Por Jesús Lara | Mayo 2023
¿Vale la pena seguir estudiando y debatiendo la naturaleza de la llamada globalización neoliberal a más de cuatro décadas de su afianzamiento en el mundo? A la luz de los eventos más recientes, cuando todos los días se habla de “desglobalización”, y se avizora un nuevo protagonismo del estado en la economía, parecería que no. Y, de hecho, esto sería correcto si definimos a la globalización neoliberal como “capitalismo de libre mercado y desregulado”. Desde esta concepción, los límites que el estado pone al capital y su libre funcionamiento son lo determinante.
Sin embargo, un análisis más profundo revela que, aunque importante, el papel y la actitud del estado ante el capital son secundarios, y que lo primordial en cada transformación del capitalismo son los cambios que se operan en el proceso material de producción y su relación con las tendencias objetivas del sistema capitalista, así como su expresión en el terreno de la lucha de clases. En otras palabras, lo que se argumenta en este trabajo es que el neoliberalismo globalizado se sostiene sobre una forma específica de organizar la producción, que responde a las posibilidades tecnológicas y a las necesidades impuestas por la competencia capitalista a escala global.
Esto permitiría explicar por qué no basta la llegada de gobiernos progresistas para eliminar al neoliberalismo, o que, como vemos en la actualidad, el gobierno de Estados Unidos, el más poderoso del mundo, a pesar de su nueva retórica nacionalista, industrialista y anti-china, sea absolutamente incapaz de relocalizar todas las cadenas de producción o al menos una parte considerable de ellas en su país: en el fondo saben que de intentarlo de verdad sus nuevos esfuerzos imperialistas estarían condenados a un fracaso rotundo. Así, pues, como la base material del neoliberalismo no se ha transformado totalmente, es necesario seguir estudiando la naturaleza del mismo y sus constantes transformaciones.
¿Ahora bien, cuál es esa base material y cómo surgió? El contexto es la crisis capitalista de los años setenta del siglo pasado: el modelo fordista, que se basaba en la producción en serie de mercancías estandarizadas para el mercado interno y con una fuerza de trabajo estable y sindicalizada, comenzó a mostrar sus límites: por un lado, la clase obrera, bien organizada en torno a demandas económicas en un contexto de bajo desempleo, provocó un descenso en la tasa de ganancia en los países capitalistas centrales. Por otro lado, la emergencia de Japón, Alemania y otros países de Europa occidental como potencias exportadoras industriales implicó un aumento importante de la competencia entre los países centrales, que hizo cada vez más difícil a los capitales individuales ceder antes las demandas de los trabajadores.
Así, ante crecientes costos laborales e intensificación de la competencia internacional, los grandes capitales de los países centrales comenzaron a buscar formas de aprovechar las inmensas reservas de fuerza de trabajo barata y disciplinada disponible en los países de la periferia capitalista. Pero esto no fue todo: tal relocalización de la producción y su organización en complejas redes globales hubiera sido imposible sin los cambios tecnológicos que en esos años alteraron radicalmente el proceso capitalista de producción: nos referimos a los avances provocados por la revolución microelectrónica, que aceleró los procesos de computarización y robotización en la producción industrial, así como el desarrollo de las tecnologías de la información y la reducción en los costos de transporte, que facilitaron la coordinación de actividades productivas localizadas a miles de kilómetros de distancia unas de otras (Starosta, 2016).
A grandes rasgos, estos cambios tecnológicos aumentaron enormemente la diversidad de tipos de trabajo concreto necesarios para la producción de cada mercancía. Por un lado, el trabajo más calificado, encargado de codificar en la máquina herramienta el conocimiento y las acciones que previamente poseía y realizaba el trabajador manual, se elevó enormemente en importancia. Del mismo modo, el trabajo propiamente intelectual, dedicado a la investigación y desarrollo (I+D), era indispensable para realizar las potencias de la automatización contenidas en la revolución microelectrónica. Por otro lado, estos cambios implicaron la reducción importante del trabajo propiamente manual; pero esto no fue ni ha sido uniforme: muchas etapas de los procesos de producción se resistieron y resisten, en menor o mayor medida, a la mecanización: el trabajo manual sigue siendo necesario completar los valores de uso, pero es un trabajo cada vez más simple y repetitivo. La consecuencia de esto fue que la clase obrera del período “fordista”, más o menos homogénea, en la que las diferencias entre trabajadores “calificados y no calificados” no eran suficientes para estratificar sustancialmente a la clase, dejaba lugar a una clase obrera enormemente segmentada en virtud de las crecientes diferencias cualitativas en los procesos industriales de producción.
Esto llevó al capital global, en palabras de Guido Starosta (2016:87), “a dispersar las diferentes partes del proceso de trabajo de acuerdo con las combinaciones de costos relativos más rentables y los atributos productivos de los fragmentos nacionales de la clase obrera global, dando origen a la [Nueva División Internacional del Trabajo] NDIT”. En otras palabras, no solo el diferencial de salarios entre los países industriales y el resto del mundo fue fundamental, sino las diferentes cualidades de las clases trabajadoras nacionales: desde su preparación educativa-científica y experiencia industrial, hasta su disciplina con respecto al capital: todo esto resultado del proceso histórico de formación y desarrollo de las distintas clases obreras nacionales, colectivamente explotadas por el capital global. Este, pues, fue el origen de la última gran etapa de globalización capitalista.
¿Y bien, qué tiene que ver todo esto con el neoliberalismo? La clave es que, aunque el cambio tecnológico hacía necesaria la dispersión de la producción a diversas partes del mundo, para realizarse era necesario primero barrer con todas las resistencias nacionales a esta dispersión. Tales obstáculos eran las restricciones a la libre movilidad de mercancías y capitales, así como la oposición de las clases trabajadoras nacionales. Los programas de liberalización comercial y financiera, así como la austeridad, piedras angulares del Consenso de Washington, fueron los mecanismos por medio de los cuáles se eliminaron definitivamente esas limitaciones. Por lo tanto, globalización y neoliberalismo no son dos cosas distintas, sino dos procesos históricos que resultaron de las transformaciones materiales del proceso de producción encaminadas a aumentar la producción de plusvalor por parte del capital total global.
Y, por el momento, esta base material aún no ha cambiado: esto se puede observar claramente, como se mencionó al inicio de este artículo, en la esterilidad de las medidas norteamericanas para recuperar la producción industrial-manual que abandonó su país y se desarrolló fuera de él en las últimas cuatro décadas. Los grandes capitales globales no se pueden dar el lujo de renunciar a las combinaciones de fuerza de trabajo nacionales que les permitan minimizar sus costos, so pena de reducir su capacidad de valorización y, eventualmente, sucumbir en la competencia contra otros capitales.
Este enfoque también sirve para aproximarse sobre una base más rigurosa a coyunturas tan importantes como el llamado nearshoring: ¿por qué México, en lugar de experimentar una desarrollo industrial acelerado (como Vietnam), reproduce su patrón de economía maquiladora que se dedica ahora a ensamblar productos semiterminados provenientes de China? De forma más general, este enfoque, que se centra en el estudio del proceso de trabajo y las características de la clase obrera, permite aproximarse sobre bases sólidas al estudio de la estratificación de las unidades productivas en el capitalismo neoliberal, que se captura en el concepto de Cadena Global de Valor (CGV) o de Suministro (GCS): ¿qué determina los patrones de especialización de determinado país o región y, por lo tanto, la dirección de su desarrollo capitalista?
En conclusión, desde una perspectiva marxista podemos sostener que ni la globalización ni el neoliberalismo pueden darse por muertos a pesar del giro estatista y nacionalista en los países imperialistas. Más aún: se vuelve indispensable aproximarse al capitalismo contemporáneo estudiando la evolución de los procesos globales de producción de la forma más concreta posible. Solo así será posible captar tanto las posibilidades de desarrollo a escala nacional como el papel que desempeña cada fragmento nacional de la clase obrera mundial y, por lo tanto, las principales limitaciones o potencialidades para su organización, educación y lucha. La globalización de la producción llegó para quedarse, pero su gestión no puede quedarse a cargo de los centros del imperialismo global: la formación de un mundo multipolar con China a la cabeza puede representar la señal de una transformación progresista en este sentido.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Referencias
Starosta, G. (2016). Revisiting the new international division of labour thesis. The new international division of labour: Global transformation and uneven development, 79-103.