Por Aquiles Lázaro | Septiembre 2023
Un popular crítico de cine, de personalidad y edad milenial, se quejaba amargamente del giro que ha tomado el cine comercial al comenzar a producir, bajo el nombre de películas, lo que él llamaba “anuncios corporativos cinematográficos de dos horas de duración”, o sea, comerciales largos en pantalla grande. Citaba Barbie, Flamin’ Hot, Air y otras producciones. No soy especialista en los sutiles laberintos del cine comercial estadounidense, pero las listas de nombres y películas eran abrumadoras.
El complejísimo fenómeno de la relación recíproca que guardan los intereses comerciales y la producción cultural de una sociedad ha sido estudiado profundamente desde hace por lo menos un siglo. Se trata de una problemática multilateral, y en la cual los juegos de palabras de poco rigor metodológico, más que enriquecer la discusión, la entorpecen al profundizar la confusión.
Este breve texto, de carácter principalmente divulgativo, es un esbozo de delimitación conceptual sobre ciertos términos que el público aficionado al tema suele usar indistintamente, a veces sin detenerse lo suficiente en las implicaciones teóricas, y prácticas, de tal o cual catálogo terminológico.
Quizá el concepto más debatido es precisamente el de cultura. Desde mi punto de vista, el debate comienza por fin a cerrarse cuando comenzamos a admitir una visión universalista, en la cual se borran, en principio, las delimitaciones morales sobre lo alto y lo bajo, lo culto y lo inculto, lo vulgar y lo exquisito. “Cultura es todo”, sentencian los más radicales. Y si bien la sentencia debe tomarse con mil matices, nos acerca bastante al anhelado consenso.
Ahora bien, la cultura, como campo particular de la sociedad, tiene también en su interior infinidad de elementos que se relacionan recíprocamente. La actividad de creación, entendida como la actividad intelectual sistemática cuyo objetivo central inmediato es provocar un efecto emocional, es solamente uno de estos múltiples elementos. El saber culinario de la vendedora de antojitos, o los giros lingüísticos de una comunidad rural, por ejemplo, siendo definitivamente parte de la cultura de la sociedad, no son resultado de un proceso sistemático de creación.
Arte y cultura, frase casi membrete, tienen una relación particular: el primero está contenido en la segunda. El arte es solo una parte —ínfima— del fenómeno general de la cultura.
Por tanto existen, evidentemente, otras dimensiones de la cultura que se diferencian claramente de la creación artística. ¿Cuáles? La clasificación trimembre que propongo en el título de este texto se cierra con otras dos funciones sociales: la popular y la comercial.
La cultura popular engloba a aquellas expresiones culturales que brotan de manera más o menos espontánea de los sectores sociales populares. En términos todavía algo vagos, sería aquello que algunos denominarían, con una terminología menos afortunada, “el sentir del pueblo”. Los debates conceptuales en torno a la cultura popular son acalorados, y hay incluso quienes pretenden defender tal o cual expresión particular por encima de las otras, apelando precisamente a la sentencia de que tal manifestación cultural “refleja el sentir del pueblo” más y mejor que tal otra.
Los debates son legítimos. En efecto, la dimensión popular de la cultura es, indudablemente, la más rica y multifacética. En su desarrollo, la cultura popular es caprichosa e impredecible. A diferencia de la creación artística y de la producción estrictamente comercial, se mueve dentro de lógicas mucho menos sistemáticas: escapa a las tendencias y a las modas, y no obedece ni a academias ni a juntas de ejecutivos.
Al mismo tiempo, las otras dos funciones de la cultura, la artística y la comercial, marcan la pauta para delimitar el dinamismo de la cultura popular. Se trata de expresiones que, sin llegar a ser resultado de una actividad sistemática legitimada por los círculos académicos tradicionales, tampoco tiene el lucro como su objetivo principal. Los ejemplos son abundantes, y abarcan a prácticas tan diversas como el graffiti, las músicas tradicionales, los bailables populares, la cocina tradicional o incluso cierta nueva tendencia llamada “arquitectura libre”, que emula en inmuebles habitacionales, mediante conocimientos empíricos, castillos, pirámides, palacios de Disney, entre otras curiosidades.
Tal generalización de un fenómeno tan diverso ubica, ciertamente, en el mismo grupo a expresiones tan disímiles como la danza del venado, practicada por los grupos indígenas del noroeste mexicano, y el street art que asalta con stickers, pósters y stencils el espacio público de las grandes ciudades.
Otra pista en la definición de la cultura popular puede esbozarse en el perfil socio-económico de sus agentes: se trata, en general, de una actividad no profesionalizada. Esto no tiene nada que ver con la calidad y el grado de dominio técnico, que llegan a ser altísimos. La no-profesionalización se refiere más bien al hecho de que los partícipes de estas expresiones culturales no llegan a ser artistas de tiempo completo y, como resultado, su ingreso económico principal no proviene del ejercicio artístico. Digamos, a manera de fórmula sintética, que el artista popular ejerce su práctica artística como una actividad paralela que hace por gusto (aunque llega a generarle ingresos económicos), más que como una actividad profesional que pueda brindarle certidumbre económica y estabilidad laboral.
Queda todavía la función que considero la menos heterogénea: la cultura como producto comercial. De estudio complejo, en tanto que también sujeta a sus propias lógicas, la función comercial de la cultura puede ser abordada muy provechosamente desde la teoría económica o el marketing. Su característica es sencilla y contundente: el objetivo es la máxima ganancia.
Desde el punto de vista de la creatividad de sus agentes, la cultura como práctica comercial es bastante menos dinámica. Es más, su propia lógica exige una homogeneización de los discursos en torno a fórmulas más o menos estandarizadas. En este sentido, las críticas respecto a su impacto negativo sobre la diversidad cultural de las sociedades tienen un fundamente bastante sólido.
Otro de los puntos débiles de la función comercial de la cultura es su propensión a las manipulaciones de todo tipo, incluyendo las poderosas campañas de marketing que asfixian a prácticas como el cine o la música. De aquí proviene otra crítica puntual, que no por antigua deja de ser actual: la unidireccionalidad de sus discursos. ¿Qué quiere decir esto? Tanto la creación artística como la creación popular propician, cada una mediante diversos mecanismos, la pluralidad de voces en sus circuitos. Ya haciendo al público partícipe de la acción cultural, ya integrando las problemáticas sociales como centro temático, ya exigiendo de los espectadores una apreciación crítica, tanto el artista popular como el artista académico son, predominantemente, agentes culturales de diálogo, es decir, propician un intercambio de discursos a nivel social, intercambio que se mueve en varias direcciones. Las mercancías culturales son, en cambio, un monólogo por principio. A esto se refiere la unidireccionalidad del discurso, discurso que, además, fluye casi siempre en total asimetría: de los amos de todo a los dueños de nada, de las selectas minorías a las masas interminables.
La función comercial de la cultura es, no obstante, la más dinámica desde el punto de vista económico. No sobra decir que el término “comercial” es aquí una etiqueta más o menos estandarizada, pero que este circuito cultural, antes que comerciar, produce. Sus mercancías culturales son de la más diversa índole: series, podcasts, películas, canciones, videojuegos, conciertos, etc., y ellas se rigen, en términos generales, bajo las leyes matemáticas de la producción y el mercado capitalistas. Al igual que las obras de arte de los circuitos académicos, los productos culturales de esta industria se legitiman también a través de un refinado complejo de festivales, premios y críticos, característica muy escasa en la cultura popular. Y al igual que las expresiones de la cultura popular, abarca prácticas tan disímiles que podrían pasar por contradictorias.
Quizá el rasgo central de la función comercial de la cultura es su papel en la economía de las sociedades. Prácticamente no existe una sociedad capitalista sin un complejo aparato de lo que se ha llamado industria del entretenimiento. Cuando se dice que el sector cultural genera una participación importante del PIB en las economías de mercado (Estados Unidos: 4.5%, México: 2.9%, Alemania: 2.9%, Francia: 2.8%, Brasil: 2.6% [datos de 2019]), esto se debe preponderantemente a esta poderosa industria que produce y hace circular productos de todo tipo, y cuyo público objetivo es la sociedad entera.
Es en la función comercial de la cultura donde la globalización y el neoliberalismo económicos encuentran una aplicación particular: así como los capitales financieros y las mercancías de alto valor agregado de los países del Norte Global hacen añicos las fronteras nacionales de las economías dependientes, la exportación vertiginosa de sus productos de entretenimiento dinamita las bases de las identidades culturales nacionales —además, claro está, del consecuente embate estrictamente económico a las industrias culturales de tales países—. Las lógicas propias y las consecuencias más profundas de este fenómeno no serán abordadas aquí.
Hasta aquí el esbozo que pretende delimitar conceptualmente y enunciar las características principales de las tres funciones que atribuyo a la cultura: la función artística, la función popular y la función comercial.
Tal esquema, está claro, no pretende ser perfecto ni definitivo. Se criticará quizá lo general de este ensayo de clasificación. En todo caso, de las infinitas combinaciones que podrían arrojar otros criterios para encasillar a un fenómeno tan complejo como la cultura, he elegido una sola: su función social. Para ello, hacemos abstracción de todas sus demás determinaciones particulares, sabiendo, no obstante, que son precisamente estas determinaciones las que dan a cada expresión cultural su carácter de única e invaluable, su carácter de ser una forma irrepetible de autoconocimiento y del conocimiento de nuestro entorno.
Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.