Cine, pintura y teatro

Por Miguel Alejandro Pérez | Junio 2023

Según André Malraux, el cine constituye “el aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó en el Renacimiento y encontró su expresión límite en la pintura barroca”. En este sentido, la invención de la perspectiva habría significado sólo el primer paso hacia la satisfacción de cierto deseo psicológico “de remplazar el mundo exterior por su doble”.

La exploración de las leyes de la visión culminaría parcialmente con el descubrimiento de “las leyes matemáticas por las cuales los objetos disminuyen de tamaño a medida que se alejan de nosotros” y el desarrollo de un método “por medio del cual la naturaleza podía ser representada en un cuadro casi con científica exactitud” creando “la ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos puedan situarse como en nuestra percepción directa”.

Esta circunstancia, más que contribuir al desarrollo de la pintura, habría constituido su pecado original. En efecto. La “necesidad de ilusión” originada desde entonces —siglo XV— alcanzó precisamente su expresión límite en la pintura barroca, pues, si bien el recurso técnico de la perspectiva pictórica resolvió “el problema de las formas” no logró lo mismo con el movimiento, motivo por el cual, esa “obsesión del realismo” se lanzó entonces a la “búsqueda de la expresión dramática instantánea”, “capaz de sugerir la vida en la inmovilidad torturada del barroco”.

Sin embargo, el sistema científico y mecánico de la perspectiva afectó al mismo tiempo “el equilibrio de las artes plásticas” basado en la utilización de “fórmulas equilibradas entre el simbolismo y el realismo de las formas”, introduciendo la tendencia a la imitación más o menos completa del mundo exterior, la cual se identifica con la necesidad o deseo de semejanza, aspiración de raigambre más psicológica que estética, asociada con cierta mentalidad y funciones mágicas y expresada en una obsesión por la semejanza, un “complejo del parecido” que se satisface con el pseudeorrealismo de la ilusión de las formas, de la creación de una ilusión.

La evolución del arte corrió parejas sin embargo a la evolución de la “civilización”, separando a “las artes plásticas de sus funciones mágicas”, librando la fabricación de la imagen de “todo utilitarismo antropocéntrico” y permitiendo “la creación de un universo ideal en el que la imagen de lo real alcanza un destino temporal autónomo”.

Al igual que la perspectiva y el barroco, la fotografía y el cine se dirigirían hacia la representación del mundo exterior, pero con resultados mucho más convincentes. Por un lado, la fotografía alcanza una objetividad y por tanto una “potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica”, ofreciendo el objeto mismo, efectivamente “hecho presente en el tiempo y en el espacio”, en pocas palabras, “vidas detenidas en una duración”. Por otra parte, en lugar de “la inmovilidad torturada del barroco”, el cine tiene la capacidad de momificar el cambio, el movimiento. Así es como la fabricación de la imagen se libera de todo utilitarismo antropocéntrico, separándose de sus funciones mágicas, alcanzando un destino temporal autónomo y trastocando “radicalmente la psicología de la imagen”, capaz ya de revelarnos lo real sin la mediación aparente del hombre, toda vez que “entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto”, lográndose como resultado final —dando por hecho la redención de la pintura realista— la identidad absoluta entre la imagen mecánica y el modelo. De ahí que “la originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad” y “las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real”.

Puede ser verdad que, como se ha afirmado en relación con la fotografía, “por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto” y que “todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo en la fotografía gozamos de su ausencia”, pero hay demasiadas razones para poner esto en duda. En primer lugar, resulta importante advertir que “incluso en la reproducción fotográfica más simple de un objeto perfectamente simple es necesaria una sensibilidad hacia su naturaleza que va más allá de toda operación mecánica”. Por esta razón el siguiente argumento no es válido: “El cine no puede ser arte porque se limita a reproducir mecánicamente la realidad”.  Detrás de la elección de la forma característica de un objeto se esconde en efecto una cuestión de sensación, de sensibilidad.

Además, la pantalla no refleja exactamente la realidad debido a una serie de principios “inevitables”, entre los cuales destacan la reducción de la tridimensionalidad, la falta de color y la delimitación de la pantalla, y a otros principios de orden más bien técnico, como el alcance de la imagen y la discontinuidad del espacio y del tiempo. Unos y otros participan de la naturaleza dual del cine como presentación del espacio sobre una superficie plana —aligerada por cierta ilusión de profundidad— y como paso real del tiempo, por lo que el cine presenta a un tiempo las características de una imagen mecánica y la ilusión parcial que proporciona el teatro —con la diferencia de que éste último retrata la simulación de la vida, pero no la vida real—. En consecuencia, el cine da “la impresión de vida real” y al mismo tiempo, “debido a la ausencia de colores y de profundidad tridimensional, al estar categóricamente limitado por los márgenes de la pantalla, el cine queda muy satisfactoriamente despojado de su realismo”.

En conclusión, en la representación  y reproducción mecánica de la realidad es indispensable la presencia de la sensibilidad humana y el conocimiento técnico de las posibilidades de la cámara y del cinematógrafo para no caer en las prácticas primitivas de las que hablaba el crítico Béla Balázs, tales como la llamada adaptación industrial del teatro, en donde “la escena se contemplaba desde una cierta distancia y en su totalidad sin primeros planos, como se veía en el teatro”, prescindiendo de los logros o avances alcanzados hasta entonces y haciendo caso omiso de que los principios del arte cinematográfico no son los mismos que los del arte dramático. Tal y como los esboza el propio Balázs, los nuevos principios son:

1. “Distancia variable entre el espectador y la escena dentro de la misma. De ello resulta un tamaño variable de la escena, que encuentra su lugar en un marco y en la composición de la imagen.”

2. “División de la escena en planos separados.”

3. “El montaje es la unión de las tomas separadas para formar una serie ordenada, en la que no sólo se suceden escenas completas, sino incluso el encuadre de pequeños detalles dentro de una escena. Así nace la escena como una unidad, como piezas de un mosaico colocadas en orden cronológico.”

O, como dijo alguna vez Rudolf Arnheim, “en el teatro un espectador está siempre a la misma distancia del escenario. En el cine, el espectador parece estar saltando de un sitio a otro; ve desde lejos, desde cerca, desde arriba, por una ventana, por la derecha, por la izquierda”. ¿Cuál es la diferencia? Por una parte, “la potencia de credibilidad” de la imagen cinematográfica de la que hablaron críticos tan importantes como André Bazin, esa “transfusión de realidad de la cosa a su reproducción” que obliga a “creer en la existencia del objeto representado”, reforzada con el hecho de que estamos frente a un retrato de la vida real. Por otro lado, los objetos falseados en perspectiva, “la reducción de colores al blanco y negro”, la delimitación de la pantalla, el montaje, los acercamientos, los primeros planos, los “milagros” descubiertos por George Méliés. En suma, el conjunto de rasgos que hacen posible “el ver los átomos de la vida de cerca” —o como dice Balázs “lo más oculto salía a la luz del día: el destello de la lágrima, que en el escenario jamás podía adquirir su conmovedor significado” —, o más bien, la circunstancia de que podamos “percibir como reales y a la vez imaginarios los objetos y acontecimientos, como objetos reales y como meras estructuras de luz sobre la pantalla de proyección; y es esto lo que hace posible el arte cinematográfico”.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

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