Por Aquiles Celis | Junio 2023
Es preciso soñar
“Hay que soñar, pero soñamos tomándonos muy enserio nuestros sueños.” Con esta paráfrasis de la aporía que hizo famosa Lenin, un efebo Pablo Iglesias, con treinta y pocos años, vertebraba un discurso frente a la multitud entusiasmada, para demostrar la consolidación de una fuerza que irrumpía en el tablero político del bipartidismo español con la fuerza de un rinoceronte que “embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegado.” De hecho, podríamos considerar que la irrupción de Podemos en España (junto con el gobierno de Syriza en Grecia) constituyó uno de los momentos más disruptivos (y más desencantador) en Europa durante nuestro siglo XXI, al menos dentro de la izquierda partidista. Por lo menos en 2014, Podemos se consolidó por un (breve) lapso de tiempo como el partido con mayor intención de voto en las encuestas.
El rápido y frenético acenso del partido se explica por diversas circunstancias por las que atravesaba el pueblo español al inicio de la segunda década del siglo XXI. Antes de conformarse Podemos, las movilizaciones sociales y políticas en España tomaban violentamente las calles con una serie de demandas generales y transversales que interpelaban a la mayoría de la población española. Tras la crisis de 2008 y sus últimos coletazos que se sentían agudamente en la vida cotidiana, los habitantes de la península decidieron mostrar su inconformidad tomando las calles sucesivamente en diversas movilizaciones.
Según Íñigo Errejón, uno de los fundadores de Podemos (y uno de sus sepultureros), las movilizaciones de 2011 tenían un carácter regeneracionista y no necesariamente revolucionario. Se podría deducir, si se prestaba atención a las demandas de los indignados, que sus reivindicaciones se amalgamaban entre elementos anticapitalistas, tecnocráticos y meritocráticos. Así, la serie de movilizaciones que tuvieron lugar en España dieron lugar a un movimiento que buscaba una democratización radical del país, invocando prerrogativas como la desprivatización de los servicios de salud, la educación y la vivienda, en contra de la política neoliberal que giraba en torno a la maximización de ganancias en estas ramas.
De ese ciclo pendular nacional-popular sellado por un sentir progresista y democrático, tres años después, en el Teatro del Barrio situado en el centro de Madrid, se conformó un partido político de oposición fuera del parlamento dominado por dos partidos tradicionales, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español. Sus integrantes decidieron nombrar a su partido Podemos y soñaban con asaltar los cielos: desafiar la casta política tradicional contemplando el sentir democrático de los de abajo y subvertir radicalmente el régimen político heredado de 1978, época conocida como la transición después de la muerte de Franco y la aprobación de la constitución española.
Aunque el movimiento popular del 15M no formó Podemos; el partido político sí se formó de militantes comprometidos del 15M. Como ha mencionado el sociólogo César Rendueles, uno de los grandes méritos del partido fue superar la inmovilidad en la que se encontraba el movimiento, atrapado entre la imposibilidad de articular el malestar difuso de la ciudadanía española y la incapacidad para crear plataformas políticas duraderas y proponer una solución política.
Desde las movilizaciones de los indignados del 15 de mayo de 2011 hasta el surgimiento de Podemos, se abrió un momento histórico que desafió el dominio del neoliberalismo en España. En esa coyuntura se vislumbró un horizonte histórico alternativo al capitalismo realmente existente. Durante varios meses, tal como ocurrió en la Comuna de París, la gente estuvo resuelta a “tomar los destinos de su vida en sus propias manos.” Los indignados, como forma de protesta, acamparon primero en la Puerta del Sol, un espacio público muy significativo en Madrid, y posteriormente en otras ciudades de España donde se organizaban asambleas y se discutían propuestas para cambiar el sistema político y económico y dar salida a la crisis que se prolongaba desde 2008.
La coyuntura era favorable a la insurrección civil y las sensaciones de un cambio revolucionario estaban latentes en la sociedad española. El momento histórico que abrió el 15M tenía muchas posibilidades de intervenir en las contradicciones de la crisis política y convertirlas, como diría Jaime Osorio, en un proceso de acumulación de fuerzas, porque la coyuntura es el momento en que toda la potencia de la fuerza humana transformadora consciente alcanza su mayor expresión detonando las movilizaciones y la organización de los dominados y oprimidos.
Una comparación
Como señaló Carlos Marx en alguno de sus artículos sobre las consecuencias políticas de la invasión napoleónica en la península ibérica; “las insurrecciones en España son tan viejas como el gobierno”, pero que, a despecho de las algaradas, sólo la movilización de mayo de 1808 contra los invasores franceses podía ostentar el título de revolución. Quizá, junto con la Segunda República de 1934, la irrupción de Podemos tras las manifestaciones del 15M, constituya los otros dos procesos coyunturales revolucionarios más significativos en la historia de la península.
Se ha dicho hasta la saciedad y gratuitamente, rebajando la calidad de la metáfora, que la historia se repite, actuando primero como tragedia para convertirse en una farsa, interpretación recurrente para evidenciar los paralelismos de ciertos momentos históricos. Aunque la historia no se repite, al menos rima, como anunciaba el corsi e ricorsi de Giambattista Vico. Lo cierto es que pocas coyunturas en España han logrado una mayoría tan contundente inconforme con el sistema de gobierno y una correlación de fuerzas tan favorable para la revolución. Quizá por eso nos aventuramos a lanzar una comparación entre los procesos de ruptura más nítidos en la península ibérica: la invasión napoleónica y las manifestaciones contra las políticas neoliberales durante la segunda década del siglo XXI.
La primera similitud que encontramos es la existencia de un amplio movimiento popular no necesariamente revolucionario por sí mismo, frente a la conformación de una “vanguardia revolucionaria” minoritaria que se enfrentó al reto de convertir el movimiento en políticas sociales que resolvieran sus principales demandas. Tanto en 1808 como en 2011 el creciente descontento popular se convirtió en un movimiento nacional sumamente complejo que no necesariamente se tornaría revolucionario y en ambos casos el papel de la intervención consciente de una minoría fue decisivo para imprimir un carácter revolucionario al proceso.
En 1808, el movimiento nacional inició marcado por un tinte fuertemente conservador. De hecho, como menciona Marx: “el movimiento en su conjunto parecía dirigido contra la revolución más que a favor de ella. Era al mismo tiempo nacional, por proclamar la independencia de España con respecto a Francia; dinástico, por oponer a Fernando VII a José Bonaparte, reaccionario, por oponer viejas instituciones y costumbres y leyes a las instituciones racionales de Napoleón; por oponer la religión al ateísmo francés.” La minoría revolucionaria que se alzó en nombre de la representación del partido de los pobres usó a su favor la táctica de aprovechar esos viejos prejuicios nacionales para incentivar la vieja fe popular y galvanizar las voluntades en contra de los invasores extranjeros, aunque a la larga, esa estrategia resultó contraproducente.
De la misma manera, en 2014, la minoría activa del movimiento de los indignados, utilizó un discurso populista propio de la excitación de los manifestantes que se movían a pie de calle y que situabaa a “la casta” como el enemigo del pueblo. Era una manifestación de los de abajo contra los de arriba, alejada de los elementos más significativos de las vanguardias de izquierda. Los dirigentes que fundaron Podemos también utilizaron elementos no necesariamente revolucionarios de la coyuntura revolucionaria como recursos retóricos para convencer y conformar una mayoría electoral y un consenso que permitiera la refundación de muchos elementos del contrato social.
Otro elemento que admite una comparación de 1808 y la segunda mitad del siglo XXI es que ambos movimientos buscaron crear un poder constituyente para modificar la carta magna que regía a la sociedad. La diferencia radical es que en 1808 sí se logró, paradójicamente en una coyuntura con menos apoyo social a las reformas radicales. En 1812 después de la formación de una Junta General y un Congreso Constituyente, se creó la Constitución de Cádiz anatemizada, por demás, como la más incendiara invención del jacobinismo en ese momento.
Finalmente, ambas coyunturas revolucionarias se caracterizaron por la derrota de la minoría revolucionaria, debido a diversas circunstancias como la incapacidad de comprender el contexto político y establecer nuevas leyes capaces de mejorar las condiciones de vida de los españoles. El mayor error de los liberales en 1808 fue no entender que la mayoría del pueblo era indiferente y hostil a las nuevas leyes porque no resolvían en lo cotidiano las penurias de la población. Esto llevó el rechazo a la Constitución de Cádiz. Del mismo modo, Podemos fue incapaz de explicar y de proponer una legislación capaz de ser defendida con firmeza por los estratos mayoritarios de la península. Asimismo, ambas “vanguardias” desaprovecharon el momento para implantar medidas revolucionarias y el ciclo radical democrático se cerró sin alcanzar efectivamente a desplegar su potencial de cambio más importante.
¿El final de Podemos?
En las recientes elecciones autonómicas para elegir representantes del gobierno español, hemos presenciado en prime time la previsible debacle de Podemos, la formación política que ha marcado el debate político y moldeado la ideología de los españoles, proponiendo una novedosa hegemonía cultural. Parece evidente que hemos sido testigos del fin de dicha formación política y que Podemos jamás volverá a ser lo que fue ni a contar con el respaldo popular mayoritario.
Además, juega en contra que el ciclo revolucionario abierto en 2011 lleva ya algún tiempo cerrado y que ahora en la sociedad española se difunde con mucho mayor éxito el discurso conservador y reaccionario que se posiciona a favor de las desigualdades y la defensa de los intereses de los ricos y contra de los derechos de las minorías, las mujeres y de la justicia social.
No obstante, si consideramos el papel que jugó Podemos como un instrumento de la clase trabajadora en la lucha de clases durante una coyuntura revolucionaria, es innegable que ha dejado un país muy distinto al cual encontró en sus inicios. Dentro de las victorias (pírricas) de Podemos está, por ejemplo, el haber construido un sentido común y una hegemonía cultural muy distinta a la anterior a 2014. Logró, además poner en el centro del debate público temas tan importantes como la distribución de la riqueza, los impuestos a las grandes fortunas, la reducción de las jornadas laborales, el aumento al salario mínimo, la lucha contra el cambio climático, el feminismo y los derechos de las minorías.
Sin embargo, los errores y las desviaciones de la dirigencia del partido, la nula conexión con los trabajadores y la clase obrera y la dura burocratización que sufrió Podemos nos sitúan en la tesitura de pasar página y cerrar ese capítulo que tiró por la borda la posibilidad revolucionaria que ellos mismos imaginaron. Ese es el reclamo de la clase trabajadora española, el lamento por la oportunidad perdida.
Aquiles Celis es maestro en Historia por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.