Marzo 2023
Difícil es negar que la humanidad ha progresado, pero asumir el progreso como el hilo conductor de la narrativa histórica nos puede conducir a sobrevalorar los tiempos actuales. El libro “Slouching Towards Utopia” (que en español podría traducirse como “Acercándonos lento a la utopía”) de J. Bradford DeLong nos pone más cerca de la utopía de lo que en realidad estamos. Su tesis principal es que los ciento cuarenta años que conforman el periodo que va de 1870 a 2010 forman una unidad histórica, el “gran siglo XX”. Lo que lo hace característico es que su historia es esencialmente una historia económica, es el recuento de los progresos económicos que llevaron a la humanidad, por primera vez, a ponerle fin a la aguda pobreza material que había sufrido desde su origen. Para el autor, fue el surgimiento de tres instituciones las encargadas de tal hazaña: la globalización, los laboratorios de investigación industrial y las modernas corporaciones. Esta combinación engendró la mayor fuerza creadora de riqueza y brindó a la humanidad entera un mínimo de seguridad económica.
La idea de que la enorme capacidad del capitalismo para producir riqueza no guarda la misma proporción con el bienestar humano, es una idea que se impone a la luz de la enorme y creciente desigualdad y pobreza que hay en el mundo. DeLong no es ajeno a esta verdad. Pero a pesar de todo, DeLong insiste en que lo distintivo del siglo XX es que mejoró cada vez más los estándares de vida de la población, comparados con aquellos de nuestro pasado más inmediato, los del feudalismo. Citando a Keynes, el autor nos recuerda que para 1914, a las clases medias y altas de todo el mundo “la vida ofrecía, a bajo costo y sin mayor problema, facilidades, comodidades y servicios que superaban a los que tenían alcance los monarcas más ricos y poderosos de todo el orbe” (p.50); y que para 2010 una “familia típica ya no enfrentaba como problema más urgente la tarea de adquirir suficiente comida, cobijo y ropa para el próximo año o la próxima semana” (p.17).
Quizá la familia típica a la que se refiere DeLong está más cerca de la familia promedio de las clases medias estadounidenses o de los países de alto ingreso. Si tan solo esta familia típica fuera representativa a nivel global; si tan solo fuera cierto que esta familia típica de nuestros días pudiera jactarse de vivir mejor que los más poderosos monarcas de cualquier lugar, entonces, me atrevería a decir que estamos ya en la utopía misma. DeLong basa su optimismo en las cifras oficiales del Banco Mundial sobre la pobreza extrema: para 2010, menos del 9% de la población mundial vive con menos de 2 dólares al día. Así, pues, dos dólares son la vara que DeLong le pone al progreso económico alcanzado. Pero si miramos los estándares de medición de pobreza nacionales, o regionales, el panorama es generalmente más desolador. Por ejemplo, para el caso de México, en 2010, el porcentaje de la población en pobreza extrema es de 4.5% de acuerdo con los cálculos del Banco Mundial, y de 11.3% según el INEGI. Aun ateniéndonos a medidas internacionales, cuando pasamos de la pobreza extrema (menos de 9% para 2010) a otros tipos de pobreza, encontramos, por ejemplo, que el 32% de la población mundial es identificada como multidimensionalmente pobre[1] (OPHI, 2010).
No es mi intención, sin embargo, negar todos los avances que ha logrado la humanidad. Es verdad, el progreso tecnológico alcanzado es visible y sorprendente. Este libro es prolijo en el registro de los progresos tecnológicos más destacados del largo siglo XX, así como de anécdotas que bien reflejan su ímpetu creador, ímpetu que quedó personificado en inventores como Nikola Tesla. Desde la fabricación del acero para la industria, hasta los microprocesadores, pasando por la universalización de los servicios de electricidad, gas, teléfono, agua potable, la creación masiva de entretenimiento, la televisión, electrodomésticos, automóviles, aviones, cohetes espaciales, etc., todo esto ha cambiado definitivamente nuestras vidas para bien. Todo este progreso tecnológico evidentemente nos separa años luz de las épocas anteriores. Sin embargo, no es verdad que todo sea resultado del “progreso tecnológico” a secas. En la capacidad productiva también debe considerarse, sobre todo, la intensificación del trabajo y el abuso de los recursos naturales del mundo. Nada se dice al respecto.
DeLong, en su esfuerzo por resaltar las proezas productivas del largo siglo XX, también nos ofrece una medición de esa capacidad productiva de riqueza. Según sus estimaciones, entre 1870 y 1914, las mejoras tecnológicas y productivas crecieron a una tasa de 2 por ciento al año, un ritmo más de 4 veces mayor al que experimentó la humanidad durante todo el siglo anterior, de 1770 a 1870. La mayor conquista de esta gigantesca capacidad productiva alcanzada es que nos dio la oportunidad de crear lo suficiente para dar un poco más de un mínimo de seguridad económica a toda la población mundial, tal y como lo comprueban todos los promedios de riqueza e ingreso. Pero esos son tan solo promedios aritméticos. Por eso, aunque con ciertos matices, concuerdo con la idea de DeLong de que una parte del problema humano ya está resuelto: hay abundante riqueza material. Pero el verdadero progreso no consiste en la productividad y la abundancia en sí mismas, sino en la posibilidad real de acceder a ella. Como bien dice DeLong, la prosperidad material se distribuye desigualmente por todo el planeta hasta un punto grotesco, incluso criminal.
Para DeLong, una de las razones por las que la humanidad no alcanza la utopía es que se halla mediada casi totalmente por la economía de mercado. Productividad y abundancia son el resultado de una sorprendente coordinación y cooperación de billones de personas participando en la producción de la riqueza, mediada por la economía de mercado. Pero, aunque la producción de riqueza es cada vez más social, el mercado no recompensa según la contribución que cada uno tuvo en la generación de la riqueza social, sino según los títulos de propiedad que tengas sobre ese trabajo social. DeLong no lo dice, pero en la sociedad capitalista pasamos del “esto en mío porque yo lo hice” al “esto es mío porque tengo el título de propiedad”.
En su gran narrativa, DeLong nos envuelve en un diálogo en torno a las virtudes y los límites de esta economía de mercado. A través de la conversación que el autor establece entre Friedrich von Hayek y Karl Polanyi, el autor busca representar a la humanidad buscando la utopía. Así, DeLong entiende el gran siglo XX como una disputa política entre quienes, por un lado, se adhieren al lema “el mercado da, y el mercado quita”, y por el otro, quienes sostienen que “el mercado está hecho para el hombre, no el hombre para el mercado”. Por tanto, la historia que DeLong nos ofrece de su siglo XX es una historia centrada en los cambios políticos que definieron los patrones de crecimiento del capitalismo. En particular, es una narrativa centrada en el papel de las élites gobernantes de los países ricos del hemisferio norte, lideradas por los de Estados Unidos. Más adelante comentaremos más sobre este punto.
Nos ocuparemos primero de los tres factores que causaron la explosión de la productividad: la globalización, los laboratorios de investigación industrial y las modernas corporaciones. De acuerdo con DeLong, estos tres factores brindaron a la productividad el medio propicio, la forma necesaria y el actor decisivo para desarrollarse. El medio es la globalización, la formación del mercado global. Los laboratorios industriales, la forma que tomó la creación sistemática de la innovación tecnológica. Las corporaciones modernas, los sujetos que financiaron esos laboratorios de investigación industrial, y que además adoptaron las tareas de control y mando, en fin, los que organizan la forma de organizar la producción. En efecto, desde el punto de vista tecno-económico, el rol que juegan estos tres factores son los que menciona el autor. Sin embargo, la globalización y la organización de la producción mediante la configuración de las cadenas globales de valor bajo el mando de las matrices corporativas nos muestran una narrativa totalmente distinta para el Sur Global.
Se dice que la globalización, mediante la sana competencia, promueve el desarrollo de la tecnología, e incrementa y hace más eficiente la producción. En este sentido, es benéfica para todos. Por eso, los países deben echar abajo cualquier obstáculo a la libre circulación de mercancías y capitales en pro de la eficiencia productiva. Después de décadas de apertura económica e integración a las cadenas globales de valor, los países del Sur Global no han logrado la abundancia económica de los países más industrializados del Norte. Ante este hecho, DeLong solo alcanza a responder: algunos se han acercado. Para el autor, el problema principal reside en la naturaleza inestable y desequilibrada de los gobiernos del Sur Global. Por tanto, DeLong se adhiere a la receta de promover los mercados e incentivar la acumulación de capital, por un lado, y establecer la democracia liberal, por el otro.
Desde la perspectiva del colonialismo, la gran narrativa del siglo XX bien podría ser la narrativa de la formación y consolidación de una ventaja histórica del Norte Industrializado sobre el Sur Global. Una ventaja histórica que tiene su origen en el enriquecimiento de los hoy países ricos a partir de guerras de conquista, saqueos, políticas comerciales abusivas impuestas muchas veces por la fuerza (por ejemplo, los monopolios y los impuestos), la esclavitud y otras formas de explotación laboral, etc. Mucho se habla de las ventajas competitivas y comerciales del Norte Industrializado, pero estas ventajas no se asocian con su pasado colonialista. El Norte promovió la globalización poseyendo las cantidades de dinero más grandes del planeta, siendo los productores casi exclusivos de tecnología y teniendo los medios de comunicación y transporte más desarrollados.
Aquí entra el tema del imperialismo. DeLong habla de dos tipos de imperialismo: el formal y el informal. De acuerdo con esta distinción, las prácticas abusivas colonialistas son propias de los imperios formales. Pero para él, el largo siglo veinte es el siglo en el que se transita del imperialismo formal al imperialismo informal, siendo los Estados Unidos la máxima expresión de este último. Cuatro componentes principales definen a un imperio informal: libre mercado, monopolio industrial, libre migración y libertad de inversión. En 1945, nos dice el autor, Estados Unidos desplazó a Gran Bretaña como la primera potencia industrial, comercial e imperial del mundo… una vez que Estados Unidos se consolidó como la primera potencia mundial, construyó un imperio americano que, a diferencia de sus predecesores, era casi totalmente informal (p.115). Esta narrativa, usando convenientemente los alcances de la “historia económica”, pasa por alto que esta nación ha invadido militarmente al resto del mundo para defender sus intereses, y los de nadie más. Este imperio informal inició una guerra genocida en Vietnam, arrasó Korea, empleó armas nucleares sobre civiles en Hiroshima y Nagasaki, se alió con el Apartheid, financió mercenarios en Nicaragua, respaldó dictaduras militares en Sudamérica, se colude con fascistas, en suma, es un imperio forjado y sostenido por la guerra… todo esto queda a la sombra de la supremacía puramente “económica”, “tecnológica”, “organizativa”, y “comercial” de los Estados Unidos sobre el resto del mundo.
Aunque DeLong reconoce las consecuencias negativas de los imperios informales sobre el mundo subdesarrollado, como la desindustrialización y la consiguiente especialización en los productos agrícolas o primarios, al final admite, pero no condena. Por un lado, dice que los imperios, formales e informales, ambos, retrasaron más de lo que permitieron avanzar al Sur Global. A renglón seguido añade: Sí, las cosas no van bien para el Sur Global, pero, aun así, “la actividad económica y los avances de una región (del Norte Global) del mundo casualmente determinan la actividad económica y los avances de las otras regiones (las del Sur Global) del mundo” (p.116). En efecto, la suerte del Sur Global está ligada a las necesidades de expansión y acumulación capitalista del Norte industrializado. Pero no menos cierto es que sin la transferencia constante de recursos de todo tipo (dinerarios, naturales, humanos, etc.) del sur al norte, este último no podría erigir su imperio. En lugar de interdependencia, DeLong solo ve una dependencia unilateral, la del Sur del Norte. Y en lugar de sometimiento DeLong ve casualidades de tipo puramente económico.
Es fácil ser optimista cuando se ignora el lado defectuoso de las cosas. Pero lo menos que puedo criticarle a DeLong es su optimismo, sino más bien su parcialidad. En su balance de los hechos, los reveses que el sistema capitalista ha tenido ya sean de tipo económico, político, o social, muchas veces o son obviados (¿dónde está el éxito productivo del capitalismo en el Sur Global?), o perdonados porque “pudo haber sido peor” (el Sur Global estaría peor si no acepta las reglas del Norte Global), o simplemente explicados como anomalías quizá evitables (tal es el caso de las guerras mundiales). Al final, nada puede negar todo el progreso que logró la civilización mundial desde 1870. Estamos en el mejor de los mundos posibles.
DeLong afirma que antes de 1870, la única forma de gozar de una comodidad material suficiente era quitándole a los demás. Después de 1870, ya no es el caso, pues la humanidad encontró la forma de crear más riqueza para todos. Claramente, esta gran narrativa se opone al análisis Marxista del capitalismo. Aunque DeLong cuenta a Marx entre los optimistas que quisieron, a su modo, alcanzar la utopía, y reconoce que Marx entendió mejor que muchos el significado de la Revolución Industrial y cómo ésta afectaría el futuro de la humanidad, a diferencia de Marx, no ve en las contradicciones del capitalismo un desenlace fatal. Es verdad, dice DeLong, que el sistema capitalista distribuye injustamente la riqueza, pero la explicación no está en que sea un sistema de explotación, sino en que el mercado solo recompensa los derechos de propiedad. ¿Pero cómo explicar entonces que unos tengan derechos de propiedad y otros no? DeLong responde: algo de suerte y capacidad de invención.
A la idea marxista de que el capitalismo guarda una contradicción insalvable, puesto que al tiempo que crea mucha riqueza también genera mucha pobreza, DeLong responde: socialdemocracia. Cuando Marx denuncia la naturaleza inestable del capitalismo y su proclividad a las crisis, DeLong responde: políticas económicas, en particular, Keynes. “No es verdad que las economías de mercado produzcan necesariamente una desigualdad y una miseria cada vez mayores en compañía de una riqueza creciente. A veces es así y a veces no. Todo depende del gobierno, quien tiene herramientas suficientemente poderosas para distribuir el ingreso y la riqueza” (p.239), afirma DeLong. En suma, a una sociedad postcapitalista, DeLong responde: una economía de mercado reformada, bien gestionada y más equilibrada.
Cierto es que en los años que llevamos de capitalismo y socialdemocracia ha habido periodos en los que la desigualdad en el ingreso y la riqueza, y la pobreza han disminuido. ¿Se puede afirmar, no obstante, que estos periodos son atribuibles a la buena gestión de los gobiernos liberales socialdemócratas del Norte Global? DeLong pasa por alto, o quizá no quiere reconocer, la contribución innegable que a este propósito han tenido los movimientos populares más radicales y sus gobiernos, con especial mención el Estado Soviético y el Partido Comunista Chino. Además, al referirse a China, DeLong no hace más que contradecirse. Para apoyar la idea de que la humanidad avanza, aunque a gatas, hacia la utopía, afirma que hoy la población que vive en la pobreza extrema es muy pequeña. Sin embargo, China es de los países que más ha contribuido a este resultado (Darvas, 2018). DeLong incluye, pues, la contribución de China en sus datos, pero rechaza el camino que China ha mostrado al mundo para avanzar más decididamente hacia la utopía de DeLong. Para él, el socialismo del Partido Comunista de China no es más que un “capitalismo de vigilancia estatal autoritario y corrupto con características chinas… de modo que el avance de China parece […] poco prometedor para dirigirnos a la utopía. Por el contrario, parece señalar un retorno…” (p.531).
Si DeLong no habla más de la desigualdad es porque para él lo importante a destacar es que “el gran crecimiento económico después de 1870 implicó que las clases trabajadoras de todo el mundo también se estaban haciendo cada vez más ricas comparadas con sus predecesoras” (p.240). En este sentido nos hemos acercado a la utopía: hay abundancia y la mayoría goza de lo mínimo indispensable. El camino por recorrer tiene solo que ver con asuntos pendientes que podemos englobar en el término “inclusión”. Todo dependerá de que la humanidad se haga de buenos gobernantes. En la Narrativa de DeLong, los protagonistas del verdadero progreso logrado en el largo siglo XX son las facciones demócratas de las grandes naciones occidentales, y en varias ocasiones, destacadas figuras políticas como John Maynard Keynes y Franklin Delano Roosevelt.
Decíamos entonces, que en la narrativa de DeLong, el camino hacia la utopía depende de la capacidad de los gobiernos de manejar correctamente la economía. En este sentido, Keynes y Roosevelt nos habrían allanado el verdadero camino hacia ella. Keynes impulsó la socialdemocracia desarrollista del Atlántico Norte tras la Segunda Guerra Mundial, y Roosevelt hizo posible un New Deal que convirtió a los Estados Unidos en una modesta socialdemocracia al estilo europeo. Esto es lo mejor que la humanidad ha tenido, nos dice el autor. Para el autor, “Keynes y Roosevelt son recordatorios de la importancia que tienen los individuos que actúan de determinadas maneras en momentos precisos, que no sólo piensan, sino que tienen la oportunidad de hacer que esos pensamientos se materialicen. Incluso en los grandes relatos” (p.523).
Los individuos importan, cierto. Keynes y Roosevelt son personajes de talla histórica, también es cierto. Sin embargo, DeLong termina asignando un peso desproporcionado al papel que jugaron estos dos personajes. Las transformaciones más progresistas de la historia no han sido concedidas, se ha luchado por ellas. Detrás del derecho de sindicalización “otorgado” por Roosevelt, hay toda una historia de luchas obreras exigiendo ese derecho. Detrás de la socialdemocracia misma hay toda una historia de movimientos populares exigiendo democracia, igualdad y libertad. Esta narrativa es, pues, un intento por borrar el papel de la lucha de clases; por esconder la mayor fuerza del progreso: el despertar consciente y la unidad de acción de las masas de desposeídos de la tierra. Es la narrativa de la llamada ala liberal progresista demócrata de la élite gobernante de los Estados Unidos, la cual, según el autor, puede guiarnos más rápido a la utopía. A menos de un año de la publicación de este libro, esta élite nos empuja peligrosamente hacia una nueva guerra mundial.
Tania Rojas es economista por El Colegio de México e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
[1] Los índices de pobreza multidimensional complementan las medidas tradicionales de pobreza monetaria, incluyendo las carencias en materia de salud, educación y servicios básicos.
Referencias
- Darvas, Zsolt. (2018, Abril 19). Global income inequality is declining -largely thanks to China and India. bruegel. https://www.bruegel.org/blog-post/global-income-inequality-declining-largely-thanks-china-and-india
- DeLong, J. B. (2022). Slouching towards utopia: an economic history of the twentieth century (Primera edición.). Basic Books.
- OPHI (2010). ‘Multidimensional Poverty Index 2010’, OPHI Briefing 02, Oxford Poverty and Human Development Initiative (OPHI), Universidad de Oxford.