Abril 2022
“… verde es el árbol de oro de la vida”. ¿Qué quiere decir esta archiconocida y multicitada frase de Goethe? Muchas veces es usada en un sentido puramente economicista o bernsteniano, salpimentándola con otras frases que, descontextualizadas, parecen apoyar la tesis de que la teoría es vana, superflua, un devaneo absurdo y criminal. Frases como “vale más una onza de acción que una tonelada de teoría” de Engels o “cada paso del movimiento efectivo es más importante que una docena de programas” de Marx son completadas generalmente con la rimbombante “el movimiento lo es todo; la meta final no es nada” de Eduardo Bernstein. De Goethe a Engels, de Engels a Marx, de Marx a… ¡Bernstein! Se supone entonces que la “acción”, el “movimiento efectivo” o el “movimiento” a secas, en una palabra, la “vida” (¡oooh!, ¡aaah!, “¡la vida!”), lo son “todo”, absolutamente todo, son “más importantes”, “valen más” que la “teoría”, que los “programas”, que la “meta final”.
Pero la celebérrima frase de Goethe tiene un sentido mucho más profundo que la chiquillada de recusar facilona y graciosamente de la “teoría”, al tiempo que se blasona sobre la “acción” y el “movimiento” negándole cualquier clase de validez al concepto mismo de “objetivo” o “meta final”. Bien es cierto que algunas de sus formulaciones más célebres refuerzan la imagen falsa de un Goethe paladinamente antiintelectualista. Para muestra, un botón. Tratando de traducir el Nuevo Testamento a su “alemán querido”, Fausto se niega sucesivamente a darle la preminencia creadora a la “Palabra”, al “Pensamiento” y a la “Fuerza”, decidiéndose finalmente por la “Acción”: “En el principio fue la Acción”, traduce Fausto en una especie de epifanía de lucidez arrebatadora. Y con todo y todo, la frase de marras se inscribe en realidad en un marco mucho más amplio y trascendente que conviene bosquejar, aunque sea someramente, para elucidar su sentido preciso y específico.
Como es sabido (manidísima muletilla que el joven Engels criticó acremente observando que tras “acomodaticias seudoverdades” como aquella de que «Nada hay nuevo bajo el sol» “marcha siempre como séquito la consabida frase de «como es sabido», etc.”), pero en fin, “como es sabido”, la ciencia positiva moderna se desarrolló a partir de una metodología analítico-reductiva, cuya piedra de toque consiste precisamente en la capacidad revolucionaria de realizar una reducción analítica de formaciones muy complejas y cualitativamente determinadas, descomponiéndolas en factores más simples y mucho menos heteróclitos desde el punto de vista de sus determinaciones cualitativas, al punto de procurar incluso que sus aspectos cualitativos tiendan a perder cualquier sombra de relevancia posible, limitándose en cambio el análisis reductivo a manejar relaciones cuantitativas tan precisas cuanto vacías en términos materiales.
Lo que logra el análisis reductivo practicado por las ciencias positivas es, a grandes rasgos, la hazaña portentosa de reducir o descomponer formaciones fenoménicas muy complejas despojándolas de sus connotaciones cualitativas, obteniendo a cambio nociones más elementales y uniformes, susceptibles asimismo de cuantificación. El análisis científico reductivo presenta, pues, la especificidad característica y sumamente ventajosa de prescindir de las peculiaridades cualitativas de los fenómenos complejos, reduciéndolos, analizándolos, esto es, descomponiendo los todos concretos y complejos, las totalidades concretas, lo que ciertamente permite que se penetre materialmente en la realidad. Solo que en su ventaja instrumental lleva la metodología analítico-reductiva su penitencia o desventaja más decisiva. Tal es que las ciencias positivas son disciplinas esencialmente instrumentales, fundamentalmente analíticas; y el conocimiento que producen, el conocimiento científico positivo, es también eminentemente instrumental, pero de ninguna manera sustantivo; no es conocimiento de lo concreto, conocimiento global, sino fragmentario, esto es, analítico y reductivo. No es, en suma, conocimiento totalizador de la complejidad real. Lo que destruye el análisis reductivo practicado por las ciencias positivas es precisamente la consistencia concreta de las totalidades vivas. El análisis científico reductivo descompone, pues, las concreciones reales, fragmenta las situaciones concretas individuales, descuartiza los todos naturales: individuos vivientes, formaciones históricas particulares, “presentes históricos localmente delimitados”, etc. La calidad desaparece en la cantidad; los jugosos conceptos cualitativos son disueltos en áridas relaciones cuantitativas, en abstracciones cada vez más descarnadas, en conceptos cada vez más abstractos y generales.
Pues bien, la frase de Goethe sobre la teoría grisácea y el árbol áureo o dorado de la vida se inscribe en el marco específico de la crítica precoz, verdaderamente tempranera, de las limitaciones ínsitas en el muy eficaz por otros respectos método analítico-reductivo de las ciencias positivas constituidas en el transcurso de la Edad Moderna. Goethe rechaza la unilateralidad del análisis reductivo aludiendo e interpelando en concreto tanto al materialismo mecanicista francés (al filósofo Holbach en particular) como a la concepción también mecanicista del inglés Isaac Newton. En relación con este último, el desacuerdo de Goethe se refería muy en específico a la teoría del color. “¡Newton se equivoca!”, había exclamado hacia 1790, proponiéndose desde entonces la colosal empresa de refutar la teoría newtoniana del color.
Newton había experimentado con un prisma en una sala a oscuras, encontrado básicamente que la luz blanca “incolora” era una luz compuesta por varias luces de distintos colores. Pero a Goethe le parecía (¡casi cien años más tarde!) que la noción del color no podía ser un fenómeno pura y llanamente físico; el color era antes bien una realidad subjetiva construida por la mente y ajena de todo punto a explicaciones meramente físicas. Newton había forzado las cosas “martirizando” la luz, sometiéndola a la camisa de fuerza de varias condiciones externas como limitar su flujo por pequeños orificios o ranuras. Pensaba Goethe en suma que Newton había simplificado la cuestión recurriendo al método artificial de la ciencia, reductivo y analítico, destruyendo con ello la riqueza irreductible de la realidad fenomenológica de la experiencia. Goethe renegaba obstinado del análisis reductivo del fenómeno de la luz, decantándose por cierto “método natural”: se jactaba en especial de las observaciones que realizaba en su jardín, “o con un sencillo prisma, bajo la luz del sol” (en el Fausto alega característicamente lo siguiente: “Misteriosa en el claro día, la Naturaleza no se deja arrebatar el velo, y lo que no puede revelar a tu espíritu no lo forzarás con palancas y tornillos”). No por otra razón se burlaba Goethe constante y acerbamente de los newtonianos, calificándolos de “pedantes que preferían sus sombrías habitaciones al aire puro”. La mente de Goethe tendía en cambio casi instintivamente a huir de la abstracción, apuntando siempre hacia el fenómeno concreto, a la realidad unitaria u orgánica no reducida ni analizada. Si el pensamiento científico positivo era estrictamente analítico, puede decirse que Goethe tendía a colocar la síntesis por encima del análisis. No por otra razón la teoría le parecía gris, cimérica, cadavérica; mientras que el árbol de la vida se le aparecía verde, frondoso, bullente.
Como puede verse, la famosa invectiva de Goethe contra la teoría se refiere en realidad a la concepción mecanicista de Newton, no a la teoría en general. Es más. Goethe reconocía la importancia decisiva y crucial de la teoría, diciendo por ejemplo que “en la simple mirada atenta que lanzamos al mundo estamos teorizando”; o también que “todo mirar se convierte, naturalmente, en un considerar; todo considerar, en un meditar; todo meditar, en un entrelazar”, de manera que la exigencia de “exponer las experiencias sin conexión teorética alguna” resulta sencillamente imposible: “¿Qué es intuición sin pensamiento?”, decía sugestivamente. No era Goethe, queda rotundamente claro, un partidario vulgar y corriente de un empirismo desalado e ingenuo, a pesar de que él mismo se hubiera revelado como un notable científico empírico, descubriendo verdades científicas tan concretas y positivas como el hueso intermaxilar o encontrando fósiles marinos en tierra firme excavando él mismo distintas colinas “con su propio martillo”.
¿“Gris es entonces toda teoría”? ¿Toda teoría es perfectamente inútil, vana, devaneo absurdo y deleznable? ¿Vale siempre más “una onza de acción” que “una tonelada de teoría”? ¿Es siempre más importante “cada paso del movimiento efectivo” que “una docena de programas”? ¿“El movimiento lo es todo; la meta final no es nada”? Contesta formidable Lenin en su ¿Qué hacer?: “Sin teoría revolucionaria tampoco puede haber movimiento revolucionario. Jamás se insistirá bastante sobre esta idea en unos momentos en que a la prédica de moda del oportunismo se une la afición a las formas más estrechas de la actividad práctica”. Y concluye agudo el mismo Lenin. Repetir con aire triunfal en épocas de dispersión teórica la sentencia de Marx de que “cada paso del movimiento efectivo es más importante que una docena de programas” es “exactamente lo mismo que gritar al paso de un entierro: «¡Ojalá tengáis siempre uno que llevar!»”.
“—¡Gris es toda teoría!” —insisten unos obcecados—; “—¡Dogmatismo, literaturismo, trabajo de gabinete, consideran más importante revolucionar el dogma que revolucionar la vida, dogmáticos sordos a los imperativos de la vida misma!” —repiten obstinados—. “—¡Ojalá tengáis entonces siempre uno que llevar!” —responde impertérrita la Vida misma—.
Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.