura. Aunque los manifestantes tenían fuerza suficiente para tomar el poder, es muy poco probable que hubieran sido capaces de retenerlo. La historia de la revolución rusa muestra, precisamente, que lo más difícil no es tomar el poder, sino lo que viene después. En julio, las masas no estaban convencidas aún de la necesidad del poder bolchevique, y muchas cosas tuvieron que suceder para llegar a ese momento, como el intento de golpe de estado del general Kornilov.

En suma, aunque la manifestación era contraria a la posición del Comité Central, no se separaron de las masas cuando ellas tomaron las calles. Explicando su decisión, Lenin comentó que hacer esto último “hubiera sido una traición completa en los hechos al proletariado, porque la gente se movía a la acción siguiendo su ira justa y bien fundamentada.”

Los bolcheviques se mantuvieron con las masas: prefirieron sufrir un revés que dejarlas a su suerte y sin liderazgo. Gracias a esto, la derrota y la represión que se siguieron fueron dañinas, pero no mortales. La clase obrera emergió con más experiencia y madurez. Y esto fue así gracias a la dirigencia bolchevique, que antes, durante y después de los días de julio, se adelantó en cada momento a la coyuntura en lugar de apegarse a viejas tácticas que perdían validez con el desarrollo de los acontecimientos.

Lenin sintetizó la experiencia y enseñanzas de las jornadas de julio de la siguiente forma:

“Los errores son inevitables cuando las masas están luchando, pero los comunistas se mantienen con las masas, observan esos errores, se los explican a las masas, tratan de que los rectifiquen y perseveran por la victoria de la conciencia de clase sobre el espontaneísmo.”

En suma, para superar al espontaneísmo, el primer paso es reconocer que éste forma una unidad con la forma superior de lucha organizada representada por el partido proletario, y que es en la misma lucha que esta contradicción se resuelve hacia uno de los dos lados. La capacidad de leer correctamente la coyuntura, que presupone a su vez una amplia comprensión teórica de las tendencias económicas y políticas; las fuerzas organizadas acumuladas previamente, y la decisión con que se participe en las luchas de las masas, son, como muestra la experiencia de la revolución rusa, los factores más importantes para el triunfo definitivo de la conciencia de clase sobre el espontaneísmo. 


Bridget Diana y Jesús Lara son economistas por The University of Massachusetts Amherst.

[1] Cliff, Tony. All Power to the Soviets: Lenin 1914-1917 (Vol. 2). Vol. 2. Haymarket Books, 2004. Nos basamos en este trabajo para la narración de los hechos y el análisis de la participación de Lenin en los mismos.

Febrero 2023

En la conferencia matutina del 31 de enero del año en curso, Andrés Manuel López Obrador sentenció: “[…] México debe estar en los primeros lugares en el mundo en politización, ya no existe el analfabetismo político […], en lo que más se ha avanzado es en la revolución de las conciencias”[1]. Además, el mandatario dijo que en la Ciudad de México los medios de comunicación se han encargado de realizar campañas en contra de su gobierno, por lo que él considera que eso aturde y engaña a la gente, haciendo que la población no esté de acuerdo con él. Ese engaño de las masas proviene de su “falta de politización”. Sin embargo, agregó que a los medios de comunicación les ha costado más “engañar a la población”, es decir, hacer que estén en contra de su gobierno, porque ya tienen niveles de politización más altos.

Por analfabetismo político de las masas populares debe entenderse la falta de conciencia o comprensión de las causas económicas, políticas y sociales que condicionan la vida material y espiritual en la que vive la población. Para el caso de la clase trabajadora, se entendería como la inconciencia o desconocimiento de las causas de su situación de pobreza.   Esta falta de conciencia impide su participación activa en la lucha por acabar con la miseria y mejorar radicalmente sus condiciones de vida, estando sujeta a la manipulación y el engaño que hacen de ella los partidos políticos y las clases dominantes.

Cuando Andrés Manuel emplea el término de analfabetismo político trata de dar a entender que el pueblo es incapaz de discernir entre lo que es y no es beneficioso para sí mismo, limitando el alcance y reduciendo a un mínimo nivel la comprensión del significado de lo que es la conciencia política. Como él mismo ha dicho[2], por ejemplo, el pueblo es analfabeta políticamente si, habiendo dos candidatos para las elecciones, eligieran a aquél que tiene una agenda que va en contra de los intereses del pueblo. Y dado que el presidente se asume como el defensor de los intereses del pueblo, el 45% de la población mexicana que actualmente desaprueba[3] su administración está en contra de los intereses de los más pobres y, por tanto, ese porcentaje está conformado por la población que es analfabeta políticamente.

Entremos a analizar este razonamiento equivocado. Primero, deberíamos poner en tela de juicio si de verdad el gobierno de la 4T defiende los intereses de la población más pobre. Haciendo un repaso breve de lo que ha ocurrido a lo largo de este sexenio encontramos una imagen desoladora, donde quienes se han visto más perjudicados son las clases trabajadoras, aquellas a las que se dice apoyar.  En primero lugar, la pobreza no ha disminuido. De acuerdo con datos del CONEVAL, de 2018 al 2020 alrededor de 3.8 millones de personas se sumaron al 41.9% de la población mexicana que se encontraba en situación de pobreza, mientras que 1.9 millones de personas pasaron a engrosar las filas de la población en pobreza extrema. De 2020 a 2021 la pobreza laboral disminuyó, pero el número de pobres siguió estando por encima de antes de la pandemia. En segundo lugar, los apoyos de transferencia monetaria de los que se enorgullece la 4T se han vuelto más regresivos, es decir, que apoyan en mayor medida a los deciles de mayores ingresos. De acuerdo con Máximo Jaramillo, doctor en sociología por el Colegio de México, el decil más pobre redujo en 32% las transferencias que recibían del gobierno, mientras que el decil más rico aumentó la recepción de transferencias en 93%. De acuerdo con Gonzalo Hernández Licona, director de la Red de Pobreza Multinacional, el programa Adultos Mayores tuvo un incremento de 16.6% para el decil más pobre, mientras que el decil más rico incrementó en 457%, de 2018 a 2020. Además, en 2018 el 60% de familias pobres recibían apoyos gubernamentales, mientras que ahora solo lo reciben el 34% de familias. En tercer lugar, recordemos que durante el sexenio hubo subejercicio del gasto en el sector salud: de enero a septiembre de 2020, 37 mil mdp; de enero a septiembre de 2021, 24 mil 500 mdp; de enero a junio de 2022, 16 mil mdp (19.3% del total). De acuerdo con Gonzalo Hernández, de 2018 a 2020 la carencia de acceso a la salud aumentó de 16.2% a 28.2% y el gasto de salud de bolsillo creció 40%. En cuarto lugar, su política errada de seguridad pública ha llevado a este sexenio a ser el más violento en la historia, superando en los primeros 42 meses de administración los homicidios dolosos y feminicidios ocurridos en el mismo tiempo del sexenio de Felipe Calderón, de acuerdo con datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).

Esta situación nos demuestra, incluso, que la 4T no defiende los intereses del pueblo, como lo afirma el presidente en su discurso. Desde este punto de vista, es cuestionable que quienes apoyan a la 4T tengan conciencia política, porque no es posible creer que vayan en contra de sus intereses políticos a sabiendas de que la 4T está afectando sus intereses con su política económica y social. Por tanto, debemos concluir que quienes apoyan al presidente están obnubilados por la manipulación de su conciencia lograda a través de los programas de transferencias monetarias. En diciembre de 2020 se censó a los damnificados de las inundaciones de Tabasco con las listas de afiliación de los Servidores de la Nación con el pretexto de contabilizar los daños, y los pocos apoyos que se dieron se anunciaron como “órdenes del presidente Andrés Manuel López Obrador”[4]; en febrero de 2022 se dieron montos mayores en los apoyos a adultos mayores y en las becas a estudiantes porque iba a haber “veda electoral” por revocación de mandato en los días siguientes[5] y días antes del 10 de abril, fecha en que se realizaría la votación de revocación de mandato, se acosó a los adultos mayores mediante llamadas telefónicas y visitas de los servidores de la nación, amenazándolos de retirarles los apoyos si no salían a apoyar al presidente[6]. También, Andrés Manuel ha engañado al pueblo sistemáticamente en las conferencias mañaneras. De acuerdo con un análisis de la consultora Spin, cada mañanera se hace un promedio de 94 afirmaciones falsas o engañosas. En estas pláticas a menudo se atacan a quienes opinan lo contrario a él y se minimizan los problemas sociales con cifras maquilladas.

Pero, desgraciadamente, la realidad de la despolitización del pueblo de México es más grave de lo que aparenta, pues el hecho de que en 106 años de historia después de la revolución mexicana el pueblo pobre no haya construido un partido que verdaderamente represente y encabece la lucha por sus intereses a nivel nacional demuestra la falta de conciencia política generalizada. Presidentes van y vienen, y el pueblo sigue votando por quienes lo han llevado a la espantosa cifra de 56 millones de pobres en México, y el caso más reciente queda expresado en el hecho de que el pueblo votó y un porcentaje considerable de mexicanos sigue apoyando al presidente que se ha encargado de destruir las instituciones sociales que beneficiaban al pueblo, aumentando la pobreza, echando abajo el estado de derecho, atacando el sistema de salud y reduciendo las capacidades del país en desarrollo e investigación científica, para favorecer al capitalismo nacional y extranjero. Esta absurda realidad solamente puede explicarse por la falta de politización de la gente, por la carencia de una conciencia política que provoca que el mismo pueblo se arrodille ante su verdugo.

Lenin decía en el ¿Qué hacer? que para politizar a las masas se les tenía que organizar, educar y enseñar a luchar por sus intereses, porque la miseria solo podría erradicarse de raíz si tomaban el poder político y lo ponían a su servicio. Todo lo demás era inútil. Por eso, los mexicanos deben tomar conciencia de que sus males no acabarán mientras ellos no tomen en sus manos su destino y sigan apoyando a presidentes que defienden los intereses del capital nacional y extranjero. La tarea es difícil pero necesaria, mientras esto no se haga, el pueblo seguirá sufriendo las injusticias de todo tipo que tienen su causa en el sistema económico actual.


Ollin Vázquez es economista por la UNAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] https://www.eluniversal.com.mx/nacion/colectivo-por-mexico-no-tendra-impacto-en-los-ciudadanos-amlo-ya-no-existe-analfabetismo-politico

[2] https://www.eluniversal.com.mx/nacion/colectivo-por-mexico-no-tendra-impacto-en-los-ciudadanos-amlo-ya-no-existe-analfabetismo-politico

[3] https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/2023/02/02/desaprobacion-a-amlo-alcanza-su-nivel-mas-alto-del-sexenio-en-encuesta-ef-enero-2023/

[4] https://www.eluniversal.com.mx/estados/destina-bienestar-2-mil-mdp-de-apoyo-para-damnificados-de-tabasco

[5] https://www.forbes.com.mx/politica-por-veda-electoral-de-revocacion-de-mandato-adelantaran-pensiones-y-becas/

[6] https://www.animalpolitico.com/politica/revocacion-mandato-piden-votar-adultos-mayores-maestros

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