Por Miguel Alejandro Pérez | Diciembre 2023

En el panorama de las letras mexicanas Juan Rulfo apareció como una “excepción”, una anomalía inclasificable. Ortega y Gasset escribió que “como todas las disciplinas biológicas, tiene la historia un departamento destinado a los monstruos, una teratología” (El tema de nuestro tiempo, 1923). En Los poetas malditos (1884) Paul Verlaine catalogó los especímenes más sobresalientes de esta clase y el propio Rubén Darío agrupó poco después una serie de semblanzas personales sobre las figuras “extravagantes” de las letras universales bajo el título elocuente de Los raros (1896).  

Rulfo se agregó a su manera a la lista de las personalidades insólitas de las letras universales como un caso anómalo en la historia de la literatura mexicana. En los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse, 1857-1858), Carlos Marx afirmó que “en lo concerniente al arte ya se sabe que ciertas épocas de florecimiento artístico no están de ninguna manera en relación con el desarrollo general de la sociedad, ni, por consiguiente, con la base material, con el esqueleto, por así decirlo, de su organización”. No obstante, ¿sucede lo mismo con los artistas individuales en relación con el arte de su época? ¿Cómo surgen o nacen las rarezas artísticas?  

Para comprender el origen de Juan Rulfo y su conexión inextricable con el contexto social hace falta comprender el carácter no tan sui generis de lo anómalo, de lo insólito. Charles Baudelaire, autor de Las flores del mal, figura en el primer puesto de la lista de las figuras artísticas “extravagantes” y constituye por tanto el artista anómalo por antonomasia. Él mismo consideró que el Poeta se parece “al señor de las nubes —el albatros— que ríe del arquero y habita en la tormenta”, pero que “exiliado en el suelo, en medio de abucheos, caminar no le dejan sus alas de gigante”. (“«¡Qué Dios te guarde, anciano Marinero!/De los demonios que de ese modo te atormentan/¿Por qué tienes ese aspecto?» …«con mi ballesta/maté al Albatros.»”Coleridge, “Rima del anciano marinero”). En pocas palabras, Baudelaire reafirmó su propia “anomalía”.

Aún así, Walter Benjamin, filósofo y crítico literario alemán del siglo XX, sugirió que, a pesar de su rareza palmaria, Baudelaire era un hijo típico de la bohemia que imperó en el París del Segundo Imperio y que fue, en consecuencia, “un poeta en el esplendor del capitalismo” (Iluminaciones II). En los Grundisse Marx reconoció a fin de cuentas que el arte está ligado a ciertas formas del desarrollo social y se preguntó si “¿sería posible Aquiles con la pólvora y las balas? ¿O, en general, la Ilíada con la prensa o directamente con la impresora?”. La revolución francesa de 1789 había significado en efecto el fin del “período estético” del desarrollo del tercer estado y el interés social se había desplazado desde entonces de la poesía a la prosa. Un poeta como Baudelaire constituía ciertamente una anomalía aberrante: “un lírico en la época del altocapitalismo”. “Cuando por decreto de potencias supremas,/ el Poeta aparece en este mundo hastiado,/ espantada su madre, y llena de blasfemias,/ crispa hacia Dios sus puños, y éste de ella se apiada:/ —«¡Ah, que no haya parido todo un nido de víboras,/ antes que a esta irrisión tener que alimentar!».”

¿Cuál es la genealogía histórica de la anomalía de Juan Rulfo? En su carta a Paul Demény de 1871, Arthur Rimbaud afirmó que: “El Poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”. Además, escribió que “el Poeta llega a lo desconocido” y, por tanto, “él llega a ser entre todos el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito —¡y el supremo Sabio!” Rimbaud reconoció asimismo que “Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero Dios”. A su propia vez, Baudelaire había dedicado Las flores del mal a Théophile Gautier, a quien identificó como el “perfecto mago de las letras francesas”.

Más tarde, Rimbaud esbozó la estirpe de los videntes de la siguiente manera: primero, Lamartine, Víctor Hugo, Musset, quienes conforman el grupo de los primeros románticos; enseguida, Gautier, Leconte de Lisle, Theódore de Banville, quienes integran el conjunto de los segundos románticos; después, por supuesto, Baudelaire, Albert Mérat y Paul Verlaine de la escuela parnasiana. El mismo Baudelaire habló de la “Raza de Caín”, la suya, y exclamó: “Raza de Caín, ¡sube al cielo,/y arroja a Dios sobre la tierra!”. 

Juan Rulfo perteneció a la Raza de Caín de Baudelaire y se hizo vidente, llegó a lo desconocido, como anunció Rimbaud. “Apenas los colocan en cubierta, esos reyes/del azul, desdichados y avergonzados, dejan/sus grandes alas blancas, desconsoladamente,/arrastrar como remos colgando del costado.” “«¡Ay, qué gran desdicha! qué miradas malignas/recibí de viejos y de jóvenes;/en lugar de la Cruz al Albatros/colgaron de mi cuello.»”


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Por Miguel Alejandro Pérez | Diciembre 2023

Estas tesis conforman el último texto escrito por Walter Benjamin. Las editó por primera vez Theodor W. Adorno en 1942. Benjamin las compuso “en diferentes momentos entre fines de 1939 y comienzos de 1940” y, según Bolívar Echeverría, el borrador que las integró constituye “el escrito de un hombre que huye, de un judío perseguido”.

En términos formales las tesis de Benjamin remiten tanto a las tesis que elaboró Ludwig Feuerbach en 1842 como a las once que Carlos Marx pergeñó poco más tarde a propósito del mismo Feuerbach. No obstante, las tesis de Benjamin revisten una originalidad que desde el punto de vista de su contenido las separa al propio tiempo de las que acuñaron sus dos grandes predecesores.

En la primera de sus Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, Feuerbach escribió que “el secreto de la teología es la antropología”. En la séptima apuntó que: “No tenemos más que convertir al predicado en sujeto y a este sujeto en objeto (Objekt) y principio”. Y mucho más adelante arguyó que la verdadera relación del pensar con el ser (Sein) era únicamente ésta: “el ser (Sein) es sujeto y el pensar predicado. El pensar proviene del ser (Sein) pero no el ser (Sein) del pensar”. Las tesis de Feuerbach perseguían el propósito de sentar las bases de una nueva filosofía. El mismo Feuerbach escribió más adelante unos luminosos Principios para la filosofía del futuro. Según el propio Feuerbach los Principios tenían por “misión  deducir de la filosofía del absoluto, es decir de la teología, la necesidad de la filosofía del hombre, vale decir de la  antropología (…)”. Las dos obras anteriores –junto con La esencia del cristianismo– adoptaron la forma general de una crítica materialista de la religión.

Desde muy pronto, la perspectiva revolucionaria de la filosofía de Feuerbach entusiasmó a Marx y a Federico Engels. Este último reconoció mucho más adelante que Feuerbach había representado en algunos aspectos un eslabón intermedio entre la filosofía hegeliana y el materialismo dialéctico y señaló que tanto sobre el mismo Engels como sobre Marx había ejercido más influencia que cualquiera de los otros filósofos posthegelianos. En la tarea de ajustar cuentas con su conciencia filosófica anterior –labor que llevaron a cabo en el grueso volumen de la Ideología alemana– los constructores del materialismo dialéctico aprovecharon los avances filosóficos previos logrados por Feuerbach.

En las once Tesis sobre Feuerbach que escribió en 1845, Marx llevó a cabo la crítica del materialismo “teórico” y contemplativo del primero. Entre otras cosas subrayó la esencia práctica de la vida social y enfatizó la relevancia de la “actuación revolucionaria crítico-práctico”. Marx censuró ahí que Feuerbach sólo considerara la actitud teórica como la actitud auténticamente humana y concluyó –en la célebre onceava tesis– que “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Marx no dejó de reconocer a pesar de todo que el mérito indiscutible de Feuerbach había consistido en identificar la base terrenal del mundo religioso: nada menos que haber descubierto en la familia terrenal el secreto de la Sagrada Familia. En 1844 Marx dijo que Principios de la filosofìa del futuro y un pequeño suplemento de La esencia del cristianismo tenían más importancia “que toda la actual literatura alemana en su conjunto” y afirmó que en ambas obras el autor, Feuerbach, había dado al socialismo una base filosófica. En pocas palabras, Marx rescató la crítica materialista de la teología que contenían los textos de Feuerbach.

Justo en este punto fundamental sobresale la originalidad insoslayable de las tesis sobre la historia de Walter Benjamin. En la parte final de la primera ellas Benjamin apuntó que el materialismo histórico “puede competir sin más con cualquiera, siempre que ponga a su servicio a la teología (…)”. En las siguientes apuntaló expresiones como “fuerza mesiánica”, “humanidad redimida”, “Juicio Final” y “Paraíso” en relación con la lucha de clases. Las últimas líneas de la cuarta tesis constituyen un buen ejemplo del estilo peculiar de Benjamin:

Como las flores vuelven su corola hacia el sol, así también todo lo que ha sido, en virtud de un heliotropismo de estirpe secreta, tiende a dirigirse hacia ese sol que está por salir en el cielo de la historia. Con ésta, la más inaparente de todas las transformaciones, debe saber entenderse el materialista histórico.

En resumen, Benjamin creía que el materialismo histórico podía abrevar de la teología y aprovechar la carga mesiánica y redentora de la religión en el largo y doloroso tránsito del último peldaño de la prehistoria de la sociedad –el capitalismo, última forma antagónica del proceso de producción social, según Marx: reino de la necesidad– a la verdadera historia –el comunismo, etapa libre de estos antagonismos sociales: el reino de la libertad–. Por otro lado, la analogía solar de Benjamin aparece también en uno de los versos de un breve poema de Roque Dalton: el comunismo será, entre otras cosas, una aspirina del tamaño del sol. “Sol que está por salir en el cielo de la historia”: “heliotropismo de estirpe secreta”…  


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Por Miguel Alejandro Pérez | Noviembre 2023

Hegel presentó al Estado como “expresión y garante de los intereses universales de la sociedad” (Atilio Boron) y como “el ámbito donde se resuelven civilizadamente las contradicciones de la sociedad civil” o, en otras palabras, como “árbitro neutro en el conflicto de clases”. En estas circunstancias, el hegelianismo cumplió una función ideológica y legitimadora: “nada menos que mostrar al estado [burgués] como éste desea ser visto por las clases subordinadas”. En resumen, la teoría hegeliana del derecho mostró al estado como la “esfera superior de la eticidad y la racionalidad de la sociedad moderna”.

Más adelante, Augusto Comte, el padre del positivismo, señaló el curso inexorable que desde su punto de vista seguía la historia a través de tres grandes estadios de desarrollo: el teológico, el metafísico y el positivo. La humanidad escalaría los tres estadios o peldaños en el tránsito de la barbarie a la civilización y, en última instancia, llegaría al estadio positivo. La sociedad positivista estaría gobernada por una asamblea de sabios con el fin de conservar el orden y fomentar el progreso. En otras palabras, la ciencia justificaría y legitimaría el poder autoritario e higiénico del Estado burgués positivista. De esa manera, la filosofía de Comte adquirió, por derecho propio, el carácter de una ideología del capitalismo europeo de la época de la Restauración.

Por otra parte, en La política como vocación, Max Weber especificó que, desde el punto de vista de la consideración sociológica, el Estado moderno, “sólo es definible por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia física”. En este sentido, “la violencia no es, naturalmente, ni el medio normal, ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí su medio específico”. Así pues, concluyó Weber, el Estado es “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”.

A renglón seguido, Weber argumentó que “el Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal)”. “Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan”.

En este punto, Weber reconoció tres tipos de justificaciones internas de la legitimidad de una relación de dominación: en primer lugar, la legitimidad “tradicional” o la legitimidad del “eterno ayer”, validada —en términos generales— por la costumbre; en segundo término, la “autoridad carismática”, que consiste en “la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee”; por último, Weber señaló una legitimidad basada en la “legalidad”.

A juicio de Weber, los patriarcas y los príncipes patrimoniales de viejo cuño ejercían el primer tipo de legitimidad; “los Profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos, detentarían la segunda clase, o sea, la autoridad de la gracia (Carisma) personal y extraordinaria”; mientras que el moderno “servidor del Estado” ejercía una dominación justificada por la legitimidad de la “legalidad”.

En una trilogía muy popular, el historiador inglés Eric Hobsbawm concretó el proyecto de “comprender y explicar el siglo XIX y el lugar que ocupa en la historia” del mundo, es decir, “para los historiadores «el siglo XIX largo» que se extiende desde aproximadamente 1776 hasta 1914”. Hobsbawm articuló ahí la historia de esa centuria larga en torno “al triunfo y la transformación del capitalismo en la forma específica de la sociedad burguesa en su versión liberal”.

Las tres teorías sobre el estado precedentes aparecieron, precisamente, en el curso del «siglo XIX largo» acuñado por Hobsbawm y estaban dirigidas a justificar y legitimar el estado burgués: Hegel como “la esfera superior de la eticidad y la racionalidad de la sociedad moderna”; Comte como una institución científica necesaria; Weber como una relación de dominación justificada por su carácter “legal”. A pesar de sus diferencias ostensibles, los tres autores presentaron un rasgo común, la naturaleza “racional” del Estado como institución “ética”, “científica” o “legal”. 


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Por Miguel Alejandro Pérez | Octubre 2023

Analizar el movimiento estridentista al margen de la historia sería la consecuencia lógica de la actitud estética característica de este movimiento de vanguardia: la ruptura. ¿De qué modo se puede construir una explicación histórica de los movimientos de ruptura que niegan al mismo tiempo su carácter histórico? El estridentismo ofrece a la teoría estética la oportunidad de poner a prueba la validez de su historización[1]. En principio se debe decir que estos movimientos siguen vinculados al pasado inmediato desde el momento en que se explican a sí mismos como una negación absoluta de los precedentes. Negación que se convierte en razón de ser, razón de ser inconcebible sin negación. A pesar de negarlo, el estridentismo puede existir si y sólo si existe un pasado, una tradición que lo justifique.

En segundo lugar, el estridentismo sufre una auto-desacreditación parecida a la que sufre el historicismo[2]. Si bien parte de ciertos principios de originalidad y renovación, al poco tiempo se convierte en una osificación de la transformación; sus manifiestos hacen un llamado a la subversión del arte, sus programas inspiran cierto número de obras artísticas de vanguardia, estas obras aplican los nuevos conceptos de la nueva estética y a la vuelta del tiempo estos conceptos se convierten en lugares comunes, negándose a sí mismos como elementos de vanguardia. Por esta razón, el estridentismo será más una aspiración que una realización; sus repeticiones, sus imitaciones, sus reproducciones serán al mismo tiempo testimonio de su irrealización verdadera.

Para contrarrestar su osificación, el movimiento estridentista goza de una vida efímera; su efectividad dura un instante; se trata en buena medida de un movimiento momentáneo, un disparo, un gran esfuerzo de sacudimiento que se agota en breve, herido de muerte, casi estéril, un movimiento suicida.

Actual número 1 es una obra de arte estridentista incomprensible sin el contexto social, cultural y hasta físico que la rodea: pegada en las paredes como un anuncio cualquiera, aprovecha las ventajas de este medio de comunicación, su objetivo es la propagación masiva, se reproduce, se masifica, se multiplica como una hoja volante que pasa de mano en mano; se pega en las paredes de la Ciudad de México, hace uso del medio urbano, reconoce que ese lugar es un lugar nuevo en donde las cosas se relacionan entre sí, interactúan entre sí, se resignifican; Actual número 1 es un reconocimiento de las masas y una valoración positiva de la ciudad.

Por tanto, el estridentismo reclama en sus comienzos una renovación artística que se corresponda con la constante e incesante renovación de la ciudad, con la multiplicidad de las masas. Es por eso que, viéndolo bien, Actual tiene una vigencia limitada por el carácter cambiante de las condiciones “sociales”. Su conciencia histórica es sorprendente, es más, esa conciencia se opone a la noción de tradición que trasladada al ámbito del arte se manifiesta como el “valor eterno”.[3]

Una de las características más importantes del estridentismo es la experimentación. De hecho, la historia del movimiento es la historia de la experimentación artística a lo largo de seis años. ¿Experimentación orientada hacia su valor ritual o hacia su valor de exhibición? Es cierto que el estridentismo aparece en la época de la reproductibilidad técnica, pero ¿qué dice Manuel Maples Arce acerca de las ciencias de la aplicación y el arte?  “La primera ‘es la comprobación del fenómeno sujeto a las leyes del conocimiento´, y la segunda ´no trata de probar algo; basta con justificar una necesidad espiritual´. ´Aquella se apoya en la verdad del ritual: tiene un sentido mítico profundo´”. Mientras que para Walter Benjamin en la obra de arte de los tiempos prehistóricos el peso recaía en su valor ritual, “con los diferentes métodos de reproducción técnica (…), su capacidad de ser exhibida ha crecido de forma gigantesca”.[4] Entre uno y otro existe una diferencia significativa que se puede entender como la estetización o la politización de la técnica.

La organización de la percepción conforme al estridentismo, por ejemplo, en el poema estridentista contemporáneo “rompe definitivamente con una estructuración musical con base en un concepto de la armonía de tonos”; “las imágenes directas, indirectas y multánimes de la nueva poesía se originan con descomposiciones tonales”[5] en correspondencia con “la nueva realidad del mundo”: “la trepidación de las máquinas, las manifestaciones fonéticas que éstas producen, obligan a que el hombre contemporáneo tienda a reproducir en la estética este nuevo concepto tonal”.[6]

De estas conclusiones se desprende la necesidad de una nueva técnica del arte. En la primera tesis de Actual número 1, Maples Arce afirma: “La verdad estética, es tan sólo un estado de emoción incoercible desenrollado en un plano extrabasal de equivalencia integralista. Las cosas no tienen valor intrínseco posible, y su equivalencia poética florece en sus relaciones y coordinaciones, las que sólo se manifiestan en un sector interno, más emocionante y más definitivo que una realidad desmantelada (…) Para hacer una obra de arte, como dice Pierre Albert-Birot, es preciso crear, y no copiar.” “Nosotros buscamos la verdad en la realidad pensada, y no en la realidad aparente”. Esta tesis trata de definir la tarea del arte como un acto creativo, más allá de la representación de la realidad aparente y en consecuencia, define a la nueva técnica artística como un esfuerzo dirigido a la relación y coordinación de las cosas, carentes de sentido interno, que se resignifican entre ellas. Es este aspecto de la teoría estridentista como valor lingüístico –sin tomar en cuenta su posible valor literario- el que rescata Pablo González Casanova cuando dice que “la obra del movimiento es una ´abundosa fuente de metáforas novedosas llamadas a conquistar, en un porvenir no muy lejano, preeminente lugar en la literatura del futuro y más tarde en la lengua usual, por la sencilla razón de que responden mejor a las ideas, sentimientos y aspecto exterior de la vida contemporánea, las figuras de lenguaje que usa, que no las metáforas gastadas y descoloridas, como monedas de uso secular, viejas ya cuando las recogió Aristóteles en su Arte retórica´”.[7]

Sin embargo, desde la Aparición de Andamios interiores en 1922, La señorita Etcétera en el mismo año, Esquina en 1923, hasta Urbe de 1924, las creaciones de los estridentistas, si bien inauguran “una temática nueva, una visión original de la realidad y, en especial, un lenguaje moderno, vanguardista, que nunca se había visto en las letras nacionales con un sentido tan orgánico”, no dejan de inspirarse en “la belleza actualista de las máquinas, (…) los puentes gímnicos (…) el humo de las fábricas, las emociones cubistas de los grandes trasatlánticos con humeantes chimeneas de rojo y negro (…)”, en fin, “el ritmo vanguardista; vida de metrópolis enredada en tranvías, ferrocarriles, ascensores, letreros luminosos, multitudes callejeras, bocinas”, “la ciudad tiene una gran importancia”, “una estética de la ciudad”.

De este modo, la representación sigue presente en el arte, un arte secular, citadino, que, eso sí, representa “la nueva realidad del mundo”, contra lo que se pueda pensar al respecto, la aparente exaltación de la realidad urbana metálica, motorizada, concretizada, es realmente su estetización poética, su nueva representación o reproducción. Esto es, para los estridentistas, la “industrialización” del mundo es un hecho irreversible que se puede “contrarrestar” con una “tecnologización” o “modernización” del lenguaje poético, mediante el establecimiento de nuevas relaciones entre las cosas, por lo cual, no deja de ocupar un espacio dentro de las artes representativas inclinadas hacia el valor ritual de los objetos artísticos.

Sobre la misma línea, Benjamin redacta en un esfuerzo de prognosis unas “posibles tesis acerca de las tendencias del desarrollo del arte bajo las actuales condiciones de producción”.[8] Bajo el supuesto de la creciente importancia de la reproducción técnica de las obras de arte, este autor defiende una doble revalorización de la técnica dentro de la producción artística: como réplica y como procedimiento artístico.

Como réplica, la reproducción técnica trastoca la autenticidad[9] de la obra de arte, su aquí y ahora, su existencia única sobre la que descansa “la idea de una tradición que habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de hoy”. Prosigue: “Se puede resumir estos rasgos en el concepto de aura, y decir: lo que se marchita de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es su aura”[10]. Las réplicas señalan la aparición masiva “y al permitir que la reproducción se aproxime al receptor[11] en su situación singular actualiza lo reproducido”.[12] La técnica de la reproducción se caracteriza por multiplicar –colectivizar o masificar- la obra de arte, haciéndola más accesible, ubicando las réplicas en lugares que son inaccesibles para el original, independizándola de la tradición, arrancándola de su aquí y ahora[13].  

Benjamin no se detiene hasta ahí. Quiere profundizar en la significación social de la destrucción del aura. Comienza definiéndolo: “¿Qué es propiamente el aura? Un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar”.[14] Su destrucción tiene que ver con la aparición de las masas “y la intensidad creciente de sus movimientos”. La decadencia del aura, entonces, se basa en dos condiciones: la demanda de las masas contemporáneas de “Acercarse las cosas” y la tendencia de las mismas a ir “por encima de la unicidad de cada suceso mediante la recepción de la reproducción del mismo”.

A este proceso de decadencia de la unicidad de los productos artísticos, sigue un cambio de la función social del arte. Benjamin dice que la reproductibilidad técnica se convierte en un nuevo procedimiento artístico, un elemento de renovación y de experimentación que se sustenta en la nueva capacidad de la obra de arte de ser mejorada. En su larga historia, esta última había estado sometida al ritual, primero como instrumento al servicio de la magia y después al de la religión. Con la llegada de la reproducción técnica, el arte adquiere nuevas funciones, ¿sigue apelando a la función de representación de la realidad aparente? Sí, pero sumada a la total masificación del arte, puesto que la mayoría de los seres y hechos son susceptibles de ser representados o reproducidos (filmados); cierto, no obstante, que el acercamiento de esa “lejanía”, la “deshumanización” del arte, se convierten en los modernos peligros que éste enfrenta, pero, por eso mismo, se convierte a su vez en un instrumento de protesta y de transformación social, politizando la técnica de la reproducción, dirigiéndola hacia el dinamismo y la renovación que querían los estridentistas.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] Peter Bürguer, Teoría de la vanguardia (1974 en alemán), traducción de Jorge García, Península, Barcelona, 1987. “Aunque los objetos artísticos pueden investigarse fructíferamente al margen de la historia, las teorías estéticas están claramente marcadas por la época en que aparecieron (…) Si las teorías estéticas son históricas, una teoría crítica de los objetos artísticos que se esfuerce por aclarar su actividad debe asomarse a su propio carácter histórico. Dicho de otra manera: es válido historizar la teoría estética.” p. 51.

[2]Hans George Gadamer, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. (1965): 283, citado en Peter Bürguer, Teoría de la vanguardia (1974 en alemán), traducción de Jorge García, Península, Barcelona, 1987. pp. 51-52. “La ingenuidad del llamado historicismo consiste en que se sustrae a semejante reflexión y confiando en lo metódico de su procedimiento olvida su propia historicidad.”

[3]Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (México: Editorial Ítaca, 2003), p. 61. “Fue el estado de su técnica lo que llevó a los griegos a producir valores eternos en el arte. Esta es la razón de lugar excepcional que ocupan en la historia del arte; lugar respecto del cual quienes vinieron después pudieron a buscar el suyo. Nuestro lugar –de ello no cabe duda- se encuentra en el polo opuesto al de los griegos.”

[4] Ibíd. p. 54. “Con los diferentes métodos de reproducción técnica de la obra de arte, su capacidad de ser exhibida ha crecido de manera tan gigantesca, que el desplazamiento cuantitativo entre sus dos polos la lleva a una transformación parecida a la de los tiempos prehistóricos, que invierte cualitativamente su consistencia.”

[5] Luis Mario Schneider, El estridentismo. La vanguardia literaria de México (México: UNAM, 2013), p. XX. “Es evidente que el poema contemporáneo rompe definitivamente con una estructuración musical con base en un concepto de la armonía de tonos. Para Maples Arce las imágenes directas, indirectas y multánimes de la nueva poesía se originan con descomposiciones tonales, en las que la técnica del poema musical no se reduce a acentuaciones estables, sino a expresiones de ecuación tonal que cada poeta maneja y resuelve a su antojo.”

[6] Ídem. “La nueva realidad del mundo, mejor aún, la nueva sensibilidad de la civilización occidental, ha trasformado no sólo el concepto del hombre, sino la perspectiva de sus manifestaciones, llegando a desacreditar el “analitismo racionalista” que se testimonia en una preferencia del hombre por los valores primitivos. Es decir que la estructuración de las grandes ciudades modernas, la trepidación de las máquinas, las manifestaciones fonéticas que éstas producen, obligan a que el hombre contemporáneo tienda a reproducir en la estética este nuevo concepto tonal.”

[7] Ibíd. p. XIX.

[8]Benjamin, Ibíd. p. 37. “Estas exigencias responden menos a unas posibles tesis acerca del arte del proletariado después de la toma del poder, o del arte de la sociedad sin clases, que a otras tesis, igualmente posibles, acerca de las tendencias del desarrollo del arte bajo las actuales condiciones de producción.”

[9]Ibíd. p. 44. “Ese núcleo es la autenticidad. La autenticidad de una cosa es la quintaesencia de todo lo que en ella, a partir de su origen, puede ser transmitido como tradición, desde su permanencia material hasta su carácter de testimonio histórico. Cuando se trata de la reproducción, donde la primera se ha retirado del alcance de los receptores, también el segundo –el carácter de testimonio histórico- se tambalea, puesto que se basa en la primera. Sólo él, sin duda; pero lo que se tambalea con él es la autoridad de la cosa, su carga de tradición.”

[10] Ídem. 44.

[11]Ibíd. 43. “La catedral abandona su sitio para ser recibida en el estudio de un amante del arte; la obra coral que fue ejecutada en una sala o  cielo abierto puede ser escuchada en una habitación.”

[12]Ibíd. p. 45. “La técnica de la reproducción, se puede formular en general, separa a lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar sus reproducciones, pone, en lugar de su aparición única, su aparición masiva. Y al permitir que la reproducción se aproxime al receptor en su situación singular actualiza lo reproducido.”

[13] Ibíd. p. 44. “Por lo demás, aunque estas nuevas condiciones pueden dejar intacta la consistencia de la obra de arte, desvalorizan de todos modos su aquí y ahora.”

[14]Ibíd. p. 47

Por Miguel Alejandro Pérez | Julio 2023

La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla. ¡No eres un vil copista, sino un poeta!

La historia del arte se puede leer como una serie de reacciones en contra de lo que en un momento dado llega a ser la escuela dominante o la forma tradicional de realizar el arte. A pesar de que esta clase de lectura facilita su esquematización y entendimiento, los artistas son, a un tiempo, creadores y criaturas. Sus obras son producto del genio creador, pero el genio creador toma elementos prestados de la sociedad que lo circunda. Nada de lo que existe es, por tanto, absolutamente nuevo, ni siquiera las obras de arte.

En este sentido, el realismo surge como una reacción en contra de un modelo artístico dominante, el romántico. Por lo que se define a sí mismo a partir de una negación de las ideas, creencias, formas, maneras, temas, estilos, conceptos de los artistas románticos. El personaje principal del arte realista es la multitud, la masa popular, la muchedumbre, el pueblo. Los héroes, el individuo, Sardanápalo y los sultanes de Marruecos son relegados a segundo plano, o más bien, desaparecen. Sin embargo, la novedad del realismo venía en efecto de una experiencia real. El fracaso de las revoluciones representaba también el fracaso de los grandes ideales sociales, de las utopías socialistas de Fourier y Saint Simon, experiencias desilusionadoras que traducidas al lenguaje artístico pusieron en primer plano la realidad tal y como era, cruel, dolorosa y descarnada —por lo que el realismo es un poco el arte de la resignación—, no tanto porque así se les hubiera ocurrido a los propios artistas, sino porque detrás de ese programa existía una experiencia histórica que los condicionaba, motivo por el cual es válido decir que los realistas eran un puñado de románticos desengañados. ¿De dónde viene la novedad? De la negación del pasado, razón por la que lo novedoso mantiene una relación estrecha con lo que niega, y esto es la base de todas las novedades.

En tiempos del realismo, la politización del arte no era en un asunto nuevo. Desde finales del siglo XVIII, en el marco de la gran confrontación entre la “burguesía progresista” y la “aristocracia conservadora”, el arte, como la sociedad en su conjunto, se vio obligado a ubicarse en uno de los dos grandes campos en pugna[1]. En consecuencia, los artistas decimonónicos estaban familiarizados con la política, que era, por así decirlo, una cuestión de principio. En esto el realismo no estaba muy separado del romanticismo[2]. Pero para llegar a este punto había sido necesario recorrer un camino largo erizado de discusiones sobre los fundamentos de la pintura, por ejemplo. Hasta la mitad del siglo XVIII el arte estaba ligado a la religión. Las construcciones barrocas trataban de mandar un mensaje a los fieles que no sabían leer; haciendo un uso excesivo de elementos ornamentales en la decoración de las iglesias o construyendo palacios de dilatadas proporciones, se intentaba dar una “idea anticipada del Paraíso” y de la mansión celeste; en pintura, dominaban los “temas edificantes y los ejemplos aleccionadores”, como si fuera una especie de sermón gráfico; el arte en general era inseparable de su función religiosa y por ende sus fronteras no se discernían con claridad.

Esto cambió en poco tiempo. Con la paulatina disolución de la época de la fe, propiciada en parte por los descubrimientos científicos y el creciente desarrollo tecnológico, la individualización de las áreas del arte y del pensamiento, espejo de la especialización del trabajo social, abrió el debate tanto tiempo postergado de la verdadera naturaleza del arte, que estaba en peligro de confundirse con otras producciones manuales que, como la pintura hasta entonces, constituían conocimientos y habilidades que se reproducían en talleres[3] de maestro a discípulo[4].  

De este modo el arte se hacía eco de una discusión generalizada que giraba en torno del individuo y de la sociedad[5], y que en términos artísticos se expresaba en la pregunta “el arte, ¿es su propio fin y objeto, o es solamente un medio para un fin?”[6] Como conclusión parcial se rescata la individualidad de la creación artística, enfatizando así la diferencia que separa a un artesano de un pintor o de un arquitecto; se instituyen para ello las distintas academias, los espacios en los que se enseñan las artes de manera profesional. Este proceso puede definirse como una incipiente concientización de la actividad artística, el arte entonces comenzó a tener conciencia de sí mismo.

En las academias se enseñaba como es natural el estilo neoclásico, identificado desde entonces con el arte oficial y con una sociedad aristocrática conservadora, depositaria de una larga tradición; por lo que la alianza arte-aristocracia se basaba en cierta disposición del arte a permanecer como un elemento pasivo. Si bien la instalación de academias contribuyó a la liberación del arte en la medida que éste comenzó a cuestionar sus fundamentos y a conocerse, no pudo hacer nada para impedir la creación de dos corrientes bien diferenciadas y en cierto punto opuestas: un arte oficial y un arte excluido[7]. Este último se sentía un poco encerrado en los márgenes estrechos de la tradición clásica, pues el énfasis que se ponía en el arte de los maestros italianos les cerraba las puertas a los pintores contemporáneos. Las contradicciones del sistema de academias afloraron en las personas de algunos artistas, por ejemplo, Joshua Reynolds y Thomas Gainsborough; William Turner y John Constable[8]; y más tarde Ingres y Delacroix[9].

Estas oposiciones eran a la vez la manifestación de una discusión un poco más técnica al interior de la disciplina, relacionada con el grado de importancia que se le debía conceder al dibujo o al color[10]. A la vez, obedecía al hecho de que, desde el siglo XV, con el advenimiento de la modernidad, se estaba efectuando un deslindamiento de las diversas formas del conocimiento humano. La pintura, por supuesto, no escapaba de este proceso de delimitación. A partir del descubrimiento de “las leyes matemáticas por las cuales los objetos disminuyen de tamaño a medida que se alejan de nosotros”, Masaccio comienza a trabajar con la perspectiva pictórica, inagurando así “la conquista de la realidad. De esa forma inicia el trayecto de la pintura moderna.

A partir del Renacimiento, el individuo adquiere una nueva dimensión e importancia para la vida social; por consiguiente, el rescate de la individualidad de los hechos y expresiones humanas, no es sorprendente. A pesar de lo cual, la pintura se inclina por la exactitud científica de las leyes matemáticas[11], desarrollada en oposición a los esquemas usados en el siglo XIII, en los que abundaban las representaciones graciosas extraídas de narraciones bíblicas o textos sagrados, marcadas por las formas delicadas y las expresiones líricas, las curvas suaves en cuerpos alargados de manos finas, mientras en el siglo XIV comienzan a aflorar tímidamente los temas extraídos de la vida cotidiana resultado de observaciones de la vida real.

Otro aspecto a considerar es el denominado “cambio gradual de énfasis” en el curso del mismo siglo. Primero, el siglo XIV, en oposición al precedente, “tendió más a lo refinado que a lo grandioso”, integrando a las habilidades del artista la de realizar estudios al natural caracterizados por la fuerza de observación: un ejemplo serían los hermanos De Limburgo, quienes trabajaron obsesivamente en los pormenores y detalles. Ganaba terreno el gusto por la ornamentación y el naturalismo, en detrimento del “simbolismo expresivo de los pintores primitivos”, o sea, “la manera simbólica de expresar un tema con ademanes fácilmente asequibles”. No obstante, sobreviven elementos de la tradición medieval, presentes por ejemplo en “el arte de situar los personajes dentro de una estructura”, acomodando los símbolos sacros dentro de un esquema satisfactorio, pero se advierte, en oposición a tal tradición, la intención explícita de dar una idea del espacio que existe entre las figuras. El mismo interés continúa en el siglo XV, por lo menos durante la primera mitad.

El descubrimiento de la perspectiva hecho por Brunelleschi definió la relación comercial entre clientes y pintores, sobre todo cuando el recurso técnico de la perspectiva pictórica aplicado por Masaccio se hizo popular. El cambio es notable a partir de la segunda mitad del Quattrocento, entonces los clientes tienden a comprar la habilidad[12], el pincel, poniendo más énfasis en el arte y menos en el valor de los materiales preciosos[13].

En consecuencia, el pincel del pintor es mucho más relevante ahora, y este hecho condiciona la estimación de costos —calculados con base en gastos, tales como pigmentos[14], y trabajo del pintor—, los pagos diferenciados para maestros y jornaleros[15] y excepcionalmente, el abono de un salario permanente[16].

Con el reconocimiento del pintor[17] y de la capacidad de la pintura de representar un fragmento del mundo real, efectuado a partir del siglo XV, comienza la era del arte. Su influencia avasallante se extiende hasta la aparición de las vanguardias históricas a comienzos del siglo XX[18], por lo que, todo la pintura hecha en ese lapso puede inscribirse dentro de la gran maniobra emprendida por los artistas renacentistas encabezados por Brunelleschi. En ese sentido, se puede hablar de una gran supervivencia histórica[19], una aspiración realista de la pintura que atraviesa la historia, inspirada en el reconocimiento de la individualidad de la pintura, esto es igualmente comprensible con el concepto de una gran narrativa.

De modo que la pintura realista decimonónica forma parte de esa tradición. A pesar de ser en ese momento una manera rebelde de proceder, en general la pintura no se cuestiona a sí misma, no cuestiona su carácter de “ficcionalidad”[20]. Tanto como la pintura romántica, la pintura realista es consciente de su autonomía, ganada a pulso desde el Renacimiento. Pero estas corrientes siguen siendo sin embargo corrientes “históricas”[21], en el sentido de la diferencia entre “la concepción neokantiana de la obra de arte como unidad orgánica” y “la noción muy distinta de la obra como montaje, artefacto ensamblado a partir de fragmentos preexistentes de la realidad”.

El realismo como estilo agregado a la narrativa de la modernidad no es sino la culminación de un proceso de larga duración comenzado en el siglo XVI, conforme al cual, la conquista de la realidad es la prioridad de la pintura, que se define a sí misma de esa manera, enfatizando su capacidad de dominar el mundo real, es decir, de “capturarlo”, tal y como es, en el cuadro.

Sin embargo, a esta narrativa se agrega la creciente politización de las artes, comenzada con la revolución francesa[22] y acrecentada con el advenimiento de la revolución de 1830[23]. A partir de entonces, la burguesía, dueña indiscutible del poder político, adquiere una conciencia creciente de sí misma[24], primero como elemento revolucionario, después, como pieza conservadora[25]. Courbet[26] y Daumier, que retrataban a la sociedad burguesa de la época, como Balzac, son al mismo tiempo, sus críticos. Los tres representaban la brutalidad de la vida diaria[27] sin ninguna condescendencia, pensando que de ese modo, el realismo estaba asegurado.

La tendencia política y realista de ese arte, en suma, no era nueva. La observación de la naturaleza se había aplicado desde el siglo XIV. Pero su politización le imprimió al nuevo arte realista el carácter novedoso de los estilos inéditos. Sin embargo, el nuevo arte realista contenía cierto grado de cinismo. La creatividad artística se veía reducida a la representación de la realidad lo más cruda y descarnadamente que fuera posible, por lo que, si esa pintura crítica retrataba la dura vida cotidiana de las clases populares o la vida vacía de la burguesía financiera, no se avizoraba en ella una solución, una esperanza de cambio[28]. Por este motivo, seguía existiendo la resignación romántica del período negado. Junto a ella, la supervivencia de la gran narrativa moderna de la conquista de la realidad y la individualización de la pintura y de los pintores[29].


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] Hauser, Arnold, “La generación de 1830” y “El segundo Imperio”en Historia social de la literatura y el arte, Volumen 3, Colombia, Colección Labor, 1994. p. 251. “En el siglo XVIII se divide por vez primera el público en dos campos diferentes y el arte en dos tendencias estilísticas rivales. En lo sucesivo, todo artista se encuentra entre dos órdenes opuestos, entre el mundo de la aristocracia conservadora y el de la burguesía progresista, entre un grupo que se mantiene aferrado a los viejos valores heredados, presuntamente absolutos, y otro que sostiene que incluso estos valores –y principalmente éstos- están condicionados temporalmente, y que hay también otros, más actuales, los cuales corresponden más exactamente al bien común.”

[2] Ídem. “Incluso los artistas románticos ocuparon un puesto demasiado importante dentro de la lucha de ascensión burguesa como los creadores de las nuevas ideas que se oponían a las de la aristocracia. Ya no son simplemente portavoces de sus lectores; son al mismo tiempo sus abogados y maestros, e incluso recobran algo de aquella dignidad sacerdotal perdida hace tanto tiempo que no poseyeron ni los poetas de la antigüedad ni los del Renacimiento, y mucho menos los clérigos de la Edad Media, cuyos lectores eran también clérigos, y que como escritores no tuvieron contacto alguno con el público lego.”

[3] En este párrafo Balzac remarca este aspecto manual de la creación pictórica. Balzac, Honoré de, La obra maestra desconocida, trad. Juan José Utrilla, México, UNAM, 2013. p.6.  “Porbús se inclinó respetuosamente, dejó entrar al joven, creyendo que acompañaba al anciano, y se preocupó tanto menos por él cuanto que el neófito seguía bajo el encanto que deben de sentir los pintores innatos ante el aspecto del primer taller que ven y donde se revelan algunos de los procedimientos materiales del arte. Una vidriera abierta en la cúpula iluminaba el taller del maestro Porbús.”

[4] Gombrich, E.H., Historia del Arte, tomo 3, Barcelona, Ediciones Garriga, S.A., 1955. “Este residía en el hecho mencionado de que la pintura había dejado de ser una profesión cualquiera cuyos conocimientos se transmitían de maestro a discípulo. Se había convertido, por el contrario, en algo así como la filosofía, que se tenía que enseñar en academias.”. p. 365.

[5] Hauser, Ibíd. p. 273. “La novela se convierte en el género literario predominante en el siglo XVIII porque expresa del modo más amplio y profundo el problema cultural de la época: el antagonismo entre individuo y sociedad.”

[6] Ibíd. p. 268. “El sentido de la obra de arte oscila constantemente entre dos aspectos: entre un ser inmanente, separado de la vida y de toda realidad más allá de la obra, y una función determinada por la vida, la sociedad y las necesidades prácticas.”

[7] Gombrich, Ibíd. p. 366. “En este terreno fue donde surgieron las primeras dificultades, ya que el mismo énfasis puesto en la grandeza de los maestros del pasado, favorecido por las academias, inclinó a los compradores a adquirir obras de los pintores antiguos más que encargarlas a los de su propio tiempo. Para poner remedio a la situación, las academias, primero en París, y más tarde en Londres, comenzaron a organizar exposiciones anuales de las obras de sus miembros.”

[8] Ibíd. p. 377. “La ruptura con la tradición había abandonado a los artistas a las dos posibilidades personificadas en Turner y Constable. Podían convertirse en pintores-poetas, o decidir colocarse frente al modelo y explorarlo con la mayor perseverancia y honradez de las que fueran capaces.”  

[9] Ibíd. “Delacroix no soportó toda aquella teatralería acerca de griegos y romanos, con la insistencia respecto a la corrección en el dibujo y la constante imitación.”

[10] Balzac, Ibíd. p. 9. “Flotaste indeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los antiguos maestros alemanes y el ardor deslumbrante, la dichosa abundancia de los pintores italianos.”

[11] Gombrich, Ibíd. “Los artistas meridionales de su generación, los maestros florentinos del círculo de Brunelleschi, desarrollaron un método por medio del cual la naturaleza podía ser representada en un cuadro casi con científica exactitud. Empezaban trazando la armazón de las líneas de perspectiva y plasmaban sobre ellas el cuerpo humano mediante sus conocimientos de la anatomía y las leyes del escorzo. Van Eyck emprendió el camino opuesto. Logró la ilusión del natural añadiendo pacientemente un detalle tras otro hasta que todo el cuadro se convirtiera en una especie de espejo del mundo visible.”

[12] Es cierto, como escribe Gombrich, que la habilidad pictórica era admirada ya en la primera parte del s. XV, Gombrich, Ibíd. p. 183. “Pintores y patrocinadores a la par quedaron fascinados por la idea de que el arte no sólo podía servir para plasmar temas sagrados de manera sugestiva, sino también para reflejar un fragmento del mundo real.” Ibíd. p. 164. El público mismo que contemplaba las obras de los artistas empezó a juzgarlas por la habilidad con que reproducían en ellas la naturaleza, así como por el valor de los detalles abstractos que el artista acertaba a introducir en sus cuadros. Pero en las dos citas el autor habla todavía de las características propias del estilo internacional —fuerza de observación, estudios al natural, detalles y pormenores—, en el cual permanece la “ignorancia de las formas y proporciones reales de las cosas”.

[13]Baxandall, Michael, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, Barcelona, Gustavo Gili, 2000.p. 29. “Dos de estos cambios de énfasis –uno hacia una insistencia menor, otro hacia una mayor- son muy importantes y una de las claves del Quattrocento está en reconocer que ambos cambios están asociados por una relación inversa. Mientras los pigmentos preciosos se hacen menos importantes, se hace mayor la exigencia por la competencia pictórica.”

[14] Baxandall, Ibíd. p. 33. “Pongamos por caso la sustitución de los fondos dorados: Había varias formas para que el cliente perspicaz transfiriera sus fondos del oro al pincel. Por ejemplo, detrás de las figuras de su cuadro podía especificar paisajes en lugar de dorados (…).”

[15]Ibíd. p. 35. “Había otra forma más segura de convertirse en un dispendioso comprador de habilidad, que estaba ya ganando terreno a mediados de siglo: era la gran diferencia relativa, en toda manufactura, entre el valor del tiempo del maestro y el de los asistentes dentro de cada taller de trabajo.”

[16] Matizando, afirma que no todos los pintores eran pagados por pieza de trabajo: Ibíd. p. 27. “Desde luego, no todos los artistas trabajaban dentro de este tipo de marco institucional, en particular, algunos artistas trabajaban para príncipes que les abonaban un salario.” 

[17]Danto Arthur C., “Introducción: moderno, posmoderno y contemporáneo” en Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Barcelona, Paidós, 1999, p. 26. “Pero luego, en el Renacimiento el concepto de artista se volvió central hasta el punto de que Giorgio Vasari escribió un gran libro sobre la vida de los artistas. Antes tendría que haber sido a lo sumo sobre las vidas de los santos.”

[18] González Mello, Renato, Anthony Stanton, y Museo Nacional de Arte (Mexico). Vanguardia en México 1915-1940. México: CONACULTA-INBA-Museo Nacional de Arte; UNAM Instituto de Investigaciones Estéticas, 2013. p. 17. “Si algunos críticos como Clement Greenberg, habían tendido a confundir o identificar arte moderno con arte de vanguardia, otros como Burger trataron de separarlos. Este sostiene que las vanguardias históricas rompían con la modernidad porque planteaban no la autonomía de lo artístico, sino la ruptura con la institución del arte (eran anti-arte).” Cfr. Danto, Ibíd. p. 29. “La modernidad marca un punto en el arte antes del cual los pintores se dedicaban a la representación del mundo, pintando personas, paisajes y eventos históricos tal como se les presentaban o hubieran presentado al ojo. Con la modernidad, las condiciones de la representación se vuelven centrales, de aquí que el arte, en cierto sentido, se vuelve su propio tema.”

[19] Dice Issa Benítez: “Hasta finales del siglo XIX una de las características definitorias del arte era su capacidad para re- presentar. Las fronteras de la obra de arte eran claramente demarcadas por los límites mismos de sus soportes. Es hacia adentro que el artista crea y recrea un sistema espacio-temporal particular: un mundo. Cambia la forma de representación porque cambia la visión del mundo, la forma en que un individuo y una sociedad perciben el tiempo y el espacio”.

[20] Esto porque “en la historia del arte occidental puede reconocerse  cierta continuidad en el tipo de objetos de los que se ha ocupado y que fundamentalmente se limitan a los soportes escultóricos, arquitectónicos y pictóricos”. De acuerdo con Elia Espinosa, sólo hacia la segunda mitad del siglo veinte podemos asegurar que ocurre un cambio en el paradigma espacio- temporal que provoca el replanteamiento de la distancia que separa a la obra de arte de los demás objetos del mundo, “cuestionando un elemento fundamental de toda representación: su condición de “ficcionalidad”. Entonces reconocemos una tendencia hacia la “estetización general del mundo” por la cual el “mundo aparece en el arte en tiempo real”, un arte caracterizado por 1) creciente énfasis en la experiencia personal del artista, 2) inserción de objetos y materiales de consumo rápido y 3) tendencia hacia la desmaterialización.

[21] La tendencia hacia la desmaterialización marca un punto de vital importancia para el “arte contemporáneo”, “arte poshistórico” que marca un giro desde la experiencia sensible hacia el pensamiento. Lo anterior no quiere decir nada más que la unión entre técnica y sensación: la “revalorización de la técnica como construcción y desenvolvimiento originadores de la sensación” puesto que, “en el performance, la sensación es despunte y consecuencia”. Elia Espinoza coincide de esta manera: “A lo largo de la historia, el concepto y práctica de la técnica ha variado según la relación sujeto- objeto y sus nexos con la vida social”, a pesar de todo lo cual “siempre ha habido un producto artístico” resultado de la “relación diversamente proporcional entre lo objetivo y lo subjetivo”, relación que “varía según las fuerzas histórico-sociales en que el artista vive y se desenvuelve”.

[22] Gombrich, Ibíd. p. 362. “Llegamos con ello a los tiempos verdaderamente modernos, que se inician cuando la Revolución francesa de 1789 puso término a tantas premisas que se habían tenido por seguras durante cientos, sino miles de años.”

[23] Hauser, Ibíd. p. 253. “La politización de la sociedad, que comenzó con la Revolución francesa, alcanza su punto culminante bajo la Monarquía de Julio. La contienda entre el liberalismo y la reacción, la lucha por conciliar las conquistas revolucionarias con los intereses de las clases privilegiadas, continúa y se extiende a todos los campos de la vida pública.”

[24] Ibíd. 248. “La burguesía está en plena posesión de su poder, y tiene conciencia de ello.”

[25] Ibíd. 265. “Sin embargo, este coqueteo termina pronto; pues así como la Monarquía de Julio se aparta de los objetivos democráticos de la Revolución y se convierte en un régimen de burguesía conservadora, así también los románticos se desprenden del socialismo y retornan a su concepción artística anterior, aunque modificándola.”

[26] Gombrich, Ibíd. p. 391. “Su realismo señalaría una revolución artística. Courbet no quería ser discípulo de nadie más que de la naturaleza. No deseaba la belleza, sino la verdad.”

[27] Hauser, Ibíd. p. 314. “Intrínsecamente, ni en el concepto ni en la práctica es nuevo este arte, aunque nunca tal vez se había representado la vida diaria con tal brutalidad. Pero es nueva su tendencia política, el menaje social que contiene, la representación del pueblo sin condescendencia alguna, sin rasgos altaneros y sin interés folklórico.”

[28] Ibíd. p. 289. “Estimular al lector a participar en la observación y en la creación, y admitir la inagotabilidad del objeto representado, significa simplemente una cosa: dudar de la capacidad del arte para vencer la realidad.”

[29] Gombrich, Ibíd. pp. 382-383. “Los artistas empezaron a sentirse una raza aparte, dejándose crecer la barba y el pelo, vistiendo terciopelo o pana, con sombrero de ala ancha y grandes lazos anudados de cualquier manera, y, por lo general, extremaron su desprecio por los convencionalismos de la gente “respetable”.”

Bibliografía

Balzac, Honoré de, La obra maestra desconocida, trad. Juan José Utrilla, México, UNAM, 2013.

Baxandall, Michael, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, Barcelona, Gustavo Gili, 2000.p. 29.

Benítez Dueñas, Issa Maria, Hacia otra historia del arte, tomo IV “Disolvencias” (1960-2000).

Danto Arthur C., “Introducción: moderno, posmoderno y contemporáneo” en Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Barcelona, Paidós, 1999.

Espinosa, Elia, “La técnica en el performance, configuración de sensaciones en tránsito”, en El proceso creativo, México, UNAM, IIE, 2006.

Gombrich, E.H., Historia del Arte, tomo 3, Barcelona, Ediciones Garriga, S.A., 1955.

González Mello, Renato, Anthony Stanton, y Museo Nacional de Arte (Mexico). Vanguardia en México 1915-1940. México: CONACULTA-INBA-Museo Nacional de Arte; UNAM Instituto de Investigaciones Estéticas, 2013.

Hauser, Arnold, “La generación de 1830” y “El segundo Imperio”en Historia social de la literatura y el arte, Volumen 3, Colombia, Colección Labor, 1994.


Por Miguel Alejandro Pérez | Junio 2023

Según André Malraux, el cine constituye “el aspecto más desarrollado del realismo plástico que comenzó en el Renacimiento y encontró su expresión límite en la pintura barroca”. En este sentido, la invención de la perspectiva habría significado sólo el primer paso hacia la satisfacción de cierto deseo psicológico “de remplazar el mundo exterior por su doble”.

La exploración de las leyes de la visión culminaría parcialmente con el descubrimiento de “las leyes matemáticas por las cuales los objetos disminuyen de tamaño a medida que se alejan de nosotros” y el desarrollo de un método “por medio del cual la naturaleza podía ser representada en un cuadro casi con científica exactitud” creando “la ilusión de un espacio con tres dimensiones donde los objetos puedan situarse como en nuestra percepción directa”.

Esta circunstancia, más que contribuir al desarrollo de la pintura, habría constituido su pecado original. En efecto. La “necesidad de ilusión” originada desde entonces —siglo XV— alcanzó precisamente su expresión límite en la pintura barroca, pues, si bien el recurso técnico de la perspectiva pictórica resolvió “el problema de las formas” no logró lo mismo con el movimiento, motivo por el cual, esa “obsesión del realismo” se lanzó entonces a la “búsqueda de la expresión dramática instantánea”, “capaz de sugerir la vida en la inmovilidad torturada del barroco”.

Sin embargo, el sistema científico y mecánico de la perspectiva afectó al mismo tiempo “el equilibrio de las artes plásticas” basado en la utilización de “fórmulas equilibradas entre el simbolismo y el realismo de las formas”, introduciendo la tendencia a la imitación más o menos completa del mundo exterior, la cual se identifica con la necesidad o deseo de semejanza, aspiración de raigambre más psicológica que estética, asociada con cierta mentalidad y funciones mágicas y expresada en una obsesión por la semejanza, un “complejo del parecido” que se satisface con el pseudeorrealismo de la ilusión de las formas, de la creación de una ilusión.

La evolución del arte corrió parejas sin embargo a la evolución de la “civilización”, separando a “las artes plásticas de sus funciones mágicas”, librando la fabricación de la imagen de “todo utilitarismo antropocéntrico” y permitiendo “la creación de un universo ideal en el que la imagen de lo real alcanza un destino temporal autónomo”.

Al igual que la perspectiva y el barroco, la fotografía y el cine se dirigirían hacia la representación del mundo exterior, pero con resultados mucho más convincentes. Por un lado, la fotografía alcanza una objetividad y por tanto una “potencia de credibilidad ausente de toda obra pictórica”, ofreciendo el objeto mismo, efectivamente “hecho presente en el tiempo y en el espacio”, en pocas palabras, “vidas detenidas en una duración”. Por otra parte, en lugar de “la inmovilidad torturada del barroco”, el cine tiene la capacidad de momificar el cambio, el movimiento. Así es como la fabricación de la imagen se libera de todo utilitarismo antropocéntrico, separándose de sus funciones mágicas, alcanzando un destino temporal autónomo y trastocando “radicalmente la psicología de la imagen”, capaz ya de revelarnos lo real sin la mediación aparente del hombre, toda vez que “entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto”, lográndose como resultado final —dando por hecho la redención de la pintura realista— la identidad absoluta entre la imagen mecánica y el modelo. De ahí que “la originalidad de la fotografía con relación a la pintura reside por tanto en su esencial objetividad” y “las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real”.

Puede ser verdad que, como se ha afirmado en relación con la fotografía, “por vez primera, entre el objeto inicial y su representación no se interpone más que otro objeto” y que “todas las artes están fundadas en la presencia del hombre; tan sólo en la fotografía gozamos de su ausencia”, pero hay demasiadas razones para poner esto en duda. En primer lugar, resulta importante advertir que “incluso en la reproducción fotográfica más simple de un objeto perfectamente simple es necesaria una sensibilidad hacia su naturaleza que va más allá de toda operación mecánica”. Por esta razón el siguiente argumento no es válido: “El cine no puede ser arte porque se limita a reproducir mecánicamente la realidad”.  Detrás de la elección de la forma característica de un objeto se esconde en efecto una cuestión de sensación, de sensibilidad.

Además, la pantalla no refleja exactamente la realidad debido a una serie de principios “inevitables”, entre los cuales destacan la reducción de la tridimensionalidad, la falta de color y la delimitación de la pantalla, y a otros principios de orden más bien técnico, como el alcance de la imagen y la discontinuidad del espacio y del tiempo. Unos y otros participan de la naturaleza dual del cine como presentación del espacio sobre una superficie plana —aligerada por cierta ilusión de profundidad— y como paso real del tiempo, por lo que el cine presenta a un tiempo las características de una imagen mecánica y la ilusión parcial que proporciona el teatro —con la diferencia de que éste último retrata la simulación de la vida, pero no la vida real—. En consecuencia, el cine da “la impresión de vida real” y al mismo tiempo, “debido a la ausencia de colores y de profundidad tridimensional, al estar categóricamente limitado por los márgenes de la pantalla, el cine queda muy satisfactoriamente despojado de su realismo”.

En conclusión, en la representación  y reproducción mecánica de la realidad es indispensable la presencia de la sensibilidad humana y el conocimiento técnico de las posibilidades de la cámara y del cinematógrafo para no caer en las prácticas primitivas de las que hablaba el crítico Béla Balázs, tales como la llamada adaptación industrial del teatro, en donde “la escena se contemplaba desde una cierta distancia y en su totalidad sin primeros planos, como se veía en el teatro”, prescindiendo de los logros o avances alcanzados hasta entonces y haciendo caso omiso de que los principios del arte cinematográfico no son los mismos que los del arte dramático. Tal y como los esboza el propio Balázs, los nuevos principios son:

1. “Distancia variable entre el espectador y la escena dentro de la misma. De ello resulta un tamaño variable de la escena, que encuentra su lugar en un marco y en la composición de la imagen.”

2. “División de la escena en planos separados.”

3. “El montaje es la unión de las tomas separadas para formar una serie ordenada, en la que no sólo se suceden escenas completas, sino incluso el encuadre de pequeños detalles dentro de una escena. Así nace la escena como una unidad, como piezas de un mosaico colocadas en orden cronológico.”

O, como dijo alguna vez Rudolf Arnheim, “en el teatro un espectador está siempre a la misma distancia del escenario. En el cine, el espectador parece estar saltando de un sitio a otro; ve desde lejos, desde cerca, desde arriba, por una ventana, por la derecha, por la izquierda”. ¿Cuál es la diferencia? Por una parte, “la potencia de credibilidad” de la imagen cinematográfica de la que hablaron críticos tan importantes como André Bazin, esa “transfusión de realidad de la cosa a su reproducción” que obliga a “creer en la existencia del objeto representado”, reforzada con el hecho de que estamos frente a un retrato de la vida real. Por otro lado, los objetos falseados en perspectiva, “la reducción de colores al blanco y negro”, la delimitación de la pantalla, el montaje, los acercamientos, los primeros planos, los “milagros” descubiertos por George Méliés. En suma, el conjunto de rasgos que hacen posible “el ver los átomos de la vida de cerca” —o como dice Balázs “lo más oculto salía a la luz del día: el destello de la lágrima, que en el escenario jamás podía adquirir su conmovedor significado” —, o más bien, la circunstancia de que podamos “percibir como reales y a la vez imaginarios los objetos y acontecimientos, como objetos reales y como meras estructuras de luz sobre la pantalla de proyección; y es esto lo que hace posible el arte cinematográfico”.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Abril 2023

Tiro por viaje surge cierto argumento falaz que poco a poco ha ido adquiriendo todas las características de un comodín lógico, de una suerte de salvoconducto retórico similar a las antiguas cartas oficiales que aseguraban la inmunidad diplomática absoluta de su portador. Este subterfugio deriva a grandes rasgos de un razonamiento básico: nuestros problemas, los grandes problemas de nuestro país, se han creado a través de más de medio siglo de gestiones corruptas, de administraciones apátridas, de gobiernos inmorales. Se trata de problemas seculares. Por tanto, nadie, ni el individuo más bienintencionado, puede pedir un cambio veloz. Las cosas, se dice, no pueden cambiar en cuatro años, ni siquiera en doce o en veinte; la transformación va a tomar muchísimo más tiempo. ¡Paciencia!

A todas luces, el argumento anterior carece de sustento. Establece en primer lugar una relación mecánica entre la transformación prometida y la realidad que será objeto de la transformación. La primera pregunta que salta a la vista tiene que ver con el tiempo que hay que esperar antes de estar en condiciones de poder pedir resultados a los responsables de una situación, puesto que, si nuestros grandes problemas se formaron durante casi un siglo, ¿tenemos que esperar entonces la misma cantidad de tiempo antes de obtener el derecho legítimo de pedir resultados y de ensayar una solución distinta? Tan sólo desde un punto de vista aritmético esto resulta inadmisible. Ni el más paciente o indolente de los seres humanos estaría dispuesto a esperar tanto tiempo antes de levantar la mano y exigir resultados concretos. De donde puede inferirse que las grandes y verdaderas transformaciones sociales no responden a mezquinas consideraciones aritméticas, a criterios puramente cuantitativos. El absolutismo francés había durado más de un siglo. La revolución francesa de 1789 no exigió sin embargo la misma cantidad de tiempo antes de transformar la sociedad correspondiente. Si Danton o Robespierre hubieran creído que la revolución en curso respondía sólo a criterios cuantitativos habrían muerto esperando que el cambio cayera en sus manos como fruta madura. La revolución rusa tampoco respetó los derechos de antigüedad del zarismo, el rancio abolengo de la dinastía Románov, la cual ostentaba hacia 1917 la respetable vetustidad de poco más de 300 años. Ni siquiera la revolución mexicana tuvo la cortesía de pedir treinta años de gracia antes de extirpar el viejo régimen porfirista. En realidad, la historia procede a partir de saltos que representan otros tantos momentos de ruptura de lo progresivo, otros tantos momentos de transición de lo cuantivativo a lo cualitativo, de “catarsis” que significan en fin la transición de lo objetivo a la subjetivo, de la necesidad a la libertad, del momento económico estructural al momento ético-político de la revolución.   

Pero el argumento se repite no obstante tiro por viaje, alegándose que ni el actual presidente de la República ni el partido en el poder pueden cambiar en dos años, ni siquiera en seis más, la compleja situación del país, situación que ha sido creada en el curso de un tiempo muy largo y venerable, cuando menos desde hace cincuenta años. Con esto se quiere decir en general que el presidente López Obrador no es el culpable o responsable de los numerosos y graves problemas que han surgido en México desde que asumió el poder en 2018, sino una víctima, ¡una más!, de la historia ominipotente. Desde este punto de vista el actual presidente de la República ha hecho exactamente todo lo que ha podido hacer, o también, ha podido hacer precisamente lo que ha hecho, ni más ni menos. Todo esto plantea el problema de la responsabilidad histórica de los llamados artífices o sujetos de la historia. La cuestión se puede resumir en una sola pregunta: ¿el presidente López Obrador es responsable de la crisis social que estamos padeciendo los mexicanos en estos precisos y aciagos momentos?

¿Hasta dónde puede hablarse de responsabilidad histórica individual? “Querer es poder”, sentencia una expresión popular muy conocida, con lo cual se quiere decir, poco más o menos, que “cuando se quiere, se puede”. Pero aquí, como en tantos otros lugares, la sabiduría popular expresa una verdad parcial. Hasta la experiencia común reconoce que un axioma que se lleva al extremo acaba por transformarse en su contrario, dialéctica que reconocen los propios proverbios cuando establecen por ejemplo que summum jus, summa injuria. Cierto. El derecho abstracto, si es llevado a su límite, se transforma en injusticia. “Toda verdad, escribió Lenin, si se exagera, si se extiende más allá de los límites dentro de los cuales es realmente aplicable, puede ser llevada al absurdo, y, en las condiciones señaladas, se convierte infaliblemente en absurdo.” “La razón se convierte en sinrazón; el alivio en un tormento”.

“Querer es poder”, “cuando se quiere, se puede”, cualquiera de ambas expresiones de sabiduría popular revela un punto flaco que la acaba convirtiendo en un arma de doble filo cuando se aplica en la práctica más cotidiana, puesto que, o bien provoca una saludable inyección de energía a un espíritu más o menos abúlico, o bien alienta la persecución de objetivos irrealizables, en cuyo caso, la energía y el entusiasmo iniciales se convierten poco a poco y a la postre en frustración, sensación amarga que desemboca en una posición permanente de pesimismo y de impotencia, porque por más esfuerzos que se hagan, por más que se insista y se batalle, nuestro deseo, nuestra meta, nuestro sueño más caro, nunca cuajan, nunca coagulan, estrellándose como olas impotentes contra el farallón de la realidad invencible. En este caso, la voluntad, la iniciativa personal, la actividad consciente de los individuos, su energía práctica, su libertad, parecen chocar, parecen contradictorias con respecto a una necesidad que las coarta, que las limita y que  termina destrozándolas en mil pedazos, sobreviniendo enseguida la desilusión más atroz.   

Sin embargo, esta concepción de la libertad no logra más que oponer el querer a la realidad objetiva estableciendo un abismo infranqueable entre el sujeto que quiere y no puede, por un lado, y el objeto necio que resiste los embates de una voluntad no menos necia, por el otro. En este caso, el sujeto que quiere opone sus deseos a la realidad en lugar de hallar un puente que una ambos polos, en vez de hallar la manera de unir sus ideales con la propia realidad. “Las pruebas de falta de carácter y de pasividad son el soñar y el fantasear”.

Desde un punto de vista no dialéctico, libertad y necesidad constituyen en efecto dos conceptos que se excluyen mutuamente, es decir, lo que es libertad no es necesidad, y viceversa, lo que es necesidad no es libertad. A este respecto, los materialistas franceses del siglo XVIII mantenían un punto de vista metafísico. A pesar de que consideraban que todas las funciones psíquicas de los seres humanos no eran más que sensaciones transformadas (contra la idea en boga de que había principios innatos en el ser humano), cuando se veían en la terrible disyuntiva de tener que explicar el movimiento histórico efectivo no podían menos que anteponer la idea opuesta, a saber, que las opiniones y creencias e ideas de los seres humanos determinaban el desarrollo del mundo, determinaban en una palabra las relaciones sociales, el medio ambiente social. De esta suerte, los materialistas franceses caían en una contradicción irreductible asegurando por una parte que los individuos estaban determinados por su medio social, mientras de otro lado suponían que el medio ambiente social estaba determinado a su vez por los propios seres humanos, por sus distintas opiniones e ideales.

Los materialistas franceses caían por tanto en trampas prácticas insolubles, en contradicciones teóricas insalvables. Si bien reconocían la tesis materialista de que el medio ambiente social determinaba la conducta de los hombres, admitían también el punto de vista idealista de que la opinión determinaba el medio ambiente social. De esta manera, concluían por una parte que los seres humanos no podían cambiar su medio ambiente porque ellos mismos, los propios individuos, estaban condicionados por el medio ambiente; admitían sin embargo por otro lado que las opiniones, la ilustración progresiva de los individuos, podían, a pesar de todo, transformar las propias condiciones materiales de existencia de los seres humanos.

Los materialistas franceses suscribieron por consiguiente una concepción de la historia que explicaba los acontecimientos históricos a partir de las cualidades positivas o negativas de los individuos que llegaban a detentar el poder político. A este respecto, los materialistas franceses del siglo XVIII terminaron por crear la figura del buen príncipe, del príncipe moral, ilustrado, del político que, superando la contradicción entre la libertad humana y la férrea necesidad impuesta por el medio social, modificaba a partir de sí mismo, verdadero deus ex machina, un ambiente social de otra modo incorregible. En estas circunstancias, los materialistas franceses comulgaron con una teoría no materialista de la historia, teoría que, a grandes rasgos, establecía que la historia respondía a los designios, a las intenciones, a las ambiciones, de los grandes hombres, de los héroes intelectuales o políticos. De esta manera el proceso histórico quedaba reducido a la categoría de un juego desordenado del azar, una serie infinita, una secuencia interminable de pasiones e intenciones individuales en pugna, en conflicto incesante. La libertad se escindía aquí de la necesidad.

En contraposición a las ideas históricas de los materialistas franceses, el idealismo alemán, idealismo dialéctico, descubrió que el proceso histórico revestía una apariencia engañosa. Uno de los principales descubrimientos filosóficos del idealismo alemán, idealismo dialéctico, estuvo precisamente en la comprensión de la relación entre la libertad y la necesidad. Esto representó un gran avance en relación con los puntos de vista más característico, con el modo de ver más propio, de los materialistas franceses del siglo XVIII. El idealismo alemán estableció precisamente la unidad entre libertad y necesidad, descubriendo la relación dialéctica entre ambas. Sí, la historia presentaba el aspecto de un juego desordenado del azar, pero los motivos ostensibles de los hombres no agotaban el fenómeno. Más todavía. La libertad, es decir, las acciones conscientes de los seres humanos, se convertía en necesidad, y la necesidad se convertía, a su propia vez, en libertad. Esto se puede ver muy fácilmente si se considera que, al mismo tiempo que actuamos de un modo totalmente libre, esto es, consciente, aparece inconscientemente en nuestras manos como resultado una cosa de la cual nunca hemos sabido la intención, y que nuestra libertad dejada a sí misma nunca habría estado en condiciones de producir por sí misma. Esto quiere decir que las acciones humanas producen algo distinto de lo que los propios individuos proyectan y logran.

A este respecto, el idealismo dialéctico alemán superó el pensamiento metafísico del materialismo francés de la Ilustración. Los grandes idealistas alemanes reconocieron que el desarrollo de la historia ofrecía el aspecto de una lucha interminables de pasiones e intenciones individuales, pero advirtieron la existencia de una necesidad “allí donde sólo se veía a primera vista el juego desordenado del azar”. En este sentido, Schelling concluyó que las acciones conscientes de los hombres, esto es, la libertad, se convertía en necesidad, de la misma manera que la necesidad se convertía en libertad. Y Hegel compartió la idea de Schelling.

El problema de la responsabilidad histórica sigue en términos generales el marco que establece la relación de unidad que prima entre libertad y necesidad. Pero cabe aclarar que aceptar el determinismo de la necesidad no conduce al fatalismo. Y los ejemplos abundan: Mahoma, Oliver Cromwell, Martín Lutero. “Piénsese que ni siquiera el concepto de «predestinación», propio de algunas corrientes del cristianismo, extingue el llamado «libre albedrío», debido a que el individuo acepta «voluntariamente» la voluntad divina”, advirtió Antonio Gramsci.  

De esta manera parece más o menos evidente que los seres humanos, más que responsables del proceso histórico, son sus víctimas muchas veces inconscientes. Esto quiere decir que, los individuos no somos, como muchas veces creemos, arquitectos de nuestros propio destino, por lo menos no al nivel que quiere el lugar común cuando asegura que cada uno labra su propia suerte si se muestra intrépido: “la fortuna favorece a los audaces”.

Por supuesto que nosotros hacemos nuestra historia, pero la hacemos bajo circunstancias que nosotros mismos no hemos elegido, bajo condiciones que las generaciones anteriores nos han legado. Esto quiere decir la célebre frase de Carlos Marx a propósito de que “la tradición de los muertos oprime como una losa, o como una pesadilla, el cerebro o la cabeza de los vivos”. Le mort saisit le vif! Pero Marx no hablaba tan sólo de condiciones objetivas en el sentido más estrecho de la palabra, hablaba también de otro tipo de objetividades, de cosificaciones, de materializaciones más opresivas aún que las propias condiciones materiales, como los imperativos morales, las normas universales, las distintas obligaciones éticas, idealizaciones de toda clase que surgen sobre la base del proceso de la producción material, pero que se reifican materializando lo ideal, que se cristalizan adquiriendo un género especial de objetividad y constriñendo las acciones aparentemente muy libres de los seres humanos. “La tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres”, dijo Federico Engels alguna vez.” Es verdad. “La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis inertiae de la historia.”

Ni siquiera los “grandes hombres” juegan el papel que generalmente se les atribuye. La opinión común los concibe como los verdaderos hacedores de la historia. Ellos son quienes deciden las leyes, quienes las promulgan, quienes las ejecutan. Pero esto no es más que una ilusión óptica que nos hace desatinar. A este objeto, basta con sopesar un par de casos de historia contrafactual. Por ejemplo, Napoleón Bonaparte. ¿La historia habría sido distinta si Napoleón Bonaparte hubiera muerto antes de 1789? A primera vista, la respuesta no puede ser más que afirmativa. Si Napoleón hubiera muerto antes de tiempo, la historia de Francia habría sido completamente distinta. Sin embargo, la primera respuesta, la que nos parece más lógica, más natural, casi nunca es la respuesta correcta, pues si bien la muerte prematura de Napoleón habría significado una alteración de los rasgos particulares, específicos, que esta personalidad sobresaliente le imprimió a la historia, no habría alterado aun así su tendencia más general. Lo mismo pasaría en el caso de un gran artista, de un genio de la pintura o de la música, o de cualquiera de las bellas artes. Si Leonardo o Miguel Ángel hubieran muerto antes de tiempo, el Renacimiento habría avanzado de todos modos, aun sin ellos, puesto que ellos dos no eran sino la expresión más perfecta, más acabada, de esa tendencia de la pintura, pero no la agotaban por completo ni siquiera entre ambos.

El problema de la responsabilidad histórica expresado en los términos de la relación dialéctica entre necesidad y libertad viene a cuento por una razón más que evidente. A estas alturas del sexenio en curso parece más o menos claro que la “cuarta transformación” en general ha dado ya todo de sí, y resulta mucho más claro todavía que el presidente López Obrador en particular no puede hacer (o deshacer) más de lo que ya hizo y deshizo, es decir, por supuesto que puede hacer más, pero tan sólo en un sentido puramente cuantitativo. En un sentido cualitativo su proyecto de “transformación” alcanzó ya desde hace rato toda la profundidad que podía alcanzar, el punto máximo de profundidad de que era capaz. El famoso “cambio de régimen” que no de gobierno cuyo desenlace inminente se anunció desde mucho antes de 2018 “en medio de terremotos y explosiones” como “un gigante advenimiento” que cimbraría hasta sus centros la tierra de México (“¿Va a nacer un volcán? ¿Un río de fuego? ¿Se alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella?”)… terminó muy pronto como el proverbial parto de los montes, engendrando entre gritos y sombrerazos el ridículo ratoncito que representa un hilarante “posneoliberalismo” que casi nadie toma en serio.

Así las cosas, parece claro también que el gran “transformador” responde, incluso más de lo que él mismo se alcanza a imaginar, a un conjunto de condiciones objetivas que determinan su libertad aparente, que lo constriñen, que lo obligan, por más que él mismo se empeñe en ir contra ellas, a hacer sólo lo que está haciendo efectivamente: en estricto sentido, no puede hacer más de lo que ya hizo, viéndose entonces en la necesidad inevitable de resucitar los espectros del pasado de México con el único objetivo de representar este episodio de la historia nacional vestido con el disfraz de una antigüedad venerable que le permita ocultarse a sí mismo el contenido a todas luces limitado de su “titanomaquia”.  

No sin razón se hizo vagar el espíritu inveterado de Lázaro Cárdenas con motivo de la conmemoración del 85 aniversario de la expropiación petrolera que se realizó en el zócalo de la Ciudad de México el 18 de marzo de los corrientes. Las comparaciones no se hicieron esperar. Si Cárdenas expropió el petróleo en 1938, el presidente López Obrador hizo lo propio con el litio en 2022. Si Cárdenas tuvo que decidir entre Francisco J. Múgica y Manuel Ávila Camacho, el presidente López Obrador se halla hoy en una encrucijada casi idéntica… teniendo que escoger entre las “corcholatas” que todos conocemos. “¡Nada de zigzaguear!”, tronó la caricatura del viejo Cárdenas. Pero en todos estos casos la frase “revolucionaria” desborda el verdadero contenido de la “cuarta transformación”. En realidad, la expropiación de 2022 parodia a la de 1938 del mismo modo que la disyuntiva obradorista de la sucesión presidencial representa la comedia de la disyuntiva cardenista. Es natural. Cuando se quiere y sin embargo (¡ay!) no se puede, cuando “querer” no se transforma en “poder”, cuando las montañas parturientas terminan dando a luz al mísero ratón “posneoliberal” de la austeridad franciscana, es preciso recurrir a las consabidas conjuraciones de los muertos. En estas circunstancias, la “cuarta transformación” se ve obligada a extraer del pasado nacional la pizca indispensable de poesía que requiere la representación de cualquier parodia histórica, teniendo que remontarse a los recuerdos de la historia de México sólo para aturdirse acerca del contenido propio de su propia gesta y no encontrarse en el terrible predicamento de cobrar conciencia de que el cambio de régimen prometido ha acabado en chasco o fraude grotesco. ¿Querer es entonces poder? ¿O se quiso, pero no se pudo?

“No digas que no puedes, sino que no quieres”, escribió no obstante Lenin en el ¿Qué hacer? En efecto. “Cuando se quiere se puede” sólo si la libertad se identifica con la necesidad, si no se opone abstractamente lo que se “quiere” a lo que se “puede” en los “días pequeños” de los períodos de calma que preceden a los “días grandes” de las tempestuosas crisis revolucionarias. “Querer es poder” sólo si el sujeto no se separa románticamente del objeto, si se combinan prosa y poesía, “ser” y “deber ser”, cuando el mecanismo de la necesidad se subvierte y surge el momento de la “catarsis” social, cuando llega la hora de la situación revolucionaria que se transforma en crisis revolucionaria permitiendo la transición de lo cuantitativo a lo cualitativo, de lo objetivo a lo subjetivo, el salto de la necesidad a la libertad que rompe la continuidad histórica estableciendo la posibilidad efectiva de poder todo lo se quiere.

Pero las grandes transformaciones no son resultado de actos individuales ejecutados por personalidades o minorías más o menos sobresalientes que colocándose por encima de la contradicción entre la libertad humana y la necesidad objetiva modifican a partir de sí mismas el medio ambiente social enfermo. “Querer es poder” sólo para las grandes masas que alcanzan la conciencia de clase para sí y cuya emancipación sólo puede ser obra de ellas mismas como resultado de un acto social que no oponga el querer al poder, sino que represente la necesidad objetiva misma hecha libertad.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

HISTORIA

Gato por liebre: el “cambio” de régimen de la “cuarta transformación”

Miguel Alejandro Pérez Alvarado

ABRIL 2023

El discurso oficial proclama que México ha estado sometido en estos poco más de cuatro últimos años a un cambio radical de régimen, a una revolución sin parangón alguno junto a la cual la revolución bolchevique de 1917 parece un juego pueril. Todas las “potencias” del execrable pasado inmediato han sido abolidas de un día para otro, los antiguos principios han sido desplazados y los ídolos de barro del antiguo régimen han sido derribados para siempre. Se ha tratado en una palabra de una transformación de alcance histórico-nacional al lado de la cual la revolución mexicana resulta ridícula, de suerte que, de noviembre de 2018 hasta la fecha, se ha removido el suelo de México como nunca, más incluso que en los dos siglos precedentes.

Pero esto ha ocurrido, sobre todo, en los dominios de la conciencia. “Ya hay una nueva corriente de pensamiento” —ha declarado el presidente AMLO, “ahora todo es distinto, (…) el corrupto está quedando mal visto, estigmatizado”. En este sentido, se ha seguido el postulado moral de trocar una conciencia por otra, de sustituir los dogmas acerca de la corrupción por un pensamiento acorde con la verdadera moral, las ideas falsas por las verdaderas. Sin embargo, el principio de cambiar de conciencia no equivale más que a interpretar de un modo distinto la realidad, esto es, reconocerla por medio de otra interpretación. Por esto, a pesar de su fraseología supuestamente revolucionaria, la transformación que hoy se exalta como un viraje de la historia de México ha representado, en la práctica, el perfecto conservadurismo. En términos generales, ha sido una lucha con las sombras de la realidad, un combate contra “frases” a las cuales no se ha sabido oponer más que otras frases.

Como se sabe, combatir solamente las ilusiones sobre un estado de cosas no significa combatir el estado de cosas real, efectivamente existente. Por esto, las jactancias revolucionarias del presunto cambio radical de régimen presentan un contraste tragicómico con sus verdaderas hazañas, las cuales, además de reflejar su mezquindad y pequeñez históricas, se han reducido a la fantasía de haber reemplazado la antigua conciencia corrupta por una conciencia incorruptible, la vieja amoralidad neoliberal por la moralidad posneoliberal; el resto de sus lucubraciones (la que corresponde por ejemplo a la abolición definitiva del modelo neoliberal o aquella otra que establece la idea de que México se encuentra atravesando un periodo posneoliberal) significan otras tantas maneras de atildar la pretensión de estar realizando una transformación histórica.

De este modo, la supuesta revolución sin igual no ha sido más que un duelo contra ciertas ideas falsas, contra las cuales ha opuesto nada menos que sus propias ideas e ilusiones so pretexto de que éstas expresan la quintaesencia de la moral. En una palabra, ha sido una lucha contra las quimeras de la conciencia en nombre de otras quimeras, de dogmas que, desde su punto de vista, manifiestan la conciencia auténtica. En esto se ha seguido el ejemplo proverbial de aquel “hombre listo” que, un buen día, adquirió la seguridad de que los hombres se hundían en el agua y se ahogaban sólo porque aceptaban la idea de la gravedad, razón por la cual se pasó la vida luchando contra esta ilusión, pues estaba convencido de que, tan pronto como se abandonara esta idea supersticiosa, todo mundo quedaría a salvo del peligro de ahogarse.

Así pues, todo ha cambiado en México, aunque todo el cambio se ha reducido a sustituir un espectro por otro, aún más ingenuo si cabe. En efecto, incluso en el mejor de los casos, la “nueva corriente de pensamiento” de la que tanto se ufana el presidente AMLO no habría logrado sino la proeza de propagar una interpretación distinta de la corrupción; con esto, por supuesto, se habría apegado al postulado moral de trocar la vieja conciencia inmoral neoliberal por la nueva conciencia moral posneoliberal, pero en modo alguno habría cambiado el fundamento material, objetivo, de la corrupción, de la misma manera que el combate a muerte del hombre listo contra la idea de la gravedad, aun en el caso de haber logrado que alguien se quitara esta funesta idea de la cabeza, no habría evitado que, a fin de cuentas, éste se hundiera en el agua y se ahogara.

Por todo esto, el cambio radical de régimen anunciado por el discurso oficial se ha reducido a oponer unos conceptos a otros, a sustituir unos dogmas por otros, una ilusión que reputa espuria por otra que reputa genuina. De esta guisa se ha presumido una nueva concepción no sólo de la moral, sino también de la historia, el pueblo y el Estado, ámbitos que, desde este punto de vista, han sido sometidos por igual a una crítica despiadada, inmisericorde. Pero aquí también las ovejas conservadoras se han vestido de lobos revolucionarios, de modo que sus alardes presentan también un contraste tragicómico con sus verdaderas hazañas.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Abril 2023

El pensamiento del filósofo y profesor italiano Antonio Labriola (1843-1904) presenta dos peculiaridades características. En primer lugar, su concepción de la historia. En segundo, su lectura de la novedad u originalidad esencial que significa el método de investigación del marxismo.

En relación con el primer punto, Labriola se distingue por una posición “antieconomicista”[1] en relación con la interpretación del llamado “mundo moral”, es decir, el “complejo histórico-social”.[2] Acerca de esto, Labriola considera que “no se trata ya de separar el accidente de la sustancia, la apariencia de la realidad, el fenómeno del núcleo esencial, o como quieran decirlo los secuaces de cualquier otra escolástica”.[3] Se trata, por el contrario, “de explicar el entrelazamiento y el complejo precisamente en cuanto que entrelazamiento y complejo”.[4] Para entender mejor esta arista del pensamiento de Labriola, esto es, su crítica rotunda del “materialismo económico”, bastan dos botones de muestra. El lector de su Del materialismo histórico puede encontrar ahí la reflexión subsecuente:

Y he aquí que oímos decir que con esta doctrina [la concepción materialista de la historia] se intenta explicar todo el hombre con el sólo cálculo de los intereses materiales, negando cualquier valor a todo interés ideal. Semejantes confusiones son en gran parte productos de la inexperiencia, de la incapacidad y del apresuramiento [no sólo] de ciertos adversarios, [sino también de] propagadores de esta doctrina, los cuales, con el afán de explicar a otros lo que ellos mismos no entendían por completo, (…), han afectado aplicarla tal cual al primer caso o hecho histórico que les cayere en manos, reduciéndola así a migajas, exponiéndola a la crítica fácil y a la burla de los que acechan novedades científicas y de otros desocupados por el estilo.[5]

Labriola considera que esta clase de “confusiones” derivan de un “vicio” que “suele llamarse verbalismo” y que consiste en un “culto e imperio de la palabra” que termina por “desfigurar el significado vivo y real de las cosas”. El verbalismo tiende a transformar las “cosas reales, efectivas” en “cuestiones terminológicas”, en “términos, en palabras y formas de expresión abstractas y convencionales”; tiende, en resumen, “a encerrarse en definiciones puramente formales”. Por este “mal hábito” muchos creen que “es obvio sacar” el sentido o contenido de la expresión o fórmula “concepción materialista de la historia” a partir del “simple análisis de las palabras que la componen”, en lugar de realizar un “estudio genésico de cómo se ha producido la doctrina”. A este vicio se añaden, casi siempre, tanto la “suposición teórica” de que “materia quiere decir alguna cosa que está por debajo o frente a otra cosa más alta y más noble llamada espíritu” como el “hábito literario” que contrapone “la palabra materialismo, entendida en sentido despreciativo, a todo lo que compendiosamente llámase idealismo, o sea el conjunto de toda inclinación o acto anti-egoístico”.[6]

Labriola rechaza terminantemente todos esos “prejuicios”, en especial aquel que asume que la concepción materialista de la historia “intenta explicar todo el hombre con el sólo cálculo de los intereses materiales, negando cualquier valor a todo interés ideal”. Para esto Labriola explica que “en la historia carne y hueso forman un solo objeto”.[7] Por esta razón, resulta imposible “separar el hecho acaecido del modo como sucedió” [8], es decir, “desanudar su integralidad circunstancial”.[9] Post factum, los móviles efectivos, esto es, los motivos profanos y prosaicos de las vicisitudes históricas, “en gran parte desconocidos de los mismos actores u operadores”, aparecen claros. Mas sólo la “especificada circunstancialidad” de las “obras humanas”, vale decir, su “integralidad circunstancial”, puede explicar que “el hecho sucediese como precisamente sucedió”.[10] Así, por ejemplo, un análisis póstumo puede “rehacer la genuina historia de las causas económicas o íntimas de la Reforma” (“la rebelión económica de la nacionalidad alemana contra la explotación de la corte papal”), pero “Fue Lutero lo que fue, como agitador y como político, porque creyó que el impulso de clases que movió la agitación era un retorno al verdadero cristianismo y una divina necesidad en el curso vulgar de las cosas”.[11] En esto último consiste, precisamente, la “integralidad circunstancial” de la Reforma, su “especificada circunstancialidad”. 

A partir de estas consideraciones metodológicas, Labriola observa “que no hay un hecho en la historia que no esté precedido, acompañado y seguido de determinadas formas de conciencia”[12], y que “las formas de la conciencia, como que están determinadas por las condiciones de vida, son también historia”.[13] En consecuencia, la historia “no es solamente la anatomía económica, sino todo aquello junto que esta anatomía reviste y cubre, hasta los reflejos multicolores de la fantasía”[14]. Con esto, Labriola concluye que para escribir la historia no “basta con poner en evidencia tan sólo el momento económico”.[15]

En resumen, Labriola considera que el materialismo histórico o concepción materialista de la historia excluye todo reductivismo económico, y que más bien se distingue por la tentativa de “entender integralmente la historia”, de conocer “la complejidad real”, la “realidad plena”.[16] Por consiguiente: “Yerran los que creen entender y dar a entender su totalidad llamándola [a la concepción materialista de la historia] interpretación económica de la historia. […] Lo nuestro no es eso. Estamos en la concepción orgánica de la historia. Lo que se tiene ante el espíritu es la totalidad y la unidad de la vida social”.[17] De esta manera, Labriola anticipa posiciones marxistas posteriormente célebres, como esta de Georg Lukács: “Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de un predominio de los motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, el dominio omnilateral y determinante del todo sobre las partes, es la esencia del método que Marx tomó de Hegel y transformó de manera original para hacer de él el fundamento de una nueva ciencia”.[18] 

Respecto a la novedad esencial de la metodología marxista de investigación, Labriola rescata el rasgo de aspirar a la investigación “de lo concreto”.[19] Esto quiere decir que persigue la síntesis, la unificación, de los conocimientos analíticos de las disciplinas instrumentales. Desde este punto de vista, el conocimiento de tipo analítico no es conocimiento “sustantivo”, sino “instrumental”.[20] Aun así, Labriola señala que el marxismo se diferencia por la investigación concreta, si bien no instrumental, sí sustantiva y de carácter sintético, por cuanto que el conocimiento de lo concreto representa un conocimiento global o totalizador.[21]

En síntesis, Labriola practica una crítica del “materialismo económico” en nombre de la totalidad y la unidad orgánica de la vida social, de una “concepción orgánica de la historia”, además de destacar la necesidad de que el método marxista de investigación nunca pierda de vista la necesidad insustituible de obtener un conocimiento sintético y sustantivo. En estos elementos reside la singularidad específica de la concepción general de Labriola. A simple vista resulta claro que se trata, en efecto, de una metodología “más abierta” o “mucho más aireada” que la metodología del materialismo que reduce la totalidad social a su “momento económico” o estructural.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

[1] La definición conceptual de este aspecto del programa teórico de Labriola pertenece a Manuel Sacristán. Cfr. Ibid. p. 14.

[2] Ambas denominaciones (“complejo histórico-social” y “mundo moral”) corresponden a Labriola. Véase: Antonio Labriola, Del materialismo histórico, México, Editorial Grijalbo, 1971, p. 11.

[3] Ibid.

[4] Idem.

[5] Ibid. pp. 12-13.

[6] Ibid. pp. 11-12.

[7] Ibid. p. 22.

[8] Ibid. p. 22.

[9] Idem.

[10] Idem.

[11] Cfr. Ibid. p. 21.

[12] Idem.

[13] Idem.

[14] Cfr. Ibid. p. 25.

[15] Idem.

[16] Idem.

[17] Antonio Labriola, “En memoria del Manifiesto Comunista”, en La concepción materialista de la historia, México, Ediciones El Caballito, 1973.

[18] Georg Lukács, Historia y consciencia de clase. Estudios de dialéctica marxista, México, Editorial Gijalbo, 1969, p. 29.

[19] Cfr. Labriola, Socialismo y filosofía, op. cit., p. 17.

[20] Idem.

[21] Idem.

Febrero 2023

Carlos Marx reconoció desde muy temprano (1842) el mérito de Ludwig Feuerbach como crítico de la religión. Aun así, exigió muy pronto también (1843) que la crítica feuerbachiana del cielo se transformara en “crítica de la tierra”, que la crítica de la teología se convirtiera en crítica de la política, puesto que, si el secreto de la “sagrada familia” residía en la “familia terrenal”, ésta debía ser “teóricamente criticada y prácticamente subvertida”. Así, Marx reconoció que la crítica de la religión elaborada por Feuerbach contenía in nucela crítica del valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad”, estableciendo en consecuencia que la “misión de la historia (…), una vez desaparecido el más allá de la verdad”, consistía “en averiguar el más acá”: sólo de esta guisa la crítica de la religión “llega a convertirse… en crítica del derecho”, en crítica de la tierra.

Esto quiere decir que Marx reconoce dos momentos (cabe aclarar que no sucesivos, sino simultáneos, toda vez que Marx aceptaba que “no se conoce y no se comprende sino haciendo”): en primer lugar, la necesidad indispensable de comprender el “auto-desgarramiento” del “fundamento mundano” del mundo religioso, es decir, comprender la “contradicción con sí mismo” del mundo real, de la base terrenal del mundo imaginado; en segundo lugar (y mucho más importante para él), la necesidad de “revolucionarlo prácticamente por la eliminación de la contradicción”, es decir, de “subvertir prácticamente” el “fundamento mundano” no sólo de la enajenación religiosa, sino de las diversas enajenaciones.

El impulso de “subvertir prácticamente” el mundo mundano distingue por tanto al marxismo de todas las filosofías, precedentes y sucedentes. Marx proclamó en efecto la abolición o negación de la filosofía, pero para el marxismo “abolición” no quiere decir abolición teórica, o no tanto como abolición prácticarealización efectiva de la filosofía. No por otra razón la suerte de la filosofía en el mundo capitalista depende de una clase social, el proletariado. A juicio de Marx, “la filosofía no puede llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no puede abolirse sin la realización de la filosofía”.

Federico Engels compartía una perspectiva análoga cuando reconoció que “el movimiento obrero de Alemania es el heredero de la filosofía clásica alemana” y no, como más de un profesor o doctísimo doctor alemán hubiera creído, los filósofos de gabinete o los cenáculos intelectuales. El legado filosófico de Kant, Hegel, Fichte, Schelling, etc., corresponde por derecho propio a los trabajadores de todo el mundo; la clase obrera mundial es la heredera legítima de la filosofía clásica alemana.

Marx entendía en suma que la filosofía representaba el complemento ideal del mundo real; pero no ignoraba que la negación de la filosofía en cuanto tal complemento implicaba la negación de un mundo que necesita de tal complemento ideal. La superación de la felicidad ilusoria del pueblo conlleva en otras palabras la exigencia de su felicidad real. Si el mundo experimenta un desdoblamiento en un mundo imaginado y un mundo real, explicaba Marx, si el fundamento mundano se separa de sí mismo y se fija en un reino independiente, en las nubes, esto obedece y responde al “auto-desgarramiento”, a la “contradicción con sí mismo”, de este “fundamento mundano”. Por donde resulta que la negación de la filosofía exige su realización y su realización consiste en que el “fundamento mundano” de la propia filosofía “debe ser… prácticamente subvertido”. De este modo, la filosofía resulta eliminada, negada, abolida, en la práctica, en el mundo real.

Por tanto, la realización de la filosofía presupone la necesidad de “revolucionar prácticamente” el mundo real por la eliminación de su “auto-desgarramiento”, de su “contradicción con sí mismo”. La “subversión práctica” de la que hablaba Marx constituye la piedra de toque del marxismo y reviste un carácter radical en oposición a las revoluciones parciales. Desde la perspectiva del marxismo, el término radical significa “atacar el problema por la raíz”. Una revolución parcial representa en cambio una “revolución meramente política”, no-radical, a fuer de “que deja en pie los pilares del edificio”. Entonces, resulta claro que la realización de la filosofía supone una “praxis revolucionaria” que ataque “el problema por la raíz”, que remueva “los pilares del edificio”[social].

Según Marx, la revolución radical que implica la realización de la filosofía en cuanto complemento ideal de un mundo en contradicción con sí mismo corresponde a la clase obrera, heredera natural de la filosofía clásica alemana. La revolución radical representa por consiguiente la tarea histórica propia de los proletarios, en virtud de que la clase proletaria conforma una clase social con cadenas radicales, de modo que “no puede emanciparse sin emanciparse en el resto de las esferas de la sociedad y, simultáneamente, emanciparlas a todas ellas”. No por otro motivo Marx escribió que “cuando el proletariado proclama la disolución del orden universal precedente, no hace más que pregonar el secreto de su propia existencia, ya que él es la disolución de hecho de ese orden universal”. En el mismo sentido el marxismo declara que el proletariado es la “antítesis de la “propiedad privada”. Pero dentro de tal antítesis, el propietario privado desempeña una acción de mantenimiento, circunstancia por la cual representa la parte conservadora de la misma; mientras que el proletariado, en cuanto “propiedad privada disuelta y que se disuelve”, recalcaba Marx, desarrolla una acción de destrucción de la antítesis, motivo por el cual aparece como “su inquietud en sí” y como su parte destructiva. Así, el proletariado “está obligado a destruirse a sí mismo y con él a su antítesis condicionante que lo hace ser tal proletario, es decir, a la propiedad privada”.

De este modo, el proletariado “sólo vence —declaró Marx— destruyéndose a sí mismo y a su parte contraria”, condición que explica la singularidad de que “al vencer… no se convierte con ello, en modo alguno, en el lado absoluto de la sociedad”, todo lo contrario de la revolución parcial, “meramente política”, de una “parcialidad social” como la burguesía, clase social que, a diferencia del proletariado, sí se transforma al vencer en el “lado absoluto de la sociedad”. 

La praxis revolucionaria, la revolución radical del proletariado, presenta en suma la particularidad característica de abolir el “más allá” de la filosofía aboliendo el “más acá” de su fundamento mundano.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

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