Diciembre 2022
La lectura del imperialismo estadounidense de la Guerra Fría del siglo XX que hacía uno de sus halcones más conspicuos, el consejero Zbigniew Brzezinski (1928-2017), parece adquirir nuevo vigor en la geopolítica, es decir en las decisiones e implicaciones de carácter global, que actualmente ejecuta el gobierno Estados Unidos (EE. UU.). Las pugnas del presidente Joe Biden en Ucrania y en Taiwan, tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico, buscan una reconquista del continente euroasiático; es decir, el sometimiento de las naciones que componen Europa y Asia en favor la hegemonía del imperio americano. Sin embargo, los elementos de poder que le permitieron ser “única potencia global” después de la caída de la Unión Soviética y la política guerrerista está chocando con un bloque continental bastante potente, la alianza ruso-china.
Los “dominios clave” que hicieron posible la llegada de ese país al trono mundial, dice Brzezinski en su obra principal (El gran tablero mundial, 1997), eran cuatro: la superioridad mundial militar, económica, tecnológica y cultural que adquirió EE. UU. a lo largo del siglo XX. Esa preeminencia absoluta se produjo gracias a la conquista de Eurasia, el territorio más poblado y rico del mundo, base histórica de los imperios más poderosos de la humanidad. Después de las guerras mundiales (1914-1945), la situación aislada e imperial que conservaba desde el siglo XIX a través del dominio completo que los estadounidenses tenían sobre el continente americano, les permitía ser la primera potencia económica. El país representaba entonces el 50% del producto mundial bruto (Brzezinski, p.47), y sus marines surcaban todos los mares, siendo desde entonces dueños únicos de ese inmenso espacio vital. No dominaban, en cambio, el territorio euroasiático: sus vasallos en esa masa continental solo eran los países occidentales de Europa, algunos países del sudoeste asiático, así como las islas japonesas y Taiwán, por el lado oriental. La mayor parte de esa inmensa superficie estaba bajo el dominio de la poderosa alianza estratégica sino-soviética, que acordaron los gobiernos comunistas de Stalin y Mao (Ibid, pp. 31-32).
Frente a este obstáculo, indica el autor, los gobiernos consecutivos de Estados Unidos emprendieron una política general de desestabilización sobre Eurasia, tratando de sacudirle de encima a la potencia comunista bicéfala. Las medidas fueron drásticas. Por un lado, frentes de verdadera conquista territorial e ideológica en Indochina, Corea y, ulteriormente, en Golfo Pérsico y en Afganistán; por otro lado, con el objetivo de desestabilizar a los aliados comunistas de la Unión Soviética, abrieron brechas de conquista ideológica –mediada por la intimidación nuclear de la amenazante Organización del Tratado del Atlántico Norte– desde las fronteras imperiales de occidente. La pujanza económica de los estadounidenses y la propaganda apabullante que desarrollaron a través del cine, los periódicos, la televisión, las radiodifusoras, etc., hicieron posible que la tecnología, el modo de vida y el sistema bipartidista, “democrático”, de los americanos se impusieran en todo el planeta como los paradigmas de civilización y desarrollo mundial.
La conquista efectiva de Europa y Asia ocurrió de manera paulatina tras la muerte de Stalin (1953). La república China y la Unión Soviética enfriaron sus relaciones con el ascenso de Nikita Jrushchov. El vacío entre estos dos gigantes comunistas fortaleció las posiciones euroasiáticas estadounidenses y finalmente, el imperio mundial americano se entronizó cuando Mijaíl Gorbachov tiró la bandera de la hoz y el martillo en 1991. Por eso las perspectivas de la gestión imperial norteamericana parecían positivas en el año en que Brzezinski escribió su libro. En la década de los 90 del siglo XX la economía estadounidense representaba 30% del PMB, su modelo cultural era copiado por sus vasallos, su tecnología ocupaba los primeros lugares en ventas en todos los mercados y sus “legiones” tenían destinos en todo el mundo, preparadas para saltar contra los impulsos antiimperialistas. Cualquier intento de retorno a la multipolaridad parecía neutralizado. De hecho, el nuevo gobierno ruso de Boris Yeltsin y el gobierno chino establecieron negociaciones con esa “potencia global”, la primera de su especie en la historia (p. 49).
No obstante, la historia no terminó ahí. A unas décadas de los cantos triunfales que interpretaba Brzezinski, el mundo se halla trastocado. Por un lado, China está convirtiéndose aceleradamente en la primera potencia económica y tecnológica del mundo: de acuerdo con la información ofrecida en el sitio de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE; https://data.oecd.org/gdp/gross-domestic-product-gdp.htm), en 2021 el producto interno bruto (PIB) de ese país alcanzó los 24,313,685 millones de dólares (mdd). Esta cifra es superior al PIB de Estados Unidos (23,315,085 mdd), así como al de la Unión Europea (21,759,094 mdd). Además, por lo menos desde 2013 el vigor económico chino se proyecta de manera abierta sobre toda Eurasia; pero a diferencia del estadounidense que somete a los países a sus condiciones, China ofrece al mundo un verdadero proyecto alternativo, de cooperación económica y de beneficio mutuo entre los países de toda esa masa continental: se trata de la Nueva Ruta de la Seda o, por su nombre oficial, la Iniciativa de la Franja y la Ruta (“Belt and Road Initiative” BRI), cuyas características positivas para el progreso económico intracontinental común han sido detalladas por la propia OCDE, en su “China’s Belt and Road Initiative in the Global Trade, Investment and Finance Landscape” (documento publicado en 2018, disponible en línea). La atracción que genera una alternativa económica de ese género ha permitido afianzar progresivamente las relaciones económicas de los países de Asia y de Europa con China. El crecimiento chino está vigente. De ahí que en la primera mitad de 2022 las exportaciones de ese país se multiplicaran hacia los mercados de sus principales socios: EE. UU., la Unión Europea y los países del sudeste asiático (https://espanol.cgtn.com). Los pilares económico y tecnológico del imperio están en cuestión; a menos de medio siglo de su entronización, se desmoronan frente a la alternativa asiática.
Por regla general, el destino que pesa sobre aquellos pueblos que han osado resistirlo está marcado por la destrucción absoluta, el despliegue de las legiones imperiales: Yugoslavia, Afganistán, Irak, Siria, Libia, entre otros, pueden ilustrar el trato de la nación que se cree soberana del mundo. Pero también esto se acabó. Aquellos “socios” que se doblaron ante Estados Unidos cada vez inclinan menos la cabeza. Rusia, el país que Brzezinski consideraba “socio” arrodillado bajo el mandato de Yeltsin, se rebeló: su gobierno detuvo esa política de servilismo y ha exigido respeto desde la primera década del siglo XXI. Recordemos, en ese sentido, el intento fallido norteamericano de crear un escenario a lo ucraniano en Georgia, en 2008 bajo el Gobierno de George W. Bush. El presidente Vladimir Putin no está dispuesto a dejar mancillar su país: por eso ha desarrollado su tecnología militar desde hace mucho tiempo y conserva el vasto arsenal nuclear que heredó de los soviéticos, lo que convierte a Rusia en la segunda potencia militar del mundo. Las capacidades bélicas de este país fueron probadas muy recientemente, durante las prácticamente imparables operaciones rusas en Siria, únicas que destruyeron al ya fallecido Estado Islámico. La Operación Especial de 2022 también evidencia esas cualidades rusas: aunque todas las armas, la inteligencia y asistencia logística de la OTAN llegan a granel a Ucrania, Rusia sigue de pie: incluso domina ya todo el Donbass y mantiene a raya las capacidades ucranianas. Recientemente, Zelensky anunció que las pérdidas militares ucranianas ascendían hasta ahora a 13,000 bajas; sin embargo, la radiodifusora Franceinfo señaló que Washington estimaba que la cifra real era al menos 10 veces más grande, 130,000 muertos (noticia dada durante la programación matutina de Franceinfo el 2 de diciembre de 2022). China también ha desarrollado sus arsenales, de manera que es la tercera potencia militar del mundo, con un ejército y marina altamente tecnologizados, y con un importante arsenal nuclear. Tampoco está dispuesta a que se le amenace desde Taiwan, que Estados Unidos viole el principio de una sola China que respetaba hasta hace algún tiempo. Por eso el presidente Xi Jinping pidió a sus fuerzas armadas que estuvieran listas para la guerra cuando el gobierno de Biden visitó esa isla.
En ese sentido, el imperio americano ya no se sostiene sólidamente sobre aquellos cuatro “dominios clave” de Brzezinski. Actualmente son dominios en disputa. La alianza de la Federación Rusa y de la República Popular de China constituye una nueva potencia antiimperialista euroasiática. Los lazos económicos de esos países, que proponen el fin del imperio universal, eran conocidos desde hace mucho, pero sus compromisos de asistencia y colaboración mutuas se reafirman prácticamente cada día en medio de las amenazas de Ucrania y Taiwán. El 28 de noviembre de 2022, por ejemplo, el sitio de noticias Infobae –que no puede ser acusado de publicar cosas prorrusas– comenzaba una nota así: “El canciller del gigante asiático”, China, “se reunió con el embajador ruso y dijo que la relación de ambos países será impulsada ‘sin importar cómo evolucione la situación internacional’” (infobae.com). En esas circunstancias, la única salida que ve Estados Unidos para reconquistar su hegemonía es la vía de reconquistar Eurasia por la fuerza. En la medida en que su forma de imperio por subyugación inapelable ya no es opción atractiva para buena parte de los pueblos del continente –aquellos que prefieren una cooperación pacífica–, únicamente queda en sus manos el camino bélico. Es decir, promover la destrucción de aquel bloque de resistencia euroasiática desde los dos frentes guerreristas de Ucrania y Taiwán. La hora de la guerra ha llegado: se enfrentan el modelo de imperio por sometimiento de EE. UU. y el modelo de colaboración honesta y equitativa entre naciones de la alianza de China y Rusia. Los países del mundo deberíamos elegir el derrocamiento de la unipolaridad norteamericana.
Anaximandro Pérez es Maestro en Historia por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.