El capitalismo siempre engendrará explosiones de ira popular, que expresan, así sea de forma instintiva e inmediata, el deseo de las masas por cambiar radicalmente su situación. Por más grande que sean los mecanismos de dominación y la sofisticación de las fuerzas represivas del estado, estas nunca serán suficientes para apagar la voluntad de lucha de las clases oprimidas. Al afirmar esto, no nos referimos a eventos atípicos o futuros lejanos, sino al día a día de la sociedad capitalista. Y, para ilustrar este punto, basta pasar revista a lo acontecido en nuestro continente en apenas los últimos tres años y medio. Enormes, prolongadas y más o menos generalizadas luchas populares estallaron en Ecuador, Chile, Colombia, Bolivia y, ahora mismo, en Perú, de 2019 al momento de escribir este artículo.
Y, aunque se ha vuelto casi un lugar común, no es por ello menos cierto que los estallidos de rabia popular, por sí solos, nunca son suficientes para cambiar de raíz el orden de cosas existente. La acción espontánea se enfrenta con límites infranqueables, cuya solución positiva queda sintetizada en las que son, quizás, las dos fórmulas más conocidas de Lenin: “sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario” y “la revolución no se hace, sino que se organiza”.
Pero, llegados a este punto, las cosas dejan de ser tan claras. La crítica más común a esta concepción afirma que el leninismo es una forma de acción política absolutamente inflexible que, en todo momento, sustituye a las masas por el partido, y al partido por su dirigencia. Esta crítica parte un prejuicio, según el cual, para Lenin, absolutamente toda la acción de las masas, para ser revolucionaria, necesita estar dirigida siempre y en todo momento, y de la forma más rígida posible, por el partido mismo.
Pero esto es falso: la práctica leninista nunca propone establecer una separación absoluta entre la acción espontánea de las masas y la acción organizada por el Partido proletario. El leninismo, efectivamente, busca negar al espontaneísmo y lograr que se imponga la conciencia de clase. Pero esta negación, para ser progresiva y revolucionaria, no se consigue con una simple condena o rechazo total de la acción no organizada de las masas, sino con el involucramiento activo de los sectores más conscientes en esas batallas. Esto no significa sumarse oportunistamente a todas las luchas populares, ni ver potencial revolucionario allí donde, por la naturaleza de los sectores que participan o por las demandas que encabezan, simplemente no lo hay. Quiere decir, para ponerlo en términos sencillos, que la organización y educación de los trabajadores se consigue, fundamentalmente, en la lucha misma, que nunca puede estar totalmente dirigida y planificada conscientemente.
La acción de Lenin en lo que se conoce como “las jornadas de julio” de 1917 es una aplicación contundente y llena de valiosas lecciones sobre la actitud marxista con respecto a esta dialéctica entre organización y espontaneísmo.
En los días del 3 y 4 de julio de 1917, manifestaciones espontáneas estallaron en Petrogrado contra el gobierno provisional. Cerca de medio millón de trabajadores y soldados armados salieron a las calles el 4 de julio en un movimiento que no era solo una demostración de inconformidad, sino que se planteaba el objetivo explícito de derrocar al gobierno provisional. Esto no sucedió, y lo que siguió fueron meses de represión e intentos de aplastar al Partido Bolchevique.
En su libro “Todo el poder a los soviets. Lenin: 1914-1917”, Tony Cliff provee una explicación detallada de lo acaecido en este convulso y decisivo periodo de la revolución rusa[1]. Uno de los factores que desencadenó estos sucesos fue la ofensiva militar de Kerenski, cabeza del gobierno provisional tras la revolución de febrero, contra Alemania y Austria, que inició el 18 de junio. Esta ofensiva tenía como objetivo unificar a un país dividido y en crisis bajo un gran propósito “nacional”. Sin embargo, esto provocó la ira de los soldados más conscientes políticamente, especialmente de quienes participaron en la revolución de febrero. A ellos se les prometió no moverlos de Petrogrado, especialmente al Primer Regimiento de Ametralladoras, que tuvo un papel destacado en el movimiento que derrocó al zar. Menos de dos semanas después, el gobierno ordenó, precisamente, la movilización de numerosos hombres y armas fuera de la ciudad. Simultáneamente, corrió el rumor de que esta acción era la antesala de una ofensiva más grande para desmembrar el Regimiento. Como respuesta, el 3 de julio el Regimiento convocó a una reunión, y allí, los líderes de la Organización Militar Bolchevique hablaron sobre la posibilidad de realizar un golpe de estado contra Kerenski inmediatamente.
Lenin, sin embargo, advirtió contra esta impaciencia, argumentando que, si bien era posible tomar el poder político, no había las condiciones para mantenerlo. La tarea inmediata era, por el contrario, organizar pacientemente a las masas en el bolchevismo. Pero la organización militar y otros comités bolcheviques de Petrogrado no estaban de acuerdo con Lenin: creían que las masas estaban cansadas de la falta de acción, de solo “aprobar resoluciones”. Creían que el momento decisivo ya había llegado. Al día siguiente, los soldados decidieron tomar las calles junto con otros trabajadores contra el gobierno provisional.
Aunque no aprobaba la decisión de protestar y, potencialmente, tratar de derrocar al gobierno, Lenin asistió y habló con los manifestantes. Les aseguró que, a pesar del camino “no lineal” que estaba siguiendo la revolución, terminarían conquistando la victoria. Pero, en lo inmediato, lo que había que hacer era una manifestación pacífica, no una lucha violenta contra el gobierno. Las masas, armadas y listas para tomar el poder, quedaron decepcionadas por esta postura. Pero la escucharon. Finalmente, el 5 de julio, el Comité Central llamó a terminar la manifestación. El objetivo de ésta, dijeron, era demostrar a las masas la fortaleza y necesidad del Partido bolchevique. Y ese objetivo ya se había cumplido.
Lenin tenía razón en su interpretación de la coyuntura. Aunque los manifestantes tenían fuerza suficiente para tomar el poder, es muy poco probable que hubieran sido capaces de retenerlo. La historia de la revolución rusa muestra, precisamente, que lo más difícil no es tomar el poder, sino lo que viene después. En julio, las masas no estaban convencidas aún de la necesidad del poder bolchevique, y muchas cosas tuvieron que suceder para llegar a ese momento, como el intento de golpe de estado del general Kornilov.
En suma, aunque la manifestación era contraria a la posición del Comité Central, no se separaron de las masas cuando ellas tomaron las calles. Explicando su decisión, Lenin comentó que hacer esto último “hubiera sido una traición completa en los hechos al proletariado, porque la gente se movía a la acción siguiendo su ira justa y bien fundamentada.”
Los bolcheviques se mantuvieron con las masas: prefirieron sufrir un revés que dejarlas a su suerte y sin liderazgo. Gracias a esto, la derrota y la represión que se siguieron fueron dañinas, pero no mortales. La clase obrera emergió con más experiencia y madurez. Y esto fue así gracias a la dirigencia bolchevique, que antes, durante y después de los días de julio, se adelantó en cada momento a la coyuntura en lugar de apegarse a viejas tácticas que perdían validez con el desarrollo de los acontecimientos.
Lenin sintetizó la experiencia y enseñanzas de las jornadas de julio de la siguiente forma:
“Los errores son inevitables cuando las masas están luchando, pero los comunistas se mantienen con las masas, observan esos errores, se los explican a las masas, tratan de que los rectifiquen y perseveran por la victoria de la conciencia de clase sobre el espontaneísmo.”
En suma, para superar al espontaneísmo, el primer paso es reconocer que éste forma una unidad con la forma superior de lucha organizada representada por el partido proletario, y que es en la misma lucha que esta contradicción se resuelve hacia uno de los dos lados. La capacidad de leer correctamente la coyuntura, que presupone a su vez una amplia comprensión teórica de las tendencias económicas y políticas; las fuerzas organizadas acumuladas previamente, y la decisión con que se participe en las luchas de las masas, son, como muestra la experiencia de la revolución rusa, los factores más importantes para el triunfo definitivo de la conciencia de clase sobre el espontaneísmo.
Bridget Diana y Jesús Lara son economistas por The University of Massachusetts Amherst.
[1] Cliff, Tony. All Power to the Soviets: Lenin 1914-1917 (Vol. 2). Vol. 2. Haymarket Books, 2004. Nos basamos en este trabajo para la narración de los hechos y el análisis de la participación de Lenin en los mismos.
En la primera parte de este trabajo concluimos que:
Para que el multipolarismo sea distinto del imperialismo con múltiples potencias rivales, los nuevos polos emergentes deben ser no-imperialistas. Este carácter no-imperialista se puede desprender del carácter periférico o dependiente de los nuevos polos emergentes o de su estructura económica y política con contenido socialista.
El mutipolarismo no es socialismo, pero sí crea mejores condiciones para una eventual transición a éste. La razón es que la existencia de polos de desarrollo no-imperialistas limita la coerción que las potencias capitalistas pueden ejercer sobre proyectos socialistas.
En este trabajo vamos a analizar críticamente esta segunda conclusión. El punto de partida es que, aunque no siempre se reconozca abiertamente, la posición multipolarista asume que los cambios revolucionarios ocurren dispersos en el tiempo entre los países. O, en otras palabras, que las revoluciones, o la llegada al poder de proyectos políticos antiimperialistas con potencial socialista, ocurren “de país en país”, como resultado de condiciones que no se suelen presentar en más de un país al mismo tiempo. Y, si ese es el caso, en un mundo unipolar el proyecto emancipador triunfante quedaría aislado ante un mundo imperialista hostil, frustrando sus capacidades revolucionarias y transformadoras en los ámbitos económico y político.
Esta formulación, sin embargo, choca directamente con la concepción marxista clásica dominante hasta los años posteriores a la Revolución Rusa de 1917. Y es que, la obra de Marx, Engels, Trotski, Lenin hasta poco antes de su muerte, y un sin fin de teóricos y revolucionarios marxistas, está atravesada por un supuesto distinto al expuesto en el párrafo anterior. Este es que la revolución socialista sería internacional y simultánea. Esto no quiere decir que, de la noche a la mañana, la clase obrera de todas las naciones y colonias del mundo se haría con el poder del Estado para construir el socialismo. Pero se vislumbraba que, al menos en los países capitalistas avanzados, el estallido revolucionario en uno de ellos contagiaría rápidamente a los demás, colocando a la clase obrera de estos países a la cabeza de la transición socialista internacional. La idea de “el socialismo en un solo país” jamás atravesó la obra de Marx y Engels, porque incluso cuando la experiencia de la Comuna de París demostró la vulnerabilidad de las revoluciones triunfantes ante agresiones militares locales e internacionales, se mantuvieron firmes en la idea y en la práctica política de que la crisis del capitalismo generaría una revolución más o menos simultánea en los países de Europa Occidental.
Esta concepción, incluso, fue llevada al extremo por las alas más radicales del Partido Socialdemócrata Alemán y otros, quienes defendían la “teoría del derrumbe” del capitalismo, según la cual el sistema llegaría eventualmente a una crisis tan devastadora de la que sería imposible recuperarse. En esta perspectiva, la situación revolucionaria llegaría uniformemente en todos los países capitalistas avanzados y la tarea de los revolucionarios era preparar las condiciones subjetivas para ese momento, que vendría dado por la crisis económica terminal del capitalismo. Por otro lado, la teoría clásica del imperialismo de Lenin y Bujarin, aunque no se adhería a la teoría del derrumbe, mantenía la perspectiva de una situación revolucionaria simultánea a nivel internacional. Esta coyuntura sería el resultado de la crisis capitalista en la etapa del capital monopolista, caracterizada por la guerra entre estados imperialistas, que colocaría a la clase obrera de cada país directamente en contra de sus burguesías nacionales y en alianza por el fin de la guerra y la construcción del socialismo.
Cabe señalar que, aunque, efectivamente, la realidad tomó un camino distinto, el desarrollo de los hechos parecía sustentar la perspectiva de la revolución socialista internacional y simultánea. A la Revolución de Octubre en Rusia siguieron la revolución soviética en Hungría y Baviera, mientras que todo el continente europeo ardía en agitación y radicalismos revolucionarios. Un libro reciente titulado “Reformar para sobrevivir: los orígenes bolcheviques de las políticas sociales” muestra que las clases dominantes de los países nórdicos, y de Noruega en particular, veían a la revolución socialista como algo inminente, lo que precipitó la formación de su estado de bienestar.
Pero las revoluciones húngara y alemana fueron aplastadas y la revolución europea nunca se concretó. Así, cuando fue aplastado el levantamiento comunista alemán en 1923, los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, comenzaron a asumir que, por un periodo de tiempo prolongado, y contra su voluntad, Rusia permanecería como la única nación del mundo con un gobierno obrero. La posibilidad nunca contemplada en la teoría se hacía realidad en la práctica; las condiciones fueron tan duras que los bolcheviques tuvieron que hacer una “retirada táctica” y restablecer las relaciones mercantiles en la agricultura para evitar el colapso económico, ganar tiempo, y recuperar fuerzas para avanzar. La revolución había triunfado en Rusia porque era “el eslabón más débil de la cadena imperialista” donde se conjugaban con mayor fuerza las contradicciones del capitalismo global y estaba listo el partido de vanguardia más avanzado del mundo. El capitalismo, como demostró Marx, genera crisis recurrentes, cada vez más violentas, pero esto no era suficiente para provocar una revolución; y aunque se prepararan las fuerzas para aprovechar esa coyuntura en el futuro, los revolucionarios no podían asumir que tal coyuntura se presentaría al día siguiente en el resto de los países. Por primera vez, los bolcheviques dejaron de anclar sus planes y acciones en la perspectiva de una inminente revolución europea.
En estas durísimas condiciones emergió el debate sobre “el socialismo en un solo país”, encabezado por Stalin y Trotski. Este debate no era, como podría interpretarse por el título del mismo, acerca de si habría que fortalecer a la URSS o apoyar a la revolución internacional. Ambos coincidían en la necesidad de hacer ambas cosas. El debate se planteaba en términos de si la revolución internacional era condición necesaria para la construcción del socialismo en la URSS: Trotski afirmaba que sí, Stalin que no. La centralidad política de este debate era que de su resolución se desprendían prioridades políticas distintas: ¿debía el Partido canalizar todas sus fuerzas al fortalecimiento de la URSS y la construcción del socialismo internamente o a apoyar la revolución internacional? El resultado final es bien conocido por todos.
Resultó, a fin de cuentas, que sí fue posible construir una forma de socialismo en la URSS: una forma que, ni más ni menos, convirtió al país en la segunda potencia económica mundial y eventualmente le permitió derrotar al ejército Nazi en la guerra más brutal y trascendental de la historia. Este desarrollo, además, provocó el fin del aislamiento soviético y la formación de un campo socialista en Europa del Este y China, que posteriormente se expandió a Asia, África y América Latina: el unipolarismo imperialista había desaparecido y los pueblos del mundo estaban en condiciones incomparablemente mejores para luchar tanto por su liberación nacional del yugo colonial, como por la construcción de una sociedad socialista adecuada a sus propias circunstancias.
Sin embargo, las condiciones en que se encontraba la URSS en los veintes, cuando se realizó el viraje al socialismo en un solo país, son radicalmente distintas a las de la mayoría de los países del mundo, en ese entonces y ahora. La URSS era un conjunto de repúblicas, pero por su magnitud bien podríamos referirnos a su caso como “el socialismo en un solo continente”; un continente rico en tierras cultivables, recursos naturales y con una población que llegaba a los 150 millones en 1927. Además, aunque las potencias capitalistas trataron de evitar el desarrollo económico soviético por múltiples vías, la URSS fue capaz de importar masivamente la tecnología occidental e incluso mantener enormes flujos comerciales con la mayoría de estos países. Con todo y esto, la construcción del socialismo en un solo continente, bajo el peso del subdesarrollo interno, la maquinaria estatal zarista heredada, y el asedio imperialista, tuvo dramáticos costos que afectaron radicalmente la forma del socialismo en la URSS. La colectivización forzosa de la agricultura, la industrialización a marchas forzadas y la ultra-centralización del político fueron fenómenos que dejaron una huella permanente en el primer estado obrero-campesino.
Hoy, el mundo está profundamente más interconectado y, para la mayoría de los países, su subordinación a los centros imperialistas es muchísimo mayor que el de la URSS en los años veinte. Más aún, el colapso del bloque socialista y la reacción política e ideológica que conllevó, hacen muy difícil pensar en oleadas revolucionarias socialistas que sacudan a numerosos países simultáneamente. Los procesos revolucionarios siguen estallando “en los eslabones más débiles de la cadena”, y el multipolarismo es la configuración del capitalismo global que crea las mejores oportunidades para que los pueblos del mundo avancen en sus luchas con un margen de maniobra mayor y, por lo tanto, con mayores oportunidades de éxito. Por eso, y por muchas otras razones, el combate al unipolarismo imperialista es la bandera estratégica válida para las fuerzas socialistas internacionales.
Sin embargo, con respecto a esta postura se abren diversas posibilidades; analizar los dos extremos puede ser útil para entender cómo los razonamientos esquemáticos y basados en fórmulas abstractas son absolutamente insuficientes. Por un lado, a “la izquierda”, está el rechazo absoluto a la multipolaridad como objetivo de los socialistas en virtud de que, con contrapesos o sin ellos, el mundo sigue siendo capitalista. Esta posición la mantienen las formas más recalcitrantes de trotskismo en países ricos e incluso en países periféricos. Desde esta perspectiva, las relaciones de producción al interior de los países lo son todo, y mientras un proyecto político nacional no las transforme en un sentido socialista, ese mismo proyecto no merece apoyo y solidaridad de ningún tipo. Así, esta postura, llevada a sus consecuencias lógicas, cae en extremos tan lamentables y reaccionarios como el apoyo a las intervenciones militares de Estados Unidos y la OTAN -como en Libia, Afganistán y Siria- y suele sumarse a la condena de China, Venezuela, Corea del Norte, Cuba y Vietnam, calificándolos de “dictaduras”, “regímenes bonapartistas” o “colectivismos burocráticos” que reprimen a la clase obrera o cometen el “crimen” de querer construir el socialismo en un solo país, guiados por una “dictadura burocrática”. Estas posiciones, como mencionamos al inicio, no ven más allá de las dinámicas capitalistas al interior de los países, y rara vez se cuestionan las implicaciones geopolíticas de sucesos que ocurren a escala nacional. Siguen asumiendo que la revolución debe ser y será internacional y simultánea y, cuando eso no sucede, culpan y acusan a todos los que no siguen su esquema sobre cómo se cambia al mundo.
Y, en el extremo opuesto, se encuentra una forma de antiimperialismo que absolutiza a la geopolítica; aquí se colocan quienes, al posicionarse contra la unipolaridad imperialista en cada coyuntura internacional, ignoran todos los demás aspectos del problema, siendo la lucha de clases al interior de las naciones el más importante de ellos. Así como la posición anterior asume la revolución internacional y simultánea pero no lo dice, desde estas posiciones se suele presuponer que, si un régimen político se posiciona en contra de Estados Unidos en algún tema en particular, es porque persigue objetivos de tipo antiimperialista o incluso socialistas. Así, se ignoran por completo las contradicciones de clase en el seno de las naciones y su expresión en el terreno político. Se omite que la dirigencia política de un determinado país, aliada con la burguesía nacional, puede, en determinadas coyunturas, ver en la oposición a la triada la estrategia que mejor avance sus intereses de grupo y de clase, y no la que sirva para elevar la situación material de las masas y avanzar en objetivos antiimperialistas. Se omite pues, que, aunque un régimen político contribuya con sus acciones a la multipolaridad, sigue siendo un proyecto capitalista -con todo lo que ello implica- y que las masas populares de ese país no solo están en su derecho de ajustar cuentas contra quienes defienden un sistema que los explota y oprime, sino que merecen la solidaridad de la clase obrera mundial.
En síntesis, esta última postura sustituye la lucha de clases por la lucha entre estados nacionales -acercándose mucho a la concepción liberal-realista de las relaciones internacionales, mientras que la primera absolutiza la lucha de clases e ignora las implicaciones de distintas configuraciones geopolíticas. Desde el punto de vista marxista, no se puede aceptar ninguno de estos dos extremos: ambos son formulaciones abstractas de la problemática real que enfrentan los pueblos del mundo que luchan por su emancipación.
Pero la solución no está en otro igualmente abstracto “justo medio” entre esos dos extremos, que termine por nunca posicionarse contundentemente y actuar en consecuencia. Urge un mundo multipolar y el primer paso para alcanzarlo es, sin lugar a dudas, frustrar el proyecto de dominación económico-militar de Washington. Ya no solo por las consideraciones de largo plazo que se han expuesto en este trabajo, sino porque la existencia misma de la civilización depende de ello. Pero para que este posicionamiento sea verdaderamente consciente y, por lo tanto, se traduzca en acciones correctas por parte de quienes lo asumen, debe partir de un análisis científico de cada situación concreta. Así, quedará claro que la toma de posiciones contundentes no está en conflicto con el reconocimiento de la complejidad y contradicciones inherentes a cada fenómeno. Solo así podremos dejar de ser agentes pasivos de los acontecimientos que estremecen al mundo, y estaremos en mejores condiciones para construir la multipolaridad que mejor responda a los intereses de largo plazo de las masas trabajadoras.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Del oscuro panorama económico en México, caracterizado por falta de crecimiento e inflación, emergió una bandera rápidamente alzada por el gobierno federal y sus seguidores: el llamado “súper peso”, o la apreciación reciente de nuestra moneda con respecto al dólar. Pero no siempre hay suficiente claridad sobre qué es el tipo de cambio y cuáles son sus implicaciones económicas.
De manera muy simple, la apreciación del tipo de cambio significa que se necesitan menos pesos para comprar un dólar u otra unidad de moneda extranjera si ésta permanece constante. El efecto inmediato de esto se da en el comercio internacional. Asumamos que el tipo de cambio inicial es de 20 pesos por dólar. Si una mesa producida en Estados Unidos tiene un precio de seis dólares, esto quiere decir que en México pagaríamos 120 pesos por ella (6 × 20 = 120). Si el peso se aprecia, por ejemplo, alcanzando un tipo de cambio de 15 pesos por dólar, ahora solo necesitaríamos 90 pesos (6 × 15 = 90) para comprar esa misma mesa. Por el contrario, si una silla producida en México tiene un precio de 60 pesos, inicialmente los estadounidenses necesitarían tres dólares para comprarla (60 ÷ 20 = 3). Después de esa misma apreciación del peso, el precio de la silla para Estados Unidos sería ahora de cuatro dólares (60 ÷ 15 = 4).
Así pues, la apreciación del peso encarece los productos que vendemos al exterior (exportaciones), y abarata lo que compramos de fuera (importaciones); mientras que la depreciación (el encarecimiento del dólar) tendría el efecto opuesto.
Según la narrativa oficial, la apreciación del peso es prueba contundente de la excelente gestión económica del gobierno de AMLO, y surge de la intuición de que, mientras más barato el dólar, mejor. Tal concepción puede rastrearse a las crisis de 1982 y 1995; éstas fueron precedidas por o provocaron profundas devaluaciones del peso, dando paso a años de desempleo, inflación y, en el caso de la crisis de 1995, la pérdida del patrimonio de millones de mexicanos. Por otro lado, la recuperación de esas crisis tuvo como condición la estabilización del tipo de cambio, o el fin de las devaluaciones. Con esa historia reciente, no es sorprendente que la apreciación del peso se vea como símbolo de estabilidad interna y fortaleza en el ámbito internacional.
La falsedad de esta percepción se puede observar de dos grandes formas. La primera es que, como ilustra el ejemplo con el que inició este artículo, los movimientos en el tipo de cambio siempre generan efectos contrarios para distintos participantes de la economía; vimos que, en el caso de la apreciación, lo que compramos del exterior se vuelve más barato, y esto podría elevar los salarios reales. Por otro lado, lo que vendemos al resto del mundo se vuelve más caro, lo que podría disminuir el ritmo de crecimiento de los sectores económicos que le venden al resto del mundo por ser menos competitivos en sus precios. Asimismo, salen perjudicados quienes reciben remesas (los dólares compran menos pesos) o quienes dependen del turismo (México se vuelve menos atractivo por hacerse “más caro”). Estos ejemplos solamente ilustran que los movimientos en el tipo de cambio, sin importar su dirección, nunca pueden calificarse de absolutamente positivos o negativos.
La segunda razón tiene que ver con las causas de la reciente apreciación del peso. En el nivel más inmediato, el tipo de cambio depende de los movimientos en la oferta y demanda de pesos con respecto a dólares. Si el peso se aprecia, eso significa que la gente en general, y los inversores en particular, están aumentando su demanda de pesos en relación con la oferta disponible. Y en el caso actual, la causa principal de este fenómeno la podemos encontrar en la política monetaria del Banco de México, que ha elevado de manera sostenida las tasas de interés buscando contener la inflación. Esto es importante porque la tasa de interés determina los rendimientos que se obtienen de invertir en pesos, y su aumento provoca la entrada de capitales de quienes buscan maximizar la rentabilidad de sus inversiones. Sin embargo, esta política ha fracasado para contener la inflación, que vuelve a repuntar después de un breve descenso y, por otro lado, perjudica el desempeño económico de México al encarecer el crédito y, por lo tanto, la inversión productiva.
En conclusión, la apreciación del peso no es señal de futura prosperidad para los mexicanos, pues no ha servido para evitar el aumento de los precios y es el resultado de una política macroeconómica que afecta las perspectivas de recuperación económica para nuestro país. Y así, mientras las autoridades presumen al “súper peso”, los problemas estructurales de desempleo, pobreza, desigualdad y violencia se mantienen y agudizan. Solo cuando veamos progreso real en estos ámbitos habrá algo qué celebrar.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Discursos y análisis sobre la multipolaridad emergieron y proliferaron durante las últimas dos décadas en boca de diversos sectores políticos en todo el planeta. Sin embargo, la consolidación de China como potencia mundial y la guerra tecnológico-comercial que Estados Unidos libra contra ella, así como el estallido de la guerra en Ucrania, que apunta hacia la separación definitiva de Rusia del bloque occidental, han colocado al debate sobre la multipolaridad al orden del día. Del mismo modo, las fuerzas políticas de izquierda antimperialistas y socialistas se posicionan firmemente por la construcción de un mundo multipolar, y, generalmente, determinan sus posiciones en política exterior tomando como criterio principal la medida en que un evento particular contribuye a la multipolaridad. Esto vuelve imprescindible un análisis crítico acerca de la relación entre multipolaridad, imperialismo y socialismo.
El objetivo de este trabajo es contribuir a esa discusión. El argumento central es que el marxismo cometería un error enorme al rechazar el objetivo de la multipolaridad, pero también que no puede aceptar acríticamente ninguna las concepciones dominantes sobre la misma. El reto consiste en entender cómo el desarrollo real del capitalismo global se dirige o no hacia la multipolaridad, y cómo esto favorece o no los intereses de largo plazo de la clase trabajadora mundial. Esto demanda análisis concretos de cada situación en las que se juega el balance de fuerzas global, y no una toma de postura basada en un esquema fijo y predefinido. En esta primera parte, presento la concepción básica de la multipolaridad, su relación con el imperialismo y con las luchas de las masas por vías de desarrollo alternativas al neoliberalismo y, eventualmente, por el socialismo.
Multipolaridad e imperialismo
La primera y obvia definición de multipolaridad es que es lo contrario a la unipolaridad. Esta última, a grandes rasgos, se refiere a la concentración del poder en un solo polo, que en la actualidad está liderado indiscutiblemente por Estados Unidos con sus aliados subordinados de Europa occidental y Japón. El marxista egipcio Samir Amin denomina a este polo la triada imperialista. La fuente de esta asimetría de poder yace en la superioridad económica (que abarca aspectos tecnológicos, de infraestructura y organizacionales), científica y militar del bloque liderado por EE. UU. Esto le otorga la capacidad de limitar el espacio de acción de los gobiernos del resto del mundo y, más aún, de dirigir el desarrollo económico de los mismos de acuerdo con sus propios intereses. Este orden unipolar es, a su vez, producto del colapso del campo socialista en los ochenta y noventa del siglo pasado, que significó el fin del mundo bipolar. Los dos grandes polos en disputa eran el bloque imperialista (el “primer mundo”) y el campo socialista (el “segundo mundo”). Los países no abiertamente adheridos a uno de los bloques aprovechaban en distinto grado el conflicto entre los dos hegemones y en muchos casos el apoyo abierto y decidido de la Unión Soviética para negociar condiciones favorables a su desarrollo económico o a sus procesos revolucionarios y de liberación nacional.
El multipolarismo, puesto de manera sencilla, significaría el fin del poder desproporcionado de la triada imperialista sobre el resto del mundo. Esto supone, necesariamente, el surgimiento de otros polos con capacidades económicas y militares, así como con importancia demográfica y estratégica, similares a las de la triada; esto, por un lado, obligaría a los participantes más importantes de cada polo a negociar en pie de igualdad cualquier cuestión en la que busquen avanzar sus intereses. Por otro lado, y quizás lo más relevante para la periferia mundial, que en el corto plazo no tiene posibilidades reales de consolidarse como poder global o regional, el mundo multipolar representaría un aumento efectivo de la soberanía nacional para todos los países del mundo. O, puesto en otros términos, representaría la posibilidad de elegir caminos de desarrollo económico y político que actualmente son sancionados y prohibidos por el imperialismo norteamericano.
Así entendida, muy pocas objeciones podrían encontrarse hacia la meta de construir un mundo multipolar. Sin embargo, esta es una elaboración sumamente abstracta de la cuestión. Al menos dos puntos se vuelven evidentes cuando se analiza el problema desde el punto de vista marxista. El primero es que se toma a los estados-nación e implícitamente a los gobiernos nacionales como la unidad básica de análisis. Se ignora así, en primer lugar, que cada nación está interconectada a todas las demás por complejas redes de producción y distribución que crecen y desarrollan siguiendo la lógica de la acumulación de capital, que tiene independencia relativa de los distintos gobiernos nacionales. En segundo lugar, y quizás más importante, en la formulación anterior cada estado-nación es una unidad homogénea, carente de contradicciones internas, la más importante de ellas siendo la división entre clases sociales antagónicas que luchan por coordinar la producción social y asignar el excedente que de ella se deriva.
Pongamos un ejemplo para ilustrar el problema. Supongamos que, fruto de conflictos internos entre Estados Unidos, Europa y Japón, el bloque que ellos representan se desmembrara en dos bloques distintos: Estados Unidos (junto con Canadá) contra Europa occidental y Japón. Para la ilustración del argumento, supongamos que ni China ni Rusia están en condiciones serias de equipararse a alguno de estos dos bloques. Este mundo, en el sentido puramente político, efectivamente habría dejado de ser unipolar: ni Estados Unidos ni Europa-Japón podrían avanzar sus intereses a costa del resto del mundo de manera unilateral. Ahora bien, en un sentido más profundo, el mundo seguiría siendo unipolar en tanto todo el planeta estaría dominado no solo por relaciones de producción capitalistas, sino por la unidad entre el estado nación de los países imperialistas con sus monopolios nacionales, que se repartirían el mundo para la provisión de materias primas, energía, mercados y súper explotación de fuerza laboral. En una palabra: habríamos regresado a 1914, a la antesala de la Primera Guerra Mundial, es decir, al sistema imperialista clásico en donde las diversas potencias se dividen el mundo y, además, entran en conflictos inter-imperialistas por la redivisión del mismo, como tan nítidamente apuntaron los grandes teóricos marxistas del imperialismo clásico: Vladimir Lenin y Nikolai Bujarin. Ese mundo no es necesariamente más propicio para el avance de luchas proletarias que la unipolaridad imperialista. Como demuestra la historia durante el periodo imperialista clásico, las potencias capitalistas son capaces de superar temporalmente sus diferencias para aplastar avances revolucionarios que amenacen al orden capitalista; basta recordar la invasión conjunta de más de diez ejércitos extranjeros en apoyo a las Guardias Blancas contra el Ejército Rojo durante la Guerra Civil Rusa. Tampoco crea mejores condiciones para el desarrollo económico de la periferia: el mundo de la preguerra fue el del colonialismo abierto en toda Asia y África, mientras que América Latina cayó definitivamente bajo el mando norteamericano.
De aquí se desprende una conclusión que, aunque puede parecer obvia, no siempre se menciona con la claridad necesaria: para que el mundo multipolar desempeñe un papel progresista con respecto al unipolarismo, es indispensable que al menos uno de los polos emergentes tenga un carácter no-imperialista. Esto cambia radicalmente los términos del problema, porque en este caso, uno de los polos no determina su política exterior y su relación con el resto del mundo bajo el criterio del máximo beneficio para sus monopolios y el fortalecimiento estatal-militar. Las grandes potencias se ven en la necesidad, entonces, de negociar de manera más simétrica cuestiones que afectan sus intereses (los de su clase dominante), y el resto del mundo se puede beneficiar de esa nueva configuración.
Finalmente, es importante enfatizar que el carácter antimperialista o no-imperialista de un proyecto político no se puede determinar por los discursos o declaraciones de la clase dirigente del país en turno. La base de la teoría marxista del imperialismo es que la política de dominación más o menos directa sobre otras naciones, y los conflictos con otras potencias imperialistas, son la consecuencia necesaria de fenómenos de carácter económico: la formación del capital financiero o monopolista, problemas de subconsumo y rentabilidad a nivel interno, competencia con los oligopolios de otros países y sus respectivas maquinarias estatales, entre otros. Por eso, cometen un error quienes se apresuran a calificar de imperialista, a un país de acuerdo con sus acciones de política exterior (Rusia) o por la creciente importancia de sus relaciones con el exterior para la economía doméstica (China). Ninguno de los países que se perfilan a colocarse como fuerzas clave del nuevo polo emergente puede calificarse de imperialista en tanto su nivel de desarrollo es incomparablemente menor con el de los países de la tríada – siendo China la única posible excepción.
Por último, a pesar de que el polo no-imperialista estaría constituido temporalmente por países más “atrasados” en términos económicos, tecnológicos y militares, aspectos importantísimos como la magnitud de la población y el consecuente tamaño del mercado interno, y su papel en el suministro de recursos naturales y materias primas, pueden ser factores que eventualmente impongan costos enormes al polo imperialista si este último insiste en el ejercicio del poder unilateralmente. Sin embargo, como bien afirma Samir Amin, la triada deriva su poder de cinco grandes monopolios: el monopolio tecnológico, producto de descomunales gastos militares; el de armas de destrucción masiva; el de acceso a los recursos naturales, el de control sobre los medios de comunicación masiva, y el del sistema financiero global. Para que la multipolaridad sea una realidad, el polo no-imperialista debe romper inevitablemente esos monopolios, lo que demanda no solo coordinación entre gobiernos nacionales sino apoyo popular organizado y consciente: consciente de la explotación imperialista y la necesidad de revertir esa situación. Así, el régimen político y económico de los países que conforman el nuevo polo cobra importancia esencial en la lucha por un mundo multipolar.
En síntesis, la formulación de la multipolaridad como la simple coexistencia de múltiples polos cuyas fuerzas tienden a un equilibrio pacífico es incompleta al ignorar la naturaleza de los regímenes político-económicos que constituyen esos polos. Estos sí son determinantes importantes de la forma en que la multipolaridad contribuye o no con objetivos de tipo progresistas y revolucionarios. Por todo esto, los marxistas no pueden aceptar una visión de la multipolaridad que ignore la importancia de las relaciones de producción al interior de los nuevos polos emergentes y el papel que desempeñan en ellos las masas populares.
Y, a pesar de esto, no hay duda de que, partiendo del desarrollo real en la configuración de fuerzas, el mundo multipolar que emerge seguiría siendo un mundo capitalista, en tanto los nuevos polos de desarrollo seguirían estando caracterizados por relaciones capitalistas de producción al interior y entre los países que los conforman, con la excepción, siempre en disputa interna, de la República Popular China. En el resto de países no habrá desaparecido la explotación del trabajo ni la anarquía de la producción, con sus implicaciones en términos de pobreza, desigualdad, crisis, destrucción ambiental y el riesgo de nuevas guerras mundiales y nucleares. Todo esto, claro, con una menor fuerza que en el mundo unipolar actual.
Si este es el caso: ¿por qué poner como objetivo la multipolaridad y no directamente el socialismo? La respuesta más simple al cuestionamiento anterior es que la multipolaridad, que no es sinónimo de socialismo, sí crea las condiciones para una eventual transición a éste. La razón es que, en un mundo unipolar, todo proyecto político que vaya en contra de los intereses estratégicos de las potencias dominantes (dentro de los que se encuentran a la cabeza los proyectos socialistas) pueden ser dañados hasta niveles que vuelven al proyecto insostenible o sostenible con costos enormes. Los medios para provocar estos daños incluyen medidas económicas, políticas y militares, como bloqueos y sanciones, el aislamiento internacional, el sabotaje, o la intervención militar directa. Estas medidas, cuando no logran provocar el colapso definitivo del proyecto, obligan al gobierno en turno a adoptar medidas de emergencia en todos los ámbitos, lo que suele acompañar una enorme centralización del poder político que, en la práctica, se ha mostrado muy difícil de revertir. Desde esta perspectiva, la unipolaridad imperialista es un obstáculo casi infranqueable en la lucha revolucionaria.
En conclusión, habría que apoyar la formación de un mundo multipolar, fundamentalmente, porque creará mejores condiciones para una transición socialista. Pero, una vez más, incluso esta tesis bastante razonable merece ser sometida a un escrutinio detallado, y éste puede iniciar con las siguientes preguntas: ¿por qué ni Marx ni los clásicos del marxismo hablaron nunca del multipolarismo como una etapa intermedia entre el capitalismo y el socialismo? O, puesto, en otros términos, ¿qué transformaciones en el capitalismo global y en la experiencia revolucionaria han determinado la necesidad del multipolarismo como esa etapa intermedia necesaria? A estas dos cuestiones trataremos de dar respuesta en la segunda parte de este trabajo.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
En un artículo anterior (Lara, 2021) caracterizamos a la globalización neoliberal, desde el punto de vista de la producción, como la combinación de tres tendencias fundamentales: primero, la centralización del capital, su mundialización y la creciente especialización del producto. La centralización se refiere a que cada rama de la economía es controlada por un número cada vez menor de grandes capitales individuales; la mundialización a que el capital expande su campo de acción más allá de las fronteras nacionales, y la creciente especialización del producto a la forma en que las distintas etapas de la producción de un bien se realizan en unidades productivas independientes las unas de las otras. Esta producción de materias primas, componentes e insumos en general que se integran a un producto final está dispersa en distintas partes del mundo y es coordinada o controlada por un gran capital individual llamado empresa matriz, que puede o no realizar ella misma etapas del proceso material de producción, en virtud de su monopolio tecnológico y logístico. Así, emergen redes de producción y distribución de bienes que combinan el monopolio tecnológico del Centro con los bajos salarios de la Periferia. Esto reduce los beneficios históricos del desarrollo industrial en la periferia como vía al desarrollo económico.
México, por su localización geográfica e histórica relación con Estados Unidos, fue de los primeros países, junto con otros del este asiático, en ser parte de esta gran reforma del capitalismo global. En nuestro país, esta forma de producción, que se adoptó en su forma más pura desde los sesenta del siglo pasado, recibe el nombre de maquila. Originalmente, este término se refería exclusivamente a la importación temporal de medios de producción que, transformados en una unidad productiva mexicana, eran reexportados en forma de un producto terminado o semiterminado al país de origen de los insumos importados, fundamentalmente Estados Unidos.Hoy, es casi un lugar común decir que México se convirtió en una economía maquiladora y que compite en el mercado mundial con base en bajos salarios. Y, aunque la prominencia de la maquila en la industria mexicana es un hecho reconocido por todos, representa un fenómeno sumamente heterogéneo y que se ha transformado de manera importante desde sus inicios. Comprender estos procesos es clave para, en primer lugar, conocer la forma específica que el capitalismo globalizado ha adoptado en México, y así vislumbrar potenciales perspectivas de desarrollo. En segundo lugar, comprender la heterogeneidad industrial, centrándose en la diferencia entre producción maquiladora y no maquiladora, es clave para entender la evolución en la configuración de la clase obrera mexicana, su situación y sus formas de organización y resistencia a la explotación.
El objetivo de este trabajo es sentar las bases para entender el proceso de maquilización de la economía mexicana. Para ello, en primer lugar, presentamos un breve análisis del desarrollo histórico de la industria maquiladora. Después, exploramos el alcance de la producción maquiladora, ampliamente definida como aquella en la que unidad productiva realiza un proceso de producción a encargo de otra unidad, que es propietaria de los insumos transformados. Para esto, utilizamos los datos abiertos de los censos económicos de INEGI para el periodo 2004-2019, centrándonos en el peso de los ingresos por maquilar en el total de ingresos por tamaño de empresa, sector de la actividad económica y entidad federativa. Después, analizamos, para las ramas que componen a las industrias manufactureras, la relación entre el peso de la actividad maquiladora, la vocación exportadora, y los encadenamientos con la economía doméstica. Finalmente, planteamos subsecuentes preguntas de investigación para avanzar en la comprensión del fenómeno de la maquilización de la economía mexicana.
Breve historia de la industria maquiladora de exportación en México
La industria historia de la industria maquiladora en México, al menos en su forma moderna y vinculada con la producción global, se remonta a los años sesenta del siglo pasado. En el cénit del desarrollo estabilizador y la sustitución de importaciones, las necesidades del modelo económico mexicano se conjugaron con las de las grandes empresas industriales de Estados Unidos para dar origen a la industria maquiladora en la frontera norte. En México, el impulso para “desarrollar” esta zona provino de dos motivos principales: primero, la eliminación del programa bracero en Estados Unidos, que provocó el retorno forzado de cientos de miles de mexicanos y el consiguiente incremento del desempleo en los estados norteños del país. Segundo, la necesidad de obtener divisas para aliviar los problemas en la cuenta corriente y evitar así devaluaciones del peso, que minarían la estabilidad macroeconómica del modelo de desarrollo. Estas dos condiciones dieron origen, en un proceso largo y accidentado, a la industria maquiladora en México. Estos esfuerzos, es importante señalar, no partieron del vacío. Las primeras plantas maquiladoras ya se habían instalado en México antes que estas políticas estatales, aprovechando la cláusula 806/807 en las regulaciones comerciales de Estados Unidos, que establecía que “los bienes ensamblados en el extranjero con componentes estadounidenses pueden regresar a EE. UU. pagando impuesto solamente por el valor agregado” (Sklair, 1989:7). Esta cláusula daba incentivos a las empresas norteamericanas a relocalizar etapas de ensamblaje, intensivas en fuerza de trabajo, en países con menores salarios. Además, estas prácticas de subcontratar parte o la totalidad de la producción tenían años practicándose, principalmente en los países del este asiático, siendo Japón y Corea del Sur los destinos principales de la inversión norteamericana.
Con este marco de fondo, el gobierno de México lanzó el Programa Nacional Fronterizo (PRONAF) en 1961, con el objetivo de generar un desarrollo industrial genuino en la frontera norte. El plan se quedó en papel y evolucionó cuatro años después al Programa de Industrialización Fronteriza (PIF), que entró en acción en 1965. En este programa la promoción de la industria maquiladora se hacía explícita, y aunque en 1961 ya había adquirido un estatus cuasi legal, no fue sino hasta 1971 que lo adquirieron. El texto de la regulación es útil para entender la forma inicial de la industria maquiladora:
“El programa de plantas procesadoras es un programa promocional que otorga asistencia a inversores para que establezcan unidades industriales dentro de una banda de 20 kilómetros paralela a la frontera internacional o la línea costera. Autoriza la importación libre de impuestos de materias primas, partes, componentes, maquinaria, herramientas y equipo, y cualquier otra cosa necesaria para la transformación […] ensamblaje y pesca de productos para ser exportados en su totalidad” (Sklair, 1989: 45).
Así, se sentaban las bases formales para la tendencia que ya se extendía en México y en otras partes del mundo: la subcontratación de etapas de producción a través de fronteras nacionales. Desde entonces, la industria maquiladora de exportación ha estado atravesada por dos características estructurales, relevantes para entender su capacidad para generar desarrollo. En primer lugar; tanto la lógica de la subcontratación internacional de procesos productivos, como la regulación adoptada por el estado mexicano adecuada a esta estrategia, opera en contra de la integración de las plantas maquiladoras con la economía doméstica. La posibilidad de importar insumos libres de aranceles y otros impuestos constituye, en realidad, un subsidio a las importaciones y, por lo tanto, opera en contra del uso de insumos domésticos y de la integración interindustrial. En segundo lugar, la orientación exclusivamente exportadora de las maquiladoras (inicialmente no podían vender el producto final en México) las volvían totalmente vulnerables a las fluctuaciones de los mercados internacionales en general, y del estadounidense en particular. Estos dos factores contribuyen a explicar, en primer lugar, las diversas fases de expansión maquiladora en México desde los setenta y, en segundo lugar, los repetidos y frustrados intentos del gobierno por integrarlas con el aparato productivo nacional.
Con todo y esto, las plantas maquiladoras de exportación se expandieron de 72 en 1967, a 1,279 en 1988, y la fuerza laboral empleada en ellas, de 4,000 a 329,314. Aunque en estricto sentido las maquilas formalmente reconocidas como tales representaban una parte pequeña de la economía y fuerza laboral mexicana, al proceso de reestructuración industrial de los ochenta y noventa se le denominó maquilización. Este concepto se refiere no solo a le expansión de las maquilas formales, sino a “la adopción de las características de las maquiladoras tempranas por parte de las industrias que no están legalmente definidas como tales” (Kopinak, 1994:70). Estas características se refieren, desde la organización de la producción y su actitud hacia la organización obrera, hasta su enlazamiento con las cadenas de suministro internacionales. De hecho, gran parte de la inversión en la industria durante los años ochenta estaba encaminada a adaptar industrias tradicionales a la forma de producción maquiladora; siendo la industria de las autopartes el caso emblemático y más importante de ello. (Kopinak, 1994: 142). En respuesta a estas tendencias reales en el capitalismo mexicano, y como preparación para la negociación y firma del TLCAN, el gobierno promovió un decreto que, al permitir la operación de maquiladoras de tiempo parcial, hizo menos precisa la distinción entre empresas maquiladoras y no maquiladoras, debido a que, empresas que se dedicaban a la producción para el mercado interno, ahora podrían importar insumos libres de aranceles para exportar parte de su producto. Así, de acuerdo con (Kopinak,1994: 143), se crearon las condiciones para generalizar la creación de “enclaves funcionando bajo reglas totalmente liberalizadas”.
De tal modo que, para enero de 1995, en plena entrada en vigor del TLCAN, el personal ocupado en la industria maquiladora formalmente reconocida ya llegaba 611 mil trabajadores, y para octubre del año 2000, tras un lustro de expansión aceleradísima, alcanzó su máximo histórico con un millón 347 mil trabajadores. Los siguientes seis años, sin embargo, representan lo que se conoce como “el agotamiento del modelo maquilador”, puesto que, de esa fecha al 2006, el personal ocupado en las maquiladoras formales se mantuvo estancado[1].
Sin embargo, uno de los aspectos más importantes a tener en cuenta es la enorme heterogeneidad existente al interior de lo que vagamente se denomina “industria maquiladora”. Diversos estudios de caso han documentado que lo que se conoce como “maquilas de primera generación” -caracterizadas por procesos de ensamblaje o intensivos en mano de obra y de baja tecnología- nunca desaparecieron, sino que persistieron en ciertos sectores particulares, contrario al discurso del gobierno federal y los principales defensores del modelo maquilador. Sin embargo, también emergieron plantas maquiladoras de “segunda” y “tercera generación” intensivas en capital fijo, que se modernizan constantemente y aumentan la automatización de los procesos de producción. (Carrillo, 2014). En estos últimos casos, es mucho más difícil encontrar diferencias sustanciales con respecto a las industrias manufactureras no maquiladoras, y destaca los límites de los análisis estadísticos agregados para entender la estructura industrial de México.
Esbozo de la actividad maquiladora en la industria manufacturera mexicana durante el siglo XXI (2004-2019)
En este apartado pretendemos ofrecer un panorama general acerca de la extensión y características de la actividad maquiladora en México. Hablamos de la actividad maquiladora para diferenciarla de las maquiladoras de exportación, sobre las que abundamos en el apartado anterior. El primer concepto es más amplio y contiene al segundo. Para esto, utilizamos los datos abiertos de los censos económicos del INEGI para el periodo 2004-2019, enfocándonos en los ingresos obtenidos por maquilación en las industrias manufactureras. El INEGI (2021: 78) define los ingresos por maquilar como aquellos “obtenidos por la unidad económica por la fabricación, ensamble u otro tipo de transformación de las materias primas propiedad de terceros. Incluye: los ingresos por la transformación de insumos importados temporalmente…” (subrayados nuestros), y excluye el costo de los insumos consumidos. Así, en esta definición se enfatiza el carácter de subcontratación de un determinado proceso industrial. El subcontratista, por su parte, puede ser una empresa ubicada en el extranjero o en México. Si está ubicada en el extranjero, los insumos serán una importación temporal y la unidad productiva estará operando como empresa maquiladora de exportación. En caso contrario, el producto de la maquilación se destinará al mercado interno, ya sea para su consumo para final o para su uso como insumo de algún otro proceso industrial.
Estas estadísticas permiten conocer cuál es el peso de la maquila o “servicios de manufactura” en la actividad manufacturera total a nivel sector de la actividad económica y regional. En este trabajo nos centramos exclusivamente en el peso de esta forma de organización de la activa productiva[2] en las industrias manufactureras de nuestro país. La variable principal es la participación de los ingresos por maquilar en el total de ingresos por suministro de bienes y servicios. Mientras mayor sea esta proporción, mayor será la vocación maquiladora de una determinada empresa o rama de las industrias manufactureras. Tomemos un ejemplo para ilustrar. En 2019, el 80% de los ingresos de la rama “fabricación de equipo de audio y de video” provenía de maquilar, lo que la convierte en una rama con una muy fuerte vocación maquiladora. En contraste, para la rama “fabricación de productos farmacéuticos”, los ingresos por maquilar solo representan el 3%; es decir, es una rama de la producción con casi nula vocación maquiladora.
Un elemento importante para considerar es que, al definir maquila como la transformación de insumos propiedad de terceros estamos, en primer lugar, excluyendo a todas las unidades y actividades que comparten gran parte de las características de las maquiladoras pero que realizan las actividades con insumos propios. Por otro lado, esta definición formal no da cuenta de toda la heterogeneidad existente al interior de la producción maquiladora mencionada previamente.
En primer lugar, nos concentramos en la relación entre tamaño de la unidad productiva, medida por el número de empleados, y participación en el valor agregado, población ocupada, e ingresos por maquilar. Observamos que, para el total de empresas, entre 2004 y 2019, la participación de los ingresos por maquilar se mantuvo relativamente constante entre el 16 y el 17.25 %. Este peso minoritario, como se verá más adelante, se debe al papel limitado de la maquila en las actividades manufactureras tradicionales, así como en la producción automotriz que, en conjunto, representan el grueso de la actividad industrial en México. Del mismo modo, observamos que la importancia de los ingresos por maquilar aumenta junto con la categoría del tamaño de empresa. Para las micro y pequeñas empresas (de 1 a 50 trabajadores) su porcentaje en los ingresos totales no pasa de 12 por ciento, mientras que para las grandes (250 y más trabajadores) llega al 18.70 %.
En segundo terminamos, estudiamos el peso de los distintos tamaños de empresas en el total del valor agregado, del empleo y de los ingresos por maquilar. Observamos que los ingresos por maquilar están mucho más concentrados en las empresas grandes que el valor agregado y mucho más que el personal ocupado. Las empresas grandes representaron casi el 84% del total de ingresos por maquilar, mientras que concentraron el 75 y el 58 % de valor agregado y de la población ocupada total, respectivamente. Finalmente, observamos que de 2004 a 2019 las empresas grandes aumentaron su participación en todas estas variables, principalmente a costa de las empresas pequeñas y medianas. Estos datos, que apuntan a la creciente concentración de la actividad manufacturera en las industrias grandes, deben ser tomadas con cuidado en tanto no poseemos los datos desagregados a nivel empresa para conocer las verdaderas distribuciones de estas variables.
El peso aparentemente pequeño de la maquila en el total de las manufacturas oculta la heterogeneidad que existe entre las diversas actividades manufactureras. En la Tabla 2 presentamos las mismas variables para los 21 subsectores que componen a la industria manufacturera. La tabla también incorpora la participación de cada sector en las exportaciones manufactureras totales, para analizar la relación entre vocación maquiladora y exportadora. Algunos elementos que emergen de la tabla son los siguientes: primero, tan solo la industria de equipo de transporte y de equipo de computación, comunicación y electrónicos representaron en 2019 casi la mitad de todos los ingresos por maquilar. Segundo: se puede observar que hay varios sectores con una importante vocación maquiladora, como lo son el equipo de computación, comunicación y electrónicos (78 % del total de ingresos), fabricación de accesorios, aparatos eléctricos, maquinaria y equipo y la fabricación de prendas de vestir, entre otros. Además, se observa que los sectores con mayor participación en las exportaciones son también aquellos con el mayor peso de ingresos mor maquilar. Finalmente, un aspecto a destacar son los cambios más importantes de 2004 a 2019 en algunos sectores. El más relevante es a todas luces el que corresponde a la industria automotriz. En primer lugar, su participación en el valor agregado manufacturero aumentó en 14 puntos porcentuales (de 17 a 31 %). Con respecto a este sector, es importante notar que el peso de la maquila en sus ingresos totales cayó en 7 por ciento, de 27.8 a 20.0, y este peso es de por sí bajo. Esto quiere decir que la fabricación de equipo de transporte se distingue del resto de sectores exportadores por la importancia menor de la maquila que, además disminuye. El aumento en su participación en los ingresos totales por maquilar se explica por la enorme expansión del sector, y no por su maquilización.
Más aún: este proceso se puede comprender mejor descomponiendo a los subsectores en las ramas que los componen. La fabricación de equipo de transporte incluye ramas muy variadas como la fabricación de automóviles, tráileres, aviones, embarcaciones y autopartes. La importancia de estos sectores amerita entonces un análisis separado. Esta información se muestra en la Tabla 3. Dentro de la fabricación de equipo de transporte, los dos componentes más importantes son la fabricación de partes para vehículos automotores y la fabricación de automóviles y camiones; en 2019 ambos representaron 15 y 14 por ciento del valor agregado en las industrias manufactureras, respectivamente, y el 30 por ciento de las exportaciones manufactureras mexicanas. La fabricación de automóviles está caracterizada por la ausencia de actividad maquiladora. Esto es así porque se lleva a cabo, en su totalidad, por las grandes plantas ensambladoras de las empresas transnacionales que no operan bajo el régimen de la maquila. Por el contrario, en la fabricación de partes, en 2004 el 50% de los ingresos provenían de la maquilación. Sin embargo, para 2019 este porcentaje disminuyó a 33.5%; en síntesis, la industria de las autopartes se ha desmaquilizado de 2014-2019 al mismo tiempo que ha experimentado un crecimiento sostenido.
En este punto analizamos a la cuestión central: ¿por qué importa el peso de la actividad maquiladora? Para responder esta pregunta exploramos la relación entre vocación maquiladora y otras variables relevantes. Primero, la figura 1 la compara con las exportaciones. Se observa que, con la excepción de las ramas de la fabricación de equipo de transporte, que son las grandes campeonas de la exportación mexicana, las otras ramas que sobresalen por su peso exportador son aquellas con una fuerte vocación maquiladora que ronda el 75% de los ingresos totales, con excepción de las industrias de metales no ferrosos, una industria de tipo “tradicional”. En segundo lugar, estudiamos exploramos la relación entre vocación maquiladora y vinculación con la economía doméstica. Esta última la aproximamos con una medida de “encadenamientos hacia atrás” que muestra cuánto debe de aumentar en total la producción nacional para producir una unidad adicional de un determinado bien[3]. Mientras mayores insumos nacionales utiliza una determinada empresa o industria, mayores serán sus encadenamientos, y al revés. La necesidad de analizar este fenómeno, aunque sea de manera agregada, surge de la crítica anteriormente mencionada de que los sectores maquiladores de exportación se constituyen en “enclaves” incapaces de arrastrar consigo al resto de la industria y economía mexicanas, en tanto están casi totalmente enlazados con la economía internacional y no con la doméstica. La figura 2 muestra la clara relación negativa entre ambas variables: en general, las ramas más maquiladoras son aquellas con los menores encadenamientos hacia atrás.
Finalmente, analizamos el peso de la maquila a nivel estatal en México. Esto es importante en tanto la maquila se solía considerar históricamente como un fenómeno exclusivo de los estados del norte del país. Los mapas de la figura 3 muestran la participación de cada estado en los ingresos totales por maquilar en 2004 y 2019. En 2004 los seis estados fronterizos representaban el 76.7% de los ingresos por maquilar. En 2019 este porcentaje disminuyó a 68.2%. Así, aunque el grueso de la actividad maquiladora se sigue concentrando en los estados del norte, la tendencia de 2004 a 2019 fue a su desconcentración y distribución al interior de la república.
Estos movimientos se ilustran en la figura 3, que colorean a los estados de México de acuerdo con su participación en el total de ingresos por maquilar. Podemos observar que, en 2004, Chihuahua representaba casi el 35% de los ingresos maquiladores totales. Por otro lado, entre los estados no fronterizos con cierta actividad maquiladora, destacaban Jalisco, el Estado de México y Puebla. Para 2009 los principales cambios son los siguientes: primero: Chihuahua reduce sustancialmente su participación, del 30 al 17% del total. Los estados que ganan participación maquiladora son, principalmente, San Luis Potosí, Guanajuato y Querétaro. Estos tres estados se han convertido en centro importante de desarrollo de la industria automotriz en México, y Querétaro ha visto en los últimos años el desarrollo acelerado de la industria aeroespacial. Así, la caracterización de las maquilas como un fenómeno fronterizo es inadecuada; de hecho, la tendencia es hacía su distribución al interior de la república.
Conclusiones y problemáticas
En este artículo hemos presentado una breve reseña histórica de la industria maquiladora en México y un breve panorama sobre su alcance y extensión en lo que va del siglo XXI, hasta antes de la pandemia. La industria maquiladora emerge como la combinación de los esfuerzos desarrolladores del estado mexicano en la frontera norte, con la tendencia ya existente de las empresas transnacionales norteamericanas a subcontratar etapas de sus procesos de producción en países con menores salarios. Lo que en sus inicios se consideró una estrategia enfocada a la solución de problemas particulares -el déficit comercial y el desempleo en la frontera norte- con el pasar de las décadas y el cambio en las circunstancias nacionales e internacionales, se convirtió en el núcleo de la estrategia de desarrollo mexicana. Este cambio de circunstancias, en lo nacional, tiene que ver con las crisis económicas de 1976, 1982, que conjugaron profundas devaluaciones del peso con drásticas caídas salariales, elevando la rentabilidad de la actividad maquiladora.
Desde ese entonces, el éxito exportador de ciertos sectores manufactureros se ha visto con suspicacia en tanto estos son considerados enclaves altamente desconectados de la economía doméstica. La caracterización de economía maquiladora se usa para explicar esta dinámica de desarrollo y crecimiento desarticulado en México. Al proceso de transformación de la industria nacional en enclaves exportadores, se le conoce como la maquilización de la economía. En este trabajo analizamos el alcance y características de la actividad maquiladora al interior de la industria manufacturera en México. Nos centramos en la actividad maquiladora, y no en las unidades maquiladoras de exportación, para establecer, en primer lugar, cuál es el alcance de la forma de producción basada en la subcontratación de procesos industriales, en la que la unidad que realiza el proceso de producción y transformación no es propietaria de los insumos que transforma. Las principales conclusiones que obtuvimos son las siguientes:
Primero, la actividad maquiladora se concentra en las unidades productivas grandes (de más de 250 empleados) en un grado mayor que la concentración de personal ocupado y similar al valor agregado.
Segundo, a nivel sectorial, el total de ingresos por maquilar está concentrado en los sectores de fabricación de equipo de transporte, electrónicos, y equipo médico. Observamos que, aunque en el agregado el peso de los ingresos por maquilar no pasa del 18%, en muchos subsectores de la industria manufacturera estos oscilan entre el 50 y el 90%
Tercero, a un nivel más desagregado, sobresale el papel desproporcionado de la fabricación de equipo de transporte en las exportaciones, valor agregado e ingresos por maquilar. De estos últimos, todos se desprenden de la fabricación de autopartes. Sin embargo, de 2004 a 2019 la vocación maquiladora de esta rama de la producción disminuyó sustancialmente, y para 2019 solo derivaba de la maquila ⅓ parte de sus ingresos. Esto constituye un ejemplo de desmaquilización, y coloca a la industria automotriz mexicana como un punto y aparte en comparación con el resto de las ramas exportadoras.
Cuarto, mostramos, que, en general, los sectores con mayor vocación maquiladora son los más exportadores, pero también son aquellos con la mayor dependencia de insumos importados y menores encadenamientos con la economía doméstica, lo que confirma la idea generalizada de industrialización delgada basada en la inserción en las cadenas globales de valor.
Quinto, observamos que la maquila no es un fenómeno exclusivo de la frontera norte, sino que ocupa un lugar importante en varios estados del interior. De 2004 a 2019, los estados del interior aumentaron su participación en los ingresos por maquilar a costa de los de la frontera norte (de Chihuahua en particular).
Partiendo de esta caracterización, emergen las siguientes preguntas de investigación. Primero: ¿cuál fue la fuerza principal detrás de la maquilización de la industria mexicana? ¿Fueron empresas antiguas convirtiéndose en maquiladoras, o la quiebra de empresas tradicionales y el elevado crecimiento de la forma de producción maquiladora? ¿Cuáles son los principales determinantes de estos cambios? Segundo: ¿hay diferencias sustanciales entre la situación de la clase obrera y sus formas de organización y resistencia en unidades maquiladoras con respecto a las que no lo son? Tercero: ¿cuáles son los patrones de cambio tecnológico en las industrias maquiladoras y no maquiladoras? La respuesta a estas preguntas requiere tanto del análisis de estas tendencias a nivel empresa (y no a nivel agregado por ramas o clases de actividad económica), así como de estudios de caso de empresas y clústeres industriales en particular. Avanzar en esta dirección permitirá tener una comprensión más clara de la forma que el capitalismo ha adoptado en nuestro país y la forma en la que dirige el desarrollo de las fuerzas productivas y las posibilidades de resistencia y lucha de la clase obrera mexicana.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
[1] En noviembre de 2006, se crea el programa Programa de la Industria Manufacturera, Maquiladora y de Servicios de Exportación (IMMEX), que unifica a los Programas para el Fomento y Operación de la Industria Maquiladora de Exportación, y de Importación Temporal para Producir Artículos de Exportación (PITEX). Desde entonces, no se registran estadísticas por separado de la industria maquiladora de exportación, sino que se combina la de todas las empresas manufactureras exportadoras.
[2] La variable principal en este análisis es la proporción que los ingresos por maquilar representan del total de ingresos por suministro de bienes y servicios. Esta segunda variable se define como “el monto que obtuvo la unidad económica durante el periodo de referencia, por todas aquellas actividades de producción de bienes, comercialización de mercancías y prestación de servicios.” (INEGI, 2021). La comparación entre los ingresos por maquilar y los ingresos totales no puede ser directa porque, mientras los ingresos totales incluyen el costo de los insumos incorporados al producto final, los ingresos por maquilar los excluyen, dado que estos no son propiedad de la unidad que maquila. Así, para nuestra comparación, restamos a los ingresos totales las “Materias primas y materiales que se integran a la producción”; si no lo hiciéramos, subestimaríamos a la baja el peso de los ingresos por maquilar en los ingresos totales.
[3] Cálculos propios con la matriz insumo-producto de 2018 a nivel rama proveída por el INEGI.
Referencias
Carrillo, J. (2014). ¿De qué maquila me hablas?: Reflexiones sobre las complejidades de la industria maquiladora en México. Frontera norte, 26(SPE3), 75-98.
INEGI (2021) Vinculación de las empresas con el mercado exterior, Censos Económicos 2019.. 82.
Kopinak, K. (1993). The maquiladorization of the Mexican economy. In The political economy of North American free trade (pp. 141-161). Palgrave Macmillan, London.
Kopinak, K. (1995). Transitions in the maquilization of Mexican industry: Movement and stasis from 1965 to 2001. Labour, Capital and Society/Travail, capital et société, 68-94.
Lara, J. (2021). Neoliberalismo, Cadenas Globales de Valor y desarrollo económico. ACES, 1(4), 29–42.
Sklair, L. (1989). Assembling for Development: The Maquila Industry in Mexico and the United States (1st ed.). Routledge. https://doi.org/10.4324/9780203835463
Figuras y Tablas
Tabla 1: Ingresos por maquilar, valor agregado y personal ocupado por tamaño de empresa
Tabla 2: Ingresos por maquilar, valor agregado y personal ocupado por subsector de las industrias manufactureras
Tabla 3: Ingresos por maquilar, valor agregado y personal ocupado por rama de las industrias manufactureras (ramas seleccionadas)
Figura 1: Vocación maquiladora y participación en las exportaciones por rama de la actividad manufacturera
Figura 2: Vocación maquiladora y encadenamientos domésticos hacia atrás
Figura 3: Participación (%) en los ingresos totales por maquilar por estado 2004 (abajo) y 2019 (arriba)
Los principales medios de comunicación ven con pavor el desarrollo de las controversias entre Estados Unidos y México por la política energética de nuestro país en el marco del T-MEC. En contraste, el gobierno enfatiza que las políticas en este ámbito son legítimas y que no hay nada que temer. Y mientras nos perdemos en los detalles legales del conflicto, el aspecto central pasa desapercibido: ¿por qué un tratado comercial puede limitar la política energética de los países miembros? Y aunque parezca innecesario cuestionar esto, al hacerlo podemos entender la verdadera función de los tratados comerciales.
Un tratado de libre comercio, en teoría, se encargaría exclusivamente de reducir o eliminar los obstáculos para que las mercancías de un país se vendan en otro. Y estos obstáculos principales son los aranceles y las cuotas de importación. Los primeros son los impuestos que pagan los productores de un país cuando venden al exterior y, las segundas, límites máximos de importación de ciertas mercancías, impuestos por el país en turno. Eliminando aranceles y cuotas de importación, desaparecen las principales barreras para el comercio entre los países. Así pues, esperaríamos que el contenido principal de los tratados comerciales fuera el relacionado a estas formas de proteccionismo. Y, de hecho, esto era así en los primeros tratados comerciales multilaterales, siendo el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, en inglés) el exponente principal. Los países miembros de este tratado negociaban la reducción de aranceles y cuotas con los demás miembros, buscando aumentar el acceso a los mercados exteriores sin poner en riesgo a las industrias y productores nacionales.
Sin embargo, el economista turco, Dani Rodrik, en un polémico artículo de 2018, explica cómo, a partir de 1995, con la entrada en vigor del TLCAN, la mayoría de los tratados comerciales bilaterales expandieron enormemente su campo de acción, yendo muchísimo más allá de aranceles y cuotas de importación. Así, la determinación de las regulaciones económicas de los países firmantes se convirtió en el contenido central de estos tratados. Además, estos nuevos tratados otorgaron por primera vez a los inversionistas la posibilidad de demandar a los gobiernos extranjeros cuando se violaran las especificaciones del tratado. Y de esto surge la pregunta obvia: ¿quién se beneficia de las regulaciones allí aprobadas?
El ejemplo más claro es el de los Derechos de Propiedad Intelectual (DPI). Los DPI le otorgan a un innovador una patente que lo convierte en un monopolio durante un tiempo definido, y lo protegen de que otras personas imiten y hagan uso de su innovación sin pagarle por ello. Las implicaciones de esto es que los consumidores de un país que protege fuertemente los DPI deberán pagar precios muy altos por productos protegidos por patentes (como los medicamentos), y que las empresas no podrán adaptar o copiar métodos de producción protegidos por patentes, so pena de ser demandados por piratería. Y, como no podía ser de otra forma, quienes pugnaron por incluir aspectos de propiedad intelectual en los tratados comerciales fueron las grandes empresas farmacéuticas y tecnológicas, que tenían muchísimo que ganar de ser monopolios en los países subdesarrollados, a expensas de los consumidores locales y las estrategias de desarrollo tecnológico nacionales.
Así, con su lugar privilegiado en las negociaciones de los tratados comerciales, los grandes grupos empresariales pueden determinar regulaciones, estándares de seguridad y sanidad, derechos de propiedad intelectual, reglas de origen y, en el caso del T-MEC, también la política energética y laboral. En síntesis: firmar modernos tratados comerciales bilaterales equivale a la reducción efectiva de la soberanía nacional en favor los actores más con más poder de negociación.
Allí yace la enorme contradicción de AMLO, cuando afirma que no reculará en su política energética porque “Eso no está sujeto a ninguna negociación, a ningún tratado. Es un asunto de principios” (PROCESO, 18/10/2022). La clave es que eso no es cierto: al firmar el T-MEC, la política energética, laboral, de propiedad intelectual y de inversiones, todo eso, sí quedó sujeto al tratado. Si la 4T aspiraba a expandir su espacio de maniobra en estos ámbitos, debió haberlos incluido con mano firme en las negociaciones del T-MEC, o de plano rechazar la firma del tratado. Pero no lo hizo y hoy estos desplantes superficiales de nacionalismo no son solo inútiles, sino contraproducentes. Los medios y élites dominantes reconocen esto último, pero callan sobre el carácter imperialista de los modernos tratados comerciales: para ellos vale la pena sacrificarlo todo con tal de tener acceso al mercado más rico del mundo y a sus inversiones. Ninguna de estas posturas es lo que necesita México para salir del subdesarrollo.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
No es un secreto para nadie que el empobrecimiento que vivieron los trabajadores mexicanos a partir de la década de 1980 y la creciente explotación subsecuente hubieran sido imposibles de existir una organización obrera libre, independiente y combativa que opusiera resistencia y obligara a la clase capitalista a asumir parte de los costos de las múltiples crisis que ha sufrido nuestro país desde entonces. El renovado charrismo sindical, en conjunto con múltiples reformas de mal llamada “flexibilización” laboral son, pues, elementos constitutivos de la forma que el capitalismo globalizado ha asumido en nuestro país.
Pero, de acuerdo con la retórica oficial del actual gobierno, a partir de la reforma laboral de 2019, todo eso pertenece o pertenecerá muy pronto al pasado. La reforma, afirman, será la base institucional para la conquista de verdadera democracia sindical, condición necesaria para hacer valer los derechos de la clase obrera. Uno de los elementos centrales de la reforma es el requisito de que todos los Contratos Colectivos de Trabajo (CCT), negociados, a su vez, entre sindicatos y empresas, sean legitimados por los trabajadores en votaciones libres y secretas.
El objetivo de este procedimiento es, supuestamente, eliminar el sistema de “contratos de protección”, que, de acuerdo con el informe de la Red de Solidaridad con la maquila, son aquellos en que “sindicatos o abogados no representativos firman contratos colectivos sin el conocimiento o el consentimiento de las trabajadoras(es) cubiertas por estos contratos”. Esto implica que los más de 500 mil CCT existentes en el país deben ratificarse o rechazarse antes de la fecha límite que establece la reforma, que es el primero de mayo de 2023. En principio, pues, este ejercicio eliminaría toda suerte de imposiciones que arreglan sindicatos y empresas a espaldas de los obreros. Pero, a más de tres años de la reforma, ¿cuál el avance real a este respecto y qué ilustra acerca de las verdaderas causas de estos cambios institucionales?
“No somos niños chiquitos ni necesitamos vigilantes. México es adulto. México se sabe portar a la altura de las circunstancias y esta reforma la hizo el presidente López Obrador de que existiera el T-MEC”
Esta aclaración responde a la preocupación general de que la aprobación de la reforma laboral en México está fuertemente relacionada con los requisitos en materia laboral del tratado comercial. Al respecto, el propio gobierno de Estados Unidos, en la página oficial sobre el T-MEC, se jacta de lo siguiente:
“El T-MEC tiene las disposiciones laborales más fuertes y de mayor alcance de cualquier tratado comercial […] Este cambio es uno importante en comparación con el TLCAN, que solo contenía un acuerdo paralelo sobre el ámbito laboral, y beneficiará enormemente a los trabajadores y empresas estadounidenses.
[…] Para cumplir con este compromiso, México promulgó reformas laborales históricas el 1 de mayo de 2019 y está implementando cambios transformadores en su régimen laboral, como nuevas instituciones independientes para el registro de sindicatos y contratos colectivos y tribunales laborales nuevos e imparciales para resolver controversias. (Subrayados míos, JL)”
El gobierno de EE. UU. afirma, pues, que los cambios en materia laboral en México no son más que los requisitos impuestos por el T-MEC, diseñados, a su vez, para beneficio de la economía estadounidense. Del mismo modo, el tratado faculta a EE. UU. tomar medidas en establecimientos que “no cumplan con las leyes nacionales de libertad de asociación y negociación colectiva” por medio del llamado Mecanismo Laboral de Respuesta Rápida.
Ahora bien, podría argumentarse con justicia que, independientemente de cuál sea la fuerza principal detrás de las reformas laborales en México, son cambios bienvenidos en tanto contribuyen a crear mejores condiciones para el despertar de la clase obrera. Y aunque esto es cierto en sentido abstracto, el mismo desarrollo de los acontecimientos indica que, igual que gran cantidad de leyes y reformas, la actual va encaminada a convertirse en letra muerta.
Centrémonos en el proceso de legitimación de los CCT previamente descrito. En primer lugar, en el mes pasado solo se habían votado 5,800 de los 500 mil contratos colectivos, a 8 meses de la fecha final. Esto quiere decir que el 98.8% de todos los CCT se deben someter a votación en cuestión de solo ocho meses, algo que, comparado con el avance mínimo de 2.2% en más de tres años, luce francamente improbable.
Pero lo más ilustrativo son los resultados de las votaciones. De septiembre de 2019 a abril de 2021 hubo votaciones de 1,300 CCT; y, de estos, solo cuatro fueron rechazos. Para mayo de este año, iban 4,174 votaciones. De todos estos, solo 34, es decir, el 0.8%, fueron rechazados. ¿Qué quieren decir estas cifras? Tomadas literalmente, significarían que los obreros mexicanos han legitimado prácticamente la totalidad de sus CCT, que están satisfechos con la “negociación” que su sindicato realiza con la empresa. Pero ¿es consistente esto con la realidad del sindicalismo charro y, sobre todo, con la pobreza, precariedad y explotación que padece la clase obrera en México? Lo que está detrás del prácticamente nulo avance en la legitimación de contratos y, sobre todo, en los resultados de esas votaciones, es la manipulación por parte de sindicatos y empresas para mantener las condiciones laborales actuales.
Y, allí donde los trabajadores se han rebelado en las urnas, rechazando su CCT y, en ese mismo acto, a su sindicato, el gobierno mexicano, unido con la nueva dirigencia sindical mal llamada independiente, ha mostrado su verdadera posición al respecto. El ejemplo más reciente y claro lo tenemos en la planta de Volkswagen de la ciudad de Puebla.
Allí, los obreros rechazaron en una consulta el 31 de agosto la propuesta de CCT negociado por el sindicato, después de que en la primera consulta ni la aprobación ni el rechazo alcanzaran la mayoría. Así, la amenaza de huelga, que debía estallar el 9 de septiembre, encendió los focos rojos para los patrones y la clase empresarial mexicana en su conjunto representada en el Consejo Coordinador Empresarial, Coparmex y Canacintra, quienes enfatizaron, como no podría ser de otra forma, los “daños” que esto tendría para la economía de Puebla y del país y, amenazantes, “sugirieron” a los obreros a que “cuidaran sus empleos”. Pero esto no fue todo, Miguel Barbosa, gobernador morenista del estado, intervino abierta y descaradamente; al respecto, declaró:
“quiero decirles y anunciar que aun cuando es de competencia federal las relaciones entre Volkswagen y su sindicato, voy a buscar participar en el equilibrio, en el diálogo de este asunto […] Está ocurriendo con la empresa más importante del estado y no podemos mantenernos al margen”
Así pues, el gobierno estatal operó a favor de Volkswagen y en contra de la voluntad de los trabajadores para evitar la huelga. Con esta avalancha de fuerzas en contra, no solo se previno la huelga, sino que se repitió la consulta y, tras denuncias de manipulación, acoso y hostigamiento, el 12 de septiembre finalmente ganó la aceptación al CCT en la planta de Volkswagen en Puebla.
En suma: la evolución en la legitimación de los CCT muestra que la reforma laboral no está resultando en una verdadera liberación obrera del yugo patronal y del charrismo sindical. La aprobación masiva de contratos, la intervención selectiva de Estados Unidos en asuntos laborales en México, y la alianza abierta de líderes sindicales llamados “independientes” y del gobierno estatal morenista de Puebla con los empresarios apuntan a que, contrario a lo que afirma la secretaria de economía, la reforma laboral no expresa una preocupación verdadera del gobierno actual por la suerte de la clase obrera. Ella, como en otras ocasiones, debe aprovechar la coyuntura actual para, con sus propias fuerzas, dar pasos firmes en la consecución de sus derechos y en su consolidación como clase capaz de encabezar una transformación social profunda en nuestro país.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el militarismo norteamericano, en sus aspectos bélico y tecnológico-industrial, nunca tuvo tregua. Pero, en la coyuntura actual, se intensifica peligrosamente y demanda nuevas estrategias con importantes implicaciones para el resto del mundo. Esta coyuntura es la agudización en la confrontación con Rusia en el ámbito militar y con China en el económico. Y es que, contrario a la proyección de superioridad absoluta que se proyecta en los medios dominantes, EE. UU. no tiene la victoria asegurada en los conflictos específicos en que se manifiesta su rivalidad con estas dos naciones.
Algunos ejemplos de esto los provee David P. Goldman, un ferviente defensor del imperialismo estadounidense que llama a la élite norteamericana a hacer un análisis realista de la situación actual. Con respecto a la guerra en Ucrania, Goldman reconoce que hay un desfase entre la cobertura de los medios occidentales y la realidad: los efectos de las sanciones económicas no han sido de la magnitud esperada (y en algunos casos han tenido el sentido contrario); Rusia ha tomado ciudades clave (como Mariupol y Severodonetsk) con el uso de artillería masiva con la que Ucrania no puede competir, ni siquiera con la máxima ayuda de EE. UU.[1]
Acerca del conflicto entre China y Taiwán-Estados Unidos, se documenta la superioridad de China en cuanto a misiles (capaz de neutralizar los portaaviones norteamericanos), además de un arsenal de “sesenta submarinos, mil aviones interceptores y 1,300 misiles de medio y largo alcance,” lo que limita la capacidad militar área de EE. UU. quienes, a pesar de tener los aviones militares más modernos, cuenta con solo dos bases aéreas en las inmediaciones del posible conflicto. Estos ejemplos ilustran que ni la guerra proxy con Rusia que se desempeña en Ucrania, ni un posible conflicto contra China por Taiwán, daría como resultado una victoria clara y definitiva para EE. UU. Por consiguiente, la única alternativa por el momento, argumentan los llamados realistas (desde Henry Kissinger hasta el historiador Neil Ferguson) es una solución negociada con Rusia y evitar escalar las tensiones con China. Esto, o acercarse peligrosamente a la guerra nuclear.
Esta salida negociada –que durante la guerra fría se llamó deténte– no se presenta como el abandono definitivo del conflicto, como la renuncia de EE. UU. a la hegemonía global: se trataría solo de buscar un respiro durante el cual EE. UU. debería hacer un esfuerzo masivo en el terreno tecnológico y militar para, una vez superadas las desventajas estratégicas clave, dar el zarpazo definitivo. Esto mismo, argumentan los realistas, sucedió durante la guerra fría. En ese entonces, bajo la fachada de la deténte, EE. UU. se embarcó en uno de los esfuerzos tecnológicos y militares más grandes de la historia, lo que se puede ver, entre otras cosas, en que el gasto federal en I+D para defensa alcanzó el 0.8% del PIB, el máximo histórico. Como resultado, EE. UU., con el uso de la computación más moderna en ese entonces, desarrolló sistemas de misiles y aviones que lo volvieron a colocar como los amos del aire, tras décadas de paridad o incluso inferioridad con respecto a la URSS; en el proceso, también obligó a la URSS a canalizar ingentes cantidades de recursos al sector militar a despecho del resto de la economía. Este giro fue clave para el desenlace de la guerra fría.
Hoy, no es claro que se avecine una nueva deténte con Rusia y China; pero sí lo son los esfuerzos masivos por parte del estado y el complejo-militar industrial para aceitar y modernizar a la máquina de guerra norteamericana. Todos los discursos y eslóganes que enfatizan la importancia de lo “hecho en América”, aumentar la “resiliencia” de las cadenas globales de suministros norteamericanas, la batalla por la producción de microchips y semiconductores, entre otros, deben entenderse como parte de la estrategia de Washington por conquistar superioridad definitiva en los aspectos tecnológicos y militares estratégicos para los conflictos actuales y los que se avecinan. Un ejemplo palpable de esto es que la política industrial, término que se convirtió en mala palabra en los ochenta del siglo pasado por considerarse antagónica al libre comercio, vuelve al discurso y a las acciones del gobierno actual. Por poner un ejemplo, recientemente, el Senado aprobó un paquete de 280 mil millones de dólares de política industrial dedicada a los sectores de tecnología de punta, en el contexto de la creciente rivalidad con China. Esto incluye subsidios y exenciones de impuestos millonarios para empresas tecnológicas, así como el proyecto de creación de “20 hubs tecnológicos regionales”. Y esto es solo lo que se vuelve público: los planes estrictamente militares son una caja negra inaccesible para la mayoría.
Pero este relanzamiento tecnológico-militar en Estados unidos (y otros países europeos) tiene importantes implicaciones para la periferia del capitalismo mundial y para México en particular. En términos generales, estos esfuerzos gigantescos en ciencia y tecnología tienden a agravar aún más la enorme brecha entre las capacidades tecnológicas y militares de los países ricos con respecto a los países pobres; en ausencia de iniciativas similares por parte de los gobiernos de los países subdesarrollados -que, en muchos casos son imposibles- la tendencia es hacia el agravamiento de la dependencia tecnológica entre países.
Sin embargo, hay un aspecto adicional. En contraste con periodos de militarismo anteriores, este esfuerzo no puede tener ahora un carácter estrictamente nacional. Detrás de la retórica del hecho en América está la realidad inobjetable de que este esfuerzo no puede ser exitoso si no aprovecha los menores costos que ofrecen los países periféricos para ciertas etapas de los procesos productivos. En el discurso ya citado sobre política industrial, esto se hace explícito:
“Necesitamos trabajar con nuestros aliados y socios. No es posible ni recomendable relocalizar todas las cadenas de suministro a Estados Unidos; es esencial que formemos sociedades con los aliados que promuevan el acceso más estable a insumos clave al tiempo que mejoran la sustentabilidad ambiental y los derechos de los trabajadores (énfasis puesto por el autor, JL)”
Es claro que, uno de esos aliados, clave por su localización geográfica, el costo de su fuerza de trabajo, y la enorme integración que ya existe entre ambas economías, es México. El papel fundamental que desempeña nuestro país para la industria militar norteamericana se hizo evidente, quizás por primera vez, durante el primer confinamiento por el Covid-19 en la primera mitad del 2020. Como todo lo relacionado con la industria militar, es extremadamente difícil conocer la magnitud de esta relación: en las estadísticas oficiales, la producción de armamento bélico está agregada en categorías más amplias como “equipo de transporte”, “maquinaria y equipo”, “productos metálicos”, entre otros. Pero la respuesta del gobierno norteamericano ante el cierre de actividades en muchos centros fabriles en México sacó a la luz la existencia de esa relación. En esa ocasión, el Pentágono y Washington presionaron para que el gobierno mexicano declarara estas fábricas “actividades esenciales” y por lo tanto exentas del paro de labores por la emergencia sanitaria; pronto esto se volvió innecesario con la declaración de una “nueva normalidad” por Hugo López-Gatell y AMLO.
En ese contexto, se habló, por ejemplo, de la relación entre el boom del sector aeroespacial mexicano y la industria militar y de defensa estadounidense; en ese entonces el Departamento de Defensa declaró:
“Miles de mexicanos trabajan día a día en la industria aeroespacial no solo para alimentar líneas aéreas comerciales, sino para sostener los intereses estratégicos de Washington en sitios como el Medio Oriente, los Balcanes o Asia (Clarín, 24/05/2020)”.
Estos factores apuntan a que México aumentará su integración y colaboración con la industria de EE.UU. en general, y la militar en particular. La élite política, mediática e intelectual de México celebra esto como una gran oportunidad. Porque, ¿qué podría ser mejor que, sin hacer nada, nos caigan del cielo millones en inversiones en sectores de alta tecnología y de exportación? No se dan cuenta que, así como Washington no se tentó el corazón para hacer que México reabriera sus fábricas con el costo de miles de vidas humanas, no lo hará para nada que ponga en riesgo su “seguridad nacional”, es decir los intereses del complejo militar-industrial y del capital financiero que gobiernan Estados Unidos. Lo que se viene, pues, es una mayor subordinación a la estrategia imperialista de Washington y una creciente brecha en capacidades científicas y tecnológicas. Si a esto sumamos el desastre total que un escalamiento en el conflicto de con Rusia y China tendría para todo el mundo, sobran los elementos para que los mexicanos se opongan a seguir haciendo de nuestra economía un apéndice de la máquina de guerra norteamericana.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
[1] Goldman cita a un think-tank británico que afirma que, con la intensidad actual del combate, la producción de artillería estadounidense de un año le alcanzaría para diez días a Ucrania.
Un aspecto central de la política mexicana en las últimas décadas es que, detrás de las peleas intestinas al interior y entre partidos y facciones, prevalece un consenso generalizado sobre los grandes temas económicos prioritarios en México. Quizás la muestra más clara es el inexistente debate concerniente al modelo de desarrollo que México necesita para comenzar a superar sus problemas más urgentes. Y, en efecto, aunque el discurso de AMLO enfatice su quiebre con el “neoliberalismo”, lo cierto es que, con excepción de su visión sobre el rol del Estado en el sector energético, no hay ningún rompimiento serio, ni en el discurso ni en los hechos, con los componentes estructurales del modelo económico que domina en nuestro país desde hace, al menos, cuatro décadas. El elemento central de este modelo es la subordinación de la economía nacional a las necesidades e intereses de los grandes monopolios globales, y en particular de los de Estados Unidos, que se traduce en hacer de México una gran maquiladora de las empresas transnacionales que producen para el mercado mundial, y para el norteamericano en particular. Los defensores de este modelo nunca hablan en estos términos, sino que se refieren a las oportunidades que ofrece adoptar un modelo económico exportador teniendo acceso preferencial al mercado más rico del mundo, y beneficiándose de la inversión extranjera que aprovecha la localización geográfica privilegiada de México.
La pregunta obligada es por qué, a pesar de los pésimos resultados de dicho modelo en aquello que es verdaderamente importante, sigue siendo aceptado acríticamente por la mayoría del establecimiento político y mediático de México. La lógica de la defensa se puede resumir así: México vivía un boom exportador en la década de los años noventa tras la firma del TLCAN y todo apuntaba hacia el crecimiento sostenido, pero entonces vino el ascenso de China y el este asiático, lo que debilitó a la industria mexicana. A pesar de eso –argumentan– nuestro país aumentó abruptamente sus exportaciones manufactureras y se posicionó a la cabeza en importantes industrias como la automotriz. Pero como los resultados son tan negativos, esta excusa no basta, así que la defensa se ha complementado en los últimos años con la afirmación de que “ahora sí” México puede cosechar los frutos de su híper integración con EE. UU.: lo hemos escuchado desde 2016, cuando el gobierno de Donald Trump inició su guerra comercial con China. Entonces se decía que México podría aprovechar las inversiones que abandonarían Asia.
La coyuntura actual ha reforzado los argumentos a favor del “ahora sí”. Como resultado conjunto de la crisis en las cadenas globales de suministros por la pandemia, la reforzada guerra comercial con China, y la “desglobalización” del mundo –acelerada por la guerra en Ucrania– estarían dadas las condiciones óptimas para que México se beneficie de la relocalización masiva de la producción que abandonará al gigante asiático. México, se dice, podría ocupar el lugar que tenía China en la producción mundial, generando millones de empleos nuevos, transferencias tecnológicas y un acelerado crecimiento económico. El mismo AMLO ha expresado abiertamente que ese es el papel que México debería desempeñar en la nueva coyuntura mundial, proponiéndole a EE. UU. ser un aliado incondicional para desbancar a China como la “fábrica del mundo”.
Llegados a este punto, las opiniones acerca de si el gobierno de AMLO ha favorecido o entorpecido esta tendencia, difieren marcadamente. Por un lado, desde la oposición nacional e internacional al actual gobierno, se argumenta que la hostilidad hacia el capital extranjero, la excesiva austeridad y prudencia económica, así como el reciente conflicto con EE. UU. en materia energética, está provocando que México “pierda su oportunidad” de beneficiarse de la coyuntura actual. Como resultado de esto, los principales ganadores de la guerra comercial con China han sido otros países asiáticos. Sin embargo, el desenlace de esta historia todavía no es claro; recientemente, se ha documentado la apertura de nuevas plantas maquiladoras en México y la expansión de las actuales, que emigran de Asia para aprovechar la localización e infraestructura en México. Esto se puede ver en el desempeño de las exportaciones manufactureras en nuestro país, las cuales, en junio pasado, comparadas con las de junio de 2021, son cerca de 20% mayores; los defensores del gobierno actual toman esto como evidencia suficiente de un nuevo boom exportador, de que en materia económica se están haciendo las cosas bien.
Pero las preguntas faltantes, tanto por parte de quienes lamentan la hostilidad de AMLO al capital extranjero, como de quienes ya celebran el nuevo milagro económico, son las siguientes: ¿por qué éste y otros periodos de bonanza no se traducen en un desarrollo generalizado para la economía mexicana? ¿Quiénes son los principales beneficiarios de la producción industrial en México, tal y como existe actualmente? El primer elemento, que generalmente pasa desapercibido acríticamente por analistas y políticos, es que estos periodos de bonanza son resultado de factores externos a la economía mexicana. La implicación es que su duración también es algo que escapa completamente al control del gobierno: se trata de “milagros que no llevan a nada”. El reto del desarrollo no consiste en subirse a una ola de bonanza generada por circunstancias externas, sino en crear las condiciones internas para que el crecimiento alimente al crecimiento. Basar el crecimiento en bajos salarios y en la cercanía geográfica a EE. UU. es el camino más rápido al fracaso. Finalmente, es imposible entender los efectos limitados de estos periodos de bonanza exportadora sobre la economía mexicana si abstraemos el carácter maquilador de nuestra economía. Casi por definición, estas unidades están desconectadas del aparato productivo nacional y se especializan en segmentos de bajo valor agregado, lo que hace que tengan poca influencia sobre el resto de la economía. Finalmente, no se cuestiona el hecho de que, tras décadas de especialización exportadora, las condiciones de súper explotación en que se halla la clase obrera mexicana no se hayan atenuado en lo más mínimo.
Así pues, tanto la oposición como la 4T cometen el error de plegarse incondicionalmente a una estrategia económica caracterizada por la dependencia, la subordinación y la súper explotación. El gobierno, sin embargo, comete un error adicional: apostar todas sus cartas al T-MEC y la integración con EE. UU., pero viola los requisitos de ese mismo modelo, provocando el resquemor de quienes tienen la llave de la inversión y, por lo tanto, del crecimiento. Esta situación implica que la salida del impasse no está en las expresiones políticas dominantes actuales, defensoras, abierta o veladamente, del gran capital imperialista. La construcción de un nuevo modelo económico es la tarea del pueblo organizado y consciente de su situación y de la coyuntura actual.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
La mayoría de mexicanos coincide en que gran parte de la popularidad de AMLO y el éxito electoral de Morena se explican por los programas de transferencias monetarias directas (TMD), que en este sexenio reciben los nombres de becas o pensiones del bienestar. Pero, mientras los adeptos a la 4T las conciben como prueba irrefutable de que la consigna “primero los pobres” se convirtió en hechos, los opositores argumentan que, por su diseño e implementación opacos y discrecionales, las TMD de AMLO son el núcleo de un sistema de control político-electoral que supera con creces el desarrollado hasta entonces por el PRI y el PAN. Independientemente de esto, un elemento clave a tener en cuenta es que, muy pronto, el gobierno de AMLO llegó al final del callejón de posibilidades que ofrecen las transferencias monetarias para aliviar la pobreza; es decir, alcanzaron su límite superior y, por lo tanto, en estas condiciones, son incapaces de aumentar el nivel de vida de los mexicanos, y los beneficiarios de estos programas deben entender por qué.
En primer lugar, es importante entender la lógica de las TMD. En abstracto y apegándonos estrictamente a las definiciones estándar de pobreza, las TMD sí pueden sacar a gente de la pobreza extrema y por ingresos. Para ilustrar esto, tomemos a una familia mexicana hipotética de cuatro miembros que vive en una zona urbana, perteneciente al tercer decil más pobre por ingreso de la población, con un ingreso mensual de $7,000. Asumamos que este es el ingreso sin contar las transferencias monetarias del gobierno. De acuerdo con el CONEVAL, la línea de pobreza extrema mensual por persona es de $2,011.99, lo que implica que esta familia de cuatro miembros necesitaría un ingreso mensual de $8,047.96 para poder comprar en su totalidad la canasta alimentaria (suponiendo que no gastan en nada más). Si este hogar se vuelve beneficiario de las becas y pensiones del Bienestar, suponiendo -generosamente- una beca de $2,000 mensuales, su ingreso ahora sería de $9,000 y, por lo tanto, dejaría de estar en pobreza extrema: las estadísticas oficiales lo notarían y el gobierno podría presumirlo en sus informes (por eso estas medidas son tan populares entre los gobiernos de muy variados signos ideológicos).
Ahora bien, esta familia está, por definición, mejor con la transferencia de $2,000 que sin ella. Pero, ¿qué tanto? ¿Puede sentirse satisfecha con su nueva situación? Para aproximarnos a esta respuesta, pasemos ahora a la pobreza por ingresos, que, a diferencia de la pobreza extrema, considera si el hogar puede comprar otros bienes y servicios además de los alimentos. Estar por encima de este umbral implicaría que, con sus ingresos, la familia puede adquirir una canasta básica completa y, por lo tanto, que tiene un nivel de vida relativamente aceptable. El mes pasado, el umbral mensual por persona era de $4,065, lo que implica que el ingreso de esta familia debería ser superior a $16,260 para dejar de ser pobres por ingresos. En ese caso, la transferencia monetaria del gobierno federal debería ser de $9,260.00, es decir $7,260 superior a la actual. Cuando esta diferencia se multiplica por el número de familias en situación similar, peor o mejor, se llega a la conclusión de que la cantidad de dinero necesaria para mejorar, en serio, solo por medio de becas y pensiones, el nivel de vida de los mexicanos, está fuera del alcance del gobierno actual.
Pero la siguiente pregunta es: ¿puede el gobierno conseguir esos recursos de alguna forma? Sí, pero esto necesitaría, o bien mayor crecimiento económico, que traería como resultado una mayor recaudación de impuestos, o una reforma fiscal encaminada al mismo objetivo, que tendría como condición, casi necesaria, cobrar más a las grandes fortunas del país. Con respecto a lo primero, México ha estado en estancamiento o recesión desde iniciado el gobierno actual, por su política económica errática, el entorno internacional desfavorable, y su continuidad neoliberal. La política fiscal ha estado descartada desde el inicio por AMLO, anulando, de paso, todo el potencial redistributivo de las TMD.
Así, el principal problema con la política social de transferencias monetarias no es que sea totalmente inútil para mejorar el nivel de vida de las masas, sino que es absolutamente insuficiente y que, en las condiciones actuales, ha agotado todas sus posibilidades de seguir contribuyendo al primer objetivo. La pregunta a las masas populares de México no es si quieren o no los programas del bienestar, sino si están satisfechos con su situación actual, dado que la misma, de no hacerse las cosas diferentes, no puede mejorar. Si la respuesta es negativa, entonces el camino se vuelve más claro: el pueblo debe organizarse y luchar por cambiar el modelo económico por uno que genere crecimiento y distribuya sus frutos entre todos los mexicanos.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
El nivel de precios aumenta aceleradamente en México y en todo el mundo. En nuestro país el grueso de la población está perdiendo poder adquisitivo: el dinero alcanza para menos y esto amenaza con agravar aún más la pobreza y la pobreza extrema, que ya aumentaron sustancialmente durante el sexenio de la 4T. El último dato registra un aumento del 7.45% en el INPC. Esto quiere decir que el precio de la canasta de consumo promedio de los mexicanos se ha vuelto 7.45% más cara de marzo de 2021 a marzo de 2022.
Pero la severidad del problema se vuelve más clara cuando desagregamos esta cifra. Esto es así porque los principales aumentos en los precios se han dado en el rubro de alimentos y bebidas, que representa casi cuatro de cada diez pesos gastados por los hogares mexicanos, y este porcentaje es mucho mayor para las familias más pobres del país. Pues bien, el aumento en los precios en este rubro es del 12.1%, y sobresale el incremento en el precio del pan, tortilla y cereales; de carnes y frutas, y de las hortalizas con aumentos de más del 13%, para los primeros dos, y de más del 18% para la última categoría. Lo que se está gestando es un aumento en la inseguridad alimentaria, un retroceso enorme en términos de combate a la pobreza y pobreza extrema.
La única medida que se ha puesto en marcha para contrarrestar la inflación es el uso de la política monetaria por parte del Banco de México. Y esta herramienta consiste, esencialmente, en el aumento de la tasa de interés que sirve de referencia para el resto de la economía. La justificación de esta política proviene de la teoría económica convencional que, aplicada a los países ricos, argumenta que la inflación es resultado de una tasa de desempleo menor a la “tasa natural” de la economía; esto implica que la población está obteniendo ingresos monetarios mayores a la cantidad de bienes y servicios que la economía puede producir en un momento determinado. La economía está “sobrecalentada”; esto empuja el nivel de precios hacia arriba y, si se quiere detener esta tendencia, el banco central debe reducir la cantidad de dinero circulante; esto eleva la tasa de interés y hace el crédito más costoso, lo que disminuye la tasa de ganancia y, por lo tanto, la inversión; el desempleo aumenta y vuelve a su nivel natural y con él el nivel de precios.
Esta teoría tiene suficientes problemas y limitaciones en los países desarrollados; pero se vuelve particularmente problemática en los países subdesarrollados (como México) y, para nuestros propósitos, totalmente inválida para el tipo de inflación que enfrentamos actualmente. La razón es que la inflación actual no se debe a una demanda agregada elevada causada por muy bajos niveles de desempleo y salarios al alza, sino, fundamentalmente, a problemas en la producción de ciertos bienes y servicios, es decir del lado de la oferta. La causa de estos problemas son la pandemia y los confinamientos en diversas partes del mundo, que han provocado rupturas en las cadenas globales de suministro, cuyo funcionamiento es crucial para la producción de muchos bienes y servicios que consumimos diariamente. La consecuencia es la formación de “cuellos de botella” en muchos sectores de la economía; es decir, muchas empresas no pueden producir o realizar sus operaciones normales porque les faltan insumos fundamentales. Esto hace que la demanda supere a la oferta y se genera una tendencia al alza en ciertos precios.
Esto se torna más grave cuando los cuellos de botella se encuentran en sectores clave para el resto de la economía. En el caso de México, por poner un par de ejemplos, de marzo de 2021 a marzo de 2022, el precio de los fertilizantes, del gas natural, del hierro y de la maquinaria y equipo para alimentos y bebidas aumentaron entre el 30 y el 40%. Ahora bien, estos bienes tienen la característica de que son esenciales para la producción de prácticamente todas las demás mercancías; sin fertilizantes no hay producción agrícola, sin gas natural no hay electricidad, sin maquinaria no hay alimentos procesados, etc. Así, el aumento en los precios de ciertos insumos termina expandiéndose al resto de los productos. Del mismo modo, hay ciertas mercancías cuyo precio se determina en los mercados financieros internacionales, lo que los vuelve particularmente sensibles a eventos que generen incertidumbre, como es el caso de la guerra en Ucrania. Por lo tanto, si estas son las principales causas de la inflación que azota a México, la medida de aumentar las tasas de interés resultará inútil, y solamente dificultará más la ya lentísima e insuficiente recuperación de la economía. Se vuelve urgente, pues, considerar medidas extraordinarias, como el congelamiento de ciertos precios clave y políticas industriales y comerciales para eliminar o disminuir los efectos de los cuellos de botella antes descritos; así como combatir en serio la especulación de precios allí donde esto genera ganancias extraordinarias para unos a costa del sufrimiento de la mayoría.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Indonesia, con más de 270 millones de habitantes, es el cuarto país más poblado del mundo y la cuarta economía más grande de Asia. Y, sin embargo, poco o nada se sabe de esa nación y nunca llega a los titulares de los medios de comunicación. La etiqueta “hecho en Indonesia” en playeras y pantalones es para muchos, el único lugar donde encuentran una referencia a este país del sudeste asiático. Poco se sabe que, después de la Segunda Guerra Mundial, Indonesia conquistó su independencia de los Países Bajos, encabezó el Movimiento de Países No Alineados en la lucha por un nuevo orden mundial, y tuvo al tercer partido comunista más grande del mundo (solo detrás del de la URSS y China), operando legalmente y con gran influencia en la política nacional y vida cotidiana de las masas.
El libro de Vincent Bevins –El Método Yakarta- explica los sucesos que en la década de los años sesenta del siglo pasado marcaron definitivamente el desarrollo de la Guerra Fría en el Tercer Mundo; las luchas socialistas y antiimperialistas en estos países, y el papel de Estados Unidos y las fuerzas armadas en la contrainsurgencia. La clave es que, en poco más de un año, de marzo de 1964 a octubre 1965, los dos países clave en América Latina y Asia, Brasil e Indonesia, se colocaron definitivamente del lado de EEUU en el conflicto con la URSS, y las dictaduras militares que se instalaron abatieron violentamente toda resistencia interna y se convirtieron en aliados fundamentales de Washington en la aplicación de esos mismos métodos en otros países del Tercer Mundo. Bevins explica los paralelismos entre los procesos de estos gigantes poblacionales y la forma en que se reprodujeron en otros países, donde la marea revolucionaria y antiimperialista se tornaba amenazante para las clases dominantes locales e internacionales.
Indonesia conquistó su independencia de los Países Bajos en 1945. Acorde con el clima político en lo que se constituiría como Tercer Mundo, Indonesia abrazó el antiimperialismo como guía ideológica para la construcción de la nueva nación. El líder de este proceso, Sukarno, era el referente nacional y gozaba de gran prestigio y popularidad entre la mayoría de la población. Era, fundamentalmente, un nacionalista que se apoyaba en las principales fuerzas políticas de su país. En 1926, a los 25 años de edad, publicó un artículo titulado “Nacionalismo, islam y marxismo”, en donde argumentaba que en el contexto indonesio, las tres corrientes podían y debían luchar unidas contra el colonialismo y el imperialismo. El siguiente año fundó el Partido Nacionalista Indonesio (PNI) que, consistente con el artículo anteriormente mencionado, tendría por un largo tiempo al Partido Comunista de Indonesia (PCI) a su izquierda y a los islamistas moderados a su derecha, en una coalición que, pese a las muchas contradicciones, se mantendría durante cuatro décadas.
Tras la conquista de la independencia y durante el proceso de construcción nacional, Indonesia crea el Movimiento de Países no Alineados (existente hasta nuestros días) en la ciudad de Bandung en 1955, con países de Asia y África. La postura fervientemente antiimperialista de Indonesia, sus relaciones de colaboración con la República Popular China y la Unión Soviética, así como la creciente fuerza del PCI (con aproximadamente 3 millones de miembros en 1960 y una fuerza electoral y de masas mucho mayor), colocaron a Indonesia en el blanco de Washington como un objetivo prioritario en su política de contención en Asia. Así, a finales de la década de los años cincuenta, una proto guerra civil se desató en el país, encabezada por los grupos extremistas anticomunistas locales, pero financiada y apoyada por los Estados Unidos. La escalada llegó a su desenlace cuando en mayo de 1958, la insurrección local bombardeó un mercado en la ciudad de Ambon; tras días de combate, las fuerzas del gobierno lograron derribar a uno de los aviones y así derrotar a la insurgencia. El hecho de que el papel de EEUU en el bombardeo fuera evidente aumentó los sentimientos antiamericanos en Indonesia y representó una derrota importante para los EEUU.
Estos eventos, sin embargo, provocaron un cambio de enfoque con respecto al problema indonesio: era claro que, mientras el ejército estuviera de lado de Sukarno, derrocarlo sería imposible; al mismo tiempo, el ejército contaba, al menos en parte, con un sector ardientemente anticomunista, presto a detener el proceso revolucionario y la creciente influencia de los comunistas en el país. Así, los esfuerzos de EEUU se redirigieron a crear las condiciones para un golpe de Estado que eliminara -literalmente- la amenaza representada por el PCI. La fuerza del partido residía en su enorme influencia sobre las masas; la confianza de ellas en los miembros del partido, y la disciplina de sus miembros; diversos testimonios confirman que, en diversas ocasiones, de haber habido elecciones libres y limpias, en los años alrededor del golpe, el PCI se hubiera hecho con el gobierno.
El golpe no sucedió sino hasta 1965, tras los eventos del “Movimiento 30 de septiembre” (M30S). La verdadera historia del M30S sigue siendo un misterio, pero puede resumirse de la siguiente forma: la insurrección de un sector del ejército captura a un grupo de seis generales y los asesina; esta insurrección, a su vez, es derrotada; el encargado de esa contraofensiva fue el general Suharto quien, en ese acto, sentó las bases fundamentales para el derrocamiento de Sukarno -tras 22 años en el poder- y para convertirse en dictador de Indonesia hasta 1998. La versión de Suharto, convertida en dogma hasta la fecha en el país, es que el M30S fue una conspiración del PCI para hacerse con el poder político de Indonesia. Bevins documenta la propaganda pro-Suharto, de acuerdo con la cual integrantes de la Gerwani, una organización masiva de mujeres afiliada al PCI, había asesinado a los seis generales después de actos sadistas y sexuales; este mito, claro está, llegó directo al conservadurismo de los anticomunistas indonesios, quienes veían con suspicacia el protagonismo e independencia de las mujeres en la política nacional. Así pues, se fueron creando las condiciones para lo que sería el programa de asesinatos masivos más significativo de la Guerra Fría.
Durante el siguiente año, el PCI fue exterminado: los miembros, e incluso aquellos sospechosos de serlo o siquiera de simpatizar con el comunismo, fueron desaparecidos y asesinados, en lo que es, de acuerdo con Bevins, el primer caso de uso del terror estatal masivo en el contexto de la Guerra Fría. La matanza estuvo vigilada, aprobada y apoyada en todo momento por el gobierno de EEUU y ejecutada por el ejército indonesio en conjunto con los sectores más conservadores de la sociedad. Esto, de acuerdo con Bevins, cambió definitivamente la correlación de fuerzas en Asia del este. Al menos un millón de indonesios fueron asesinados.
Un año antes, EEUU se anotó una victoria fundamental cuando un golpe de estado depuso al presidente brasileño João Goulart, popularmente conocido como Jango. Su gobierno, de orientación nacionalista y socialdemócrata, había iniciado una serie de reformas económicas y políticas -como darle mayor influencia a los rangos menores del ejército- que despertaron la suspicacia acerca de “la amenaza comunista” entre las clases altas brasileñas, particularmente acentuada en Brasil por la extrema polarización social y racial en ese país. El acercamiento de Jango a la URSS lo convirtió en blanco prioritario de la política exterior de EEUU. Así, en marzo del 64, una manifestación masiva anti-Jango en Sao Paulo, la “marcha de la familia con Dios por la libertad”, promovida por la CIA y los altos rangos del ejército, prepararon el terreno para el golpe militar, que se efectuaría finalmente el 31 de marzo. La dictadura brasileña, que aplicó una represión mucho más selectiva, y menos en masa que la indonesia, fue particularmente importante por el papel activo que desempeñó en el continente en la “lucha contra el comunismo”. Fue el primer país en adoptar la Doctrina de Seguridad Nacional, promovida por Estados Unidos, que redefinió el papel del ejército como fuerza de contención de los movimientos de izquierda en la región; Brasil exportó esta doctrina y se colocó a la cabeza del Plan Cóndor: el plan norteamericano y continental para exterminar al movimiento socialista en América Latina.
Por eso, no es exagerado decir que los años 1964-65 definieron en gran medida el futuro de las luchas de los pueblos de América Latina y Asia del este. En menos de un año, el país más poblado de América Latina y el tercero más poblado de Asia, se colocaron definitivamente del lado de Estados Unidos y ejercieron influencia y actividad directa fundamental en sus respectivas regiones. Los crímenes contra la humanidad cometidos por las dictaduras siguen, hasta la fecha, impunes. En Indonesia, el tema sigue completamente cerrado: el M30S fue – reza la versión oficial- una conspiración comunista heroicamente derrotada por las fuerzas armadas. De las cientos de miles de víctimas, nada. Los sobrevivientes no tienen paz con su pasado.
Las implicaciones de los sucesos del 64 y 65 en Brasil e Indonesia, sin embargo, van mucho más allá del destino inmediato de estos países. Bevins lo resume de la siguiente forma: en primer lugar, el desenlace de las luchas populares de la década de los años 60 y 70 selló el destino, al menos inmediato, de la mayoría de los países del Tercer Mundo; y éste, en la sociedad globalizada y post-Guerra Fría, ha sido, salvo muy pocas excepciones, el de la continuidad en la posición periférica de nuestros países en el sistema mundial y las consecuencias asociadas en términos de subdesarrollo y paupérrimas condiciones de vida de las masas populares. Las aspiraciones de un “Nuevo Orden Mundial”, verdaderamente justo para los países del Sur Global, causa defendida por el Movimiento de los países no alineados, se difuminó del imaginario colectivo y de cualquier programa político con opciones reales de éxito.
En el terreno de la acción política y los movimientos socialistas latinoamericanos, estos eventos tuvieron implicaciones trascendentales. Los revolucionarios del continente no pasaron desapercibida ninguna de las intervenciones de EEUU y los ejércitos nacionales, desde Guatemala en 1953, hasta Yakarta, Indonesia, en 1965. El dilema que se planteó persiguió a la izquierda durante décadas: seguir la vía armada, y la lucha guerrillera en particular, o apostar por la actividad política masiva, ya sea participando en las elecciones, o no. Bevins narra el encuentro de Amat, secretario general del PCI, con Mao en la República Popular China. El consejo de este último fue claro: el PCI debía armarse y estar preparado para una ofensiva militar en su contra. Cuando el PCI trabajaba en conjunto con el gobierno de Sukarno, parecía no haber motivos suficientes para ello. El desarrollo de los hechos confirmó, al menos en apariencia, la validez del consejo de Mao, y los movimientos latinoamericanos, en parte en respuesta a esos sucesos, y en parte por la influencia de la Revolución Cubana de 1959 y su realidad nacional, lo asumieron de igual forma.
En efecto, Bevins muestra cómo en Chile, durante el gobierno de Salvador Allende, la derecha anticomunista utilizaba lo sucedido en Indonesia como método de intimidación a la izquierda previo al golpe de estado de Pinochet. “Yakarta”, “Yakarta viene”, “Ya viene Yakarta”, se pintaba en las bardas del país o llegaba en cartas a los militantes de izquierda. El debate y divergencias entre el Movimiento Izquierda Revolucionaria (MIR), partidario de la vía armada, y el Partido Comunista de Chile, partidario de la vía legal, se reprodujo en el continente, antes y después, condicionando el desarrollo político en estos países. Fuerzas políticas que distaban mucho de ser comunistas, incluso, asumieron el camino de la guerrilla en respuesta a la amenaza de exterminio, potencial o consumada, que inició en Indonesia y se expandía en América Latina y Asia. No está de más preguntarse qué habría sucedido en el continente si los movimientos socialistas hubieran tomado caminos de acción con mayor probabilidad de éxito. Pero no es claro que un derrotero diferente fuera verdaderamente posible.
La conclusión de la investigación de Bevins es que “en los años 1945 – 1990, emergió una red de programas anticomunistas de exterminio apoyada por EEUU alrededor del mundo, y ejecutaron asesinatos en masa en al menos 22 países… No había un plan maestro … pero los programas de exterminio […] deben entenderse como interconectados, y una parte fundamental de la victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría […].
Esta parte de la historia rara vez llega a los libros de texto o a los análisis de periodistas e intelectuales en los medios de comunicación dominantes. Cuando se habla de Guerra Fría, todo se reduce a Moscú y Washington; Jruschev y Kennedy, Reagan y Gorbachov, etcétera. Pero en el fondo, fueron las masas populares del Sur Global quienes, con su valiente militancia antiimperialista y socialista, pusieron en jaque en varias ocasiones al orden capitalista mundial y quienes, finalmente, sufrieron las consecuencias y la represión de la Guerra, que, en esos lugares, no tuvo nada de fría.
El libro de Vincent Bevins es lectura obligada para entender este periodo histórico, y permite sacar valiosas lecciones acerca del papel de las fuerzas armadas, el imperialismo estadounidense y las luchas socialistas y de liberación nacional que siguen, a pesar de los tropiezos, abriendo el camino para una profunda transformación del mundo.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
La caracterización del capitalismo contemporáneo como neoliberalismo es correcta solo si este no reduce su especificidad al carácter desregulado del mercado. En efecto, la desregulación del mercado de bienes, capital y trabajo, que permite la libre movilidad de los primeros dos y reduce el poder del último, son características cruciales del capitalismo actual, que contrastan marcadamente con las instituciones promovidas por los estados nacionales durante la segunda posguerra. Sin embargo, la caracterización resulta parcial si no se incorpora el otro elemento central de nuestros tiempos: la aceleración en la mundialización del capital, referida más comúnmente como globalización. En este ensayo mencionaré las características principales de este proceso y cómo ha afectado las perspectivas de desarrollo económico en la periferia del sistema capitalista mundial.
La división del trabajo y el desarrollo económico
La creciente importancia del comercio internacional y el flujo de capital en forma de inversión extrajera directa o de portafolio son los elementos más visibles de la globalización neoliberal capitalista. Pero, su característica esencial es la transformación en la organización de la producción y distribución a escala global. El cambio consiste en el aumento de la fragmentación de las distintas etapas de la producción de los bienes y su distribución en varios países del mundo. Así, cada vez más componentes de un producto final no solo no se producen dentro del mismo establecimiento (como tradicionalmente fue en “la gran fábrica fordista”), sino que se distribuyen en distintos países.
Desde un primer punto de vista, la globalización representa una profundización de la división técnica del trabajo, una mayor división de las operaciones de la producción (Ho, 2016). Sin embargo, esto, en sí mismo, no representa ninguna anomalía, sino que es una tendencia más del desarrollo capitalista. Esto lo tenía claro Marx, quien en el tomo II de El Capital argumentó que:
“Partiendo del supuesto de que ésta (la producción mercantil) es la forma general, ella condiciona, por su parte, una división siempre creciente del trabajo social, es decir, una especialización siempre mayor del producto que un capitalista determinado produce como mercancía, una separación cada vez mayor de procesos de producción complementarios que se vuelven autónomos. … la producción de los medios de producción se separa, en la misma medida, de la producción de la mercancía para la cual ellos constituyen los medios de producción, y éstos se le presentan a cada productor de mercancías como mercancías que él no produce, sino que compra para su proceso determinado de producción. Surgen de ramos de la producción completamente separados del suyo y explotados de manera autónoma, y entran como mercancías en su ramo de producción, es decir que tiene que comprarlas. Las condiciones materiales de la producción mercantil se le contraponen, en proporción cada vez mayor, como productos de otros productores de mercancías, como mercancías” (Marx, 1976).
La globalización pues, consiste en que la tendencia a la “separación cada vez mayor de procesos de producción complementarios que se vuelven autónomos” rebase las fronteras nacionales. Dos cuestiones emergen de este análisis. Primero: ¿cómo conciliar esta visión sobre una “creciente especialización del producto” con el análisis de Marx acerca de las tendencias a la concentración y centralización del capital, y a la realidad empírica de que la mayoría de las ramas económicas están controladas por pocos grupos de gigantes empresariales? Segundo, ¿qué relevancia tiene esta tendencia de carácter técnico -que corresponde a la esfera del valor de uso y del trabajo útil, para el análisis del capitalismo actual y del desarrollo en el Sur Global? La primera pregunta será respondida en la siguiente sección. Podemos adelantar que, lejos de ser dos tendencias opuestas, ambas actúan de manera conjunta, lo que genera, simultáneamente, una ultra centralización del capital y la hiper especialización de la producción. Con respecto a la segunda, Lenin (1972) explica que, al abordar el problema de la formación del mercado interno en una economía capitalista, es preciso pasar del análisis del capital en general a su división por sectores de la producción. Más específicamente:
El problema estriba precisamente en esto: ¿de dónde tomarán los obreros y capitalistas los artículos de su consumo?, ¿de dónde tomarán los últimos los medios de producción?, ¿de qué manera el producto obtenido cubrirá todas estas demandas y permitirá ampliar la producción? […] por ello es absolutamente imprescindible la diferenciación de los productos, que desempeñan un papel muy heterogéneo en el proceso de la economía social
Y, al respecto, afirma que:
El mercado interior … se crea por el desarrollo de esta economía mercantil, y el grado de fraccionamiento en la división social del trabajo determina la altura de su desarrollo; […] desarrollándose principalmente a cuenta de los medios de producción, los cuales van ocupando en la sociedad capitalista un puesto más y más considerable.
Lenin. 1976.
Es decir, las cuestiones de dónde y cómo se vende el producto, y de dónde y cómo adquieren capitalistas medios de producción y fuerza de trabajo, así como el estudio de la formación del mercado interior, cuestiones todas esenciales para el estudio del desarrollo económico, tienen como base el estudio de la división del trabajo. Actualmente, ésta debe entenderse como una división global del trabajo: estudiar en dónde se producen qué tipo de bienes y cómo se intercambian entre países, pues, es fundamental para entender los procesos de desarrollo al interior de los países.
Este enfoque no es ninguna novedad. La teoría marxista del imperialismo y de la dependencia, con diferentes énfasis y objetos de estudio, han enfatizado este aspecto del problema. Así pues, aunque el análisis de la división del trabajo a nivel mundial para explicar el (sub)desarrollo no es nuevo sí lo es la nueva dimensión que ésta toma en el capitalismo neoliberal. La explicación de esto corresponde al siguiente apartado.
La globalización neoliberal y las Cadenas Globales de Valor
En el capitalismo actual, las etiquetas “hecho en” son en gran parte anacrónicas, pues la mayoría de los productos manufacturados son, en realidad, “hechos en el mundo” (Ántras, 2020). Los diversos componentes de una mercancía se producen en diversas partes del mundo y son posteriormente ensamblados para destinarse a su consumo final. Los procesos de Investigación y Desarrollo (I+D) y de venta, por lo general, se realizan en los países ricos, donde las Empresas Multinacionales (EMNs) tienen su sede. La globalización consiste, pues, en el surgimiento y extensión de lo que la literatura ha denominado Cadenas Globales de Valor (CGV). En una primera instancia, una CGV se refiere al conjunto de actividades -distribuidas global o regionalmente- que son necesarias para la producción y distribución de un bien. Sin embargo, una aproximación que enfatiza la división del trabajo, las define como “una forma específica de división del trabajo […] una CGV delimita un espacio geográficamente -y en ocasiones legalmente- fragmentado, en el que mercancias incompletas son integradas y valorizadas a través de un proceso unificado de trabajo” (Smichowski et al., 2021). Las CGV son una forma de división del trabajo capitalista fragmentada pero unificada.
La pregunta obligada es la siguiente: ¿qué unifica esta fragmentación? Todos los enfoques teóricos, desde el marxismo hasta la economía neoclásica (en menor medida), concuerdan en que no es el funcionamiento espontáneo del mercado, pues las CGV no se componen de empresas simétricas que se relacionan exclusivamente a través del intercambio. En realidad, aceptan que la unificación y coordinación de esta división del trabajo ha sido encabezado y dirigido por las grandes empresas multinacionales (EMNs) localizadas en el Norte Global. A estas empresas se le denomina empresa líder o matriz. Estas empresas son participes de ciertas etapas de producción, pero delegan otras –la mayoría- a otras empresas localizadas en el mismo país o en otras partes del mundo.
Como afirma Weber -con más exactitud que Ántras-, la leyenda, “diseñado en California, ensamblado en China” describe de forma mucho más precisa las jerarquías y la división del trabajo que caracteriza al mundo actualmente. Esto es así porque las actividades intensivas en conocimiento, de alta tecnología, y que dependen de “activos intangibles”[1], están reservadas geográficamente para las EMNs en sus países sede (los países ricos), mientras que actividades menos sofisticadas, generalmente intensivas en trabajo no calificado, se realizan en países del Sur Global, ya sea mediante Inversión Extranjera Directa o mediante la subcontratación u outsorcing. Este última forma se va convirtiendo en la norma. La subcontratación u outsourcing consiste en que la empresa líder da las especificaciones exactas del producto o componente a las empresas proveedoras, en ocasiones proveyendo ella misma la tecnología y las materias primas, para que las empresas proveedoras, localizadas en el Sur Global, produzcan el componente con bajos costos de producción. Esto es posible por el monopolio tecnológico -garantizado por la protección a la propiedad intelectual que ejercen los gobiernos nacionales y las instituciones económicas mundiales- del que gozan las empresas líderes. Esto les permite, además, capturar la mayor parte del valor agregado a lo largo de la cadena. La monopolización intelectual y de capacidades, provoca que la apropiación de valor se desligue de la producción física del producto, como muestra la Figura 1, que contrasta le relación entre actividad y apropiación de valor en la manufactura clásica, de 1970 para atrás, con la manufactura globalizada de la actualidad.
Figura 1. Tomada de Furand & Mildberg (2019)
Esta creciente fragmentación de la producción ha sido posible por el desarrollo de las Tecnologías de la Información y Comunicación (TICs) (Baldwin, 2013); los cambios de política en favor de la liberalización comercial y financiera y la protección a la propiedad intelectual impulsada a finales de los ochenta y sobre todo en los noventa (Cedric y Durand, 2019). Los avances en las TICs hacen posible la coordinación en tiempo real de actividades mutuamente dependientes localizadas en puntos geográficos distantes. Las EMNs aprovecharon estos cambios para impulsar sus nuevas estrategias encaminadas a reducir sus costos y aumentar la productividad. Baldwin (2013) lo expresa muy claramente: la subcontratación permite a las empresas líderes combinar la tecnología de punta del Norte global con la fuerza de trabajo barata del Sur. La clave es que el Norte sí puede acceder al trabajo barato del Sur, pero el Sur no pueden acceder a la tecnología de punta del Norte. En el corazón de la globalización se encuentra, pues, una asimetría que condiciona la forma de desarrollo capitalista tanto en el Norte como en el Sur.
Desarrollo económico y en la época de las CGV
El proceso de expansión y desarrollo del capitalismo ha sido siempre desigual; por lo tanto, ha generado resultados distintos en las diversas formaciones sociales que integran al sistema capitalista mundial. Aunque se suele afirmar que la visión de Marx sobre el desarrollo del capitalismo ignoraba estas asimetrías, lo cierto es que él tenía claro que la relación de fuerzas influía los resultados de la expansión del capitalismo. En El Capital, escribió al respecto:
“Una nueva división internacional del trabajo aparece, una adecuada a los requerimientos de los principales países industriales, y convierte una parte del globo en un campo agrícola de producción para proveer a la otra parte, que permanece preeminentemente como un campo industrial” (citado en Ho, 2016)
Esta idea la desarrolló más profundamente en los últimos años de su vida al analizar a Rusia y otras formaciones precapitalistas. Sin embargo, fueron las teorías marxistas del imperialismo y sus sucesoras en el Tercer Mundo, las teorías de la dependencia, quienes hicieron del desarrollo desigual y combinado del capitalismo el punto de partida de sus análisis teóricos. Mientras las primeras se enfocaron en la rivalidad entre potencias imperialistas, las segundas tomaron esta desigualdad como punto de partida para estudiar sus efectos sobre el desarrollo capitalista de los países dependientes o periféricos. El efecto de la introducción del capitalismo desde el Centro a la Periferia, de acuerdo con Samir Amin (1974), fue, efectivamente, el surgimiento de formaciones sociales capitalistas, sí, pero con características estructurales y dinámicas distintas a las del Centro. Estas características las sistematiza Amin en los siguientes tres puntos:
1. Productividad desigual entre y al interior de los sectores económicos, o dualismo: la coexistencia de sectores modernos, altamente productivos, con métodos de producción tradicionales y tecnologías de subsistencia.
2. La desarticulación estructural del sistema productivo: la falta de encadenamientos hacia atrás y hacia adelante al interior y entre los distintos sectores económicos.
3. La dominación desde el exterior: el hecho de que las economías periféricas carecen de una dinámica interna autónoma: dependen de la demanda, inversión y tecnología del exterior.
Las estrategias de desarrollo o industrialización puestas en marcha en la mayoría de los países periféricos del mundo tenían el objetivo de superar estas tres características estructurales, mediante la homogeneización (modernización) del aparato productivo y el desarrollo de encadenamientos entre los distintos sectores. Estas estrategias incluyeron un amplio rango de políticas macroeconómicas e industriales, combinadas en algunos casos con intentos de planificación económica por parte del Estado y el control de algunos sectores estratégicos. La gran diversidad que han asumido éstas hace cualquier tipología difícil. Sin embargo, la literatura ha identificado las dos estrategias principales: la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) y la Industrialización Orientada a las Exportaciones (IOE). Ambas estrategias tenían el objetivo de desarrollar sectores industriales completos a nivel nacional, es decir, construir nacionalmente toda la cadena de oferta necesaria para la producción de un bien final. Los medios para hacerlo, sin embargo, son distintos.
En la ISI, se protege el mercado interno de la competencia extranjera mediante medidas arancelarias y no arancelarias: la fuente de demanda es el mercado interno. En América Latina, se comenzó con la sustitución de importaciones de bienes de consumo “ligeros” o no durables y bienes intermedios simples, y se pretendía avanzar después a la producción de bienes de consumo durables (como electrodomésticos y automóviles) para después avanzar a la sustitución de los bienes más complejos: los de capital. La mayoría de estas experiencias en América Latina, México incluido, fueron incapaces de completar la fase difícil o “dura” de la sustitución de importaciones, y la falta de competitividad de la industria nacional terminó agravando los desequilibrios internos y externos abriendo el paso al neoliberalismo.
En parte como respuesta al parcial fracaso de la ISI, se promueve, en cambio, la IOE. Este paradigma tiene dos variantes: la primera está asociada a las políticas neoliberales del Consenso de Washington (Baldwin, 2013). Esta perspectiva sostiene que lo que está bloqueando el desarrollo de los países periféricos son las distorsiones asociadas a la intervención estatal en la economía, que genera ineficiencias dinámicas e inestabilidad macroeconómica. Eliminadas estas distorsiones, los países subdesarrollados, abundantes en fuerza de trabajo “no calificada” y, por lo tanto, con bajos salarios, podrían hacer uso de esta ventaja comparativa para exportar bienes manufacturados -ayudados por la inversión extranjera, a la que se le deberían dar todas las seguridades y condiciones- a los mercados de los países ricos, lo que permitiría, además de generar crecimiento, corregir el desequilibrio externo y, sumado a una política de austeridad, corregir el desequilibrio interno.
Uno de los errores más comunes es creer que la IOE de libre mercado es la única que existe. En contraste, (Mildberg & Winkler, 2013) señalan que la estrategia de IOE ha sido importante para varios países que no se han plegado a la receta descrita en el párrafo anterior, sino que lo han hecho por medio de políticas industriales encaminadas a promover sectores estratégicos con los que, en principio, no se tiene “ventaja comparativa”. Tal es el caso de los Tigres Asiáticos, quienes combinaron la sustitución de importaciones con la promoción de exportaciones para incentivar el aumento en la competitividad de los sectores seleccionados y evitar la reproducción de ineficiencias y estancamiento que caracterizó gran parte de esos sectores en América Latina.
¿En qué ha cambiado la segunda globalización capitalista y el surgimiento de las CGV ambas estrategias? Es evidente que el camino que siguen actualmente los países subdesarrollados no se puede catalogar como EOI en el sentido clásico. Esto es así porque la globalización de la producción, el auge del outsorcing y el desarrollo de las Cadenas Globales de Valor han alterado sustancialmente la dinámica de la producción industrial y del comercio internacional. La EOI hace referencia, en cualquiera de sus dos variantes, a la competencia en bienes finales, donde la cadena de oferta para la producción de esos bienes se encuentra casi completamente en un solo país. Pero la fragmentación de la producción global implica que es posible, en principio, participar en esta industria sin necesidad de construir las cadenas de oferta completas, sino mediante la integración o inserción a cadenas que ya existen. Esta inserción, a su vez, sucede en las etapas de producción en la que el país tiene algún tipo de ventaja, ya sea por sus costos de producción o por su localización geográfica. El país, pues, se especializa no en bienes finales, sino en etapas del proceso de producción de uno o más bienes finales. Así, por ejemplo, es claro que la afirmación de que México está especializado en la producción y exportación de automóviles es, en el mejor de los casos, parcial. México, en realidad, está especializado en algunas etapas de la cadena global de oferta de la industria automotriz. Más específicamente en la producción de autopartes simples y en el. El diseño de los automóviles, la producción de semiconductores o la fabricación de las máquinas que se usan en el ensamblaje, todas ellas partes del proceso de producción del automóvil, no se realizan en México, sino en otros países del mundo. A este tipo de inserción Mildberg & Winkler (2013) lo denominan Industrialización por Especialización Vertical (IEV). La IEV hace referencia a la medida en que las exportaciones dependen de las importaciones de insumos. La aparición de la IEV puede, entonces, interpretarse como el resultado “del aumento en el grado en que los bienes y servicios tranzados entre fronteras son bienes intermedios en lugar de finales” (Ántras, 2020).
De tal forma, se afirma que el proceso de desarrollo se simplifica profundamente: los países no necesitan inmiscuirse el tortuoso, difícil y riesgoso proceso de construir bases industriales para la producción de bienes finales, lo que requiere de abarcadoras y riesgosas intervenciones estatales que pueden generar “distorsiones” e “ineficiencias”: solo se tienen que insertar en las CGV construidas por las EMNs de los países ricos, aprovechar sus capacidades tecnológicas y logísticas, y acceder así a los métodos de producción más eficientes, a insumos baratos y de mejor calidad y a los mercados de consumidores mundiales de los países ricos (Baldwin, 2013).
Los argumentos abundan contra este optimismo. El primero es que, lo que hace a la industrialización relevante desde el punto de vista del crecimiento y el desarrollo, es precisamente que, en su forma clásica, requería el establecimiento simultáneo de sectores económicos complementarios, lo que implicaba la formación de encadenamientos productivos que, bajo ciertas condiciones, tendía a generar un crecimiento económico y tecnológico endógenos. La industria en su forma clásica, pues, contrastaba con las economías de enclave que caracterizan a los países dependientes de la producción y exportación de bienes primarios. Sin embargo, la globalización ha alterado este carácter integrado de la producción industrial: hoy, es posible insertarse en la producción de los más modernos bienes para el mercado global y que estas industrias estén prácticamente “desconectadas” del aparato productivo doméstico. Este escenario no es solo una posibilidad, sino que, dejado a las fuerzas del mercado, tiene a ser el resultado natural. Ya desde mediados del siglo pasado, diversos economistas observaron que las EMNs instaladas en los países periféricos tendían a comportarse como enclaves: importando la mayor parte de insumos y bienes de capital y permaneciendo al margen de la economía doméstica. Esta situación, en la época de la producción global a través de la IED y la subcontratación, no se ha alterado sustancialmente.
De hecho, la forma más sencilla y rápida de integrarse a las CGV es mediante la creación de Zonas de Procesamiento de Exportaciones (ZPEs), conocidas en otras partes como Zonas Económicas Especiales (ZEEs). “Las ZPEs son espacios regulatorios en un país encaminados a la atracción de empresas orientadas a la exportación, que ofrecen concesiones especiales en cuanto impuestos, aranceles y regulaciones (Mildberg &Winkler, 2013)”. Es decir, para poder insertarse en las CGVs, el país periférico debe proveer las condiciones que lo hagan suficientemente atractivo con respecto a los demás países. El problema es que, por su misma naturaleza, las actividades productivas desarrolladas en las ZPEs se resisten a la formación de encadenamientos con la economía doméstica, formando modernos enclaves industriales exportadores. La frontera norte mexicana y la industria maquiladora son un claro ejemplo de esta dinámica.
El segundo hecho, que ha recibido mucha más atención en la lectura, tiene que ver con las etapas dentro de la CGV en las cuales se especializan los países periféricos. Estas etapas son, por lo general, la producción de componentes simples y el ensamblaje que, al operar con tecnología y bienes de capital producidos en el Norte Global, capturan la menor parte del valor producido. Esto es posible porque las EMNs, que poseen una posición monopólica de la tecnología y oligopólica en sus respectivos mercados, son capaces de crear condiciones ultra competitivas entre las empresas proveedoras de los distintos componentes. Así, éstas se ven obligadas a reducir permanentemente los costos a través de la profundización de la explotación y la precariedad laborales. Para evitar esta trampa y desarrollarse, los objetivos de la política de desarrollo y de las empresas nacionales deben ser ascender[2] en la Cadena Global de Valor. Ascender se refiere a la capacidad de los productores para moverse a etapas de la cadena más sofisticadas o a mejorar los productos y procesos que ya realiza. En cualquier caso, la implicación práctica del ascenso es que la empresa en cuestión es capaz de capturar una mayor parte del valor producido a lo largo de la cadena. Una vez inserto en las GVC, el país puede desarrollarse en la medida en que ascienda en esas GCV. Sin embargo, tanto teórica como empíricamente hay serias objeciones a este planteamiento. En primer lugar, ascender no implica la formación de encadenamientos productivos con la economía doméstica, lo que implicaría la formación de enclaves modernos y de alta productividad pero que no pueden ser motor del desarrollo. En segundo lugar, ascender implica entrar en competencia directa con las empresas más productivas y avanzadas del planeta. En su última etapa, implica disputarle su posición a las grandes EMNs que controlan los mercados a nivel mundial. Este proceso, pues, dista de ser automático y, de hecho, existen muy pocos casos exitosos, pues implican enfrentar barreras de tipo económico, tecnológico y legal, siendo los Derechos de Propiedad Intelectual uno de los más importantes (Lee, 2020).
Conclusión
Una forma de aproximarnos a la comprensión del capitalismo neoliberal es entenderlo como el desarrollo combinado de las siguientes tres tendencias: la creciente división de las operaciones de producción o “especialización cada vez mayor del producto”. la centralización del capital y mundialización del capital. El resultado es un patrón de producción y acumulación global caracterizado por la fragmentación de las etapas de producción y su distribución en el mundo, pero siendo estos procesos controlados y administrados por los grandes oligopolios con sede en el Norte Global, que derivan su poder de sus ventajas tecnológicas y logísticas, así como de una forma de regulación internacional que favorece su libre operación en el mundo: una combinación de liberalización comercial y financiera con una muy fuerte protección a los Derechos de Propiedad Intelectual.
Esto ha alterado la división internacional del trabajo, la naturaleza de la industria y, por lo tanto, las estrategias y perspectivas de desarrollo económico en la periferia. Por un lado, actividades de producción manufacturera que antes estaban reservadas para los países ricos hoy se desplazan a los países pobres buscando recortar al máximo los costos de producción, mientras que las actividades de I+D, marketing, retail y la manufactura de bienes de alta tecnología sigue estando reservada para el Norte Global, lo que les permite apropiarse de la mayor parte del valor. La consecuencia es que la producción industrial se ha transformado: ahora requiere, en mayor medida la adquisición de insumos y tecnología producidas en otras partes del mundo. La implicación es que estrategias clásicas como la Sustitución de Importaciones o la Promoción de Exportaciones se vuelven mucho más complicadas. Sin embargo, la estrategia de ascender en las CGV a través de la Industrialización por Especialización Vertical (IEV) presenta serias dificultades, incrustadas en la naturaleza jerárquica y desigual de las CGV, lo que hace que la tendencia sea hacia la creciente polarización al interior y entre las naciones, y no hacia la convergencia, como apuntan los propagandistas de la globalización
La comprensión de estas transformaciones es fundamental para pensar en estrategias y tácticas de desarrollo en el futuro inmediato. ¿Cómo desarrollar un aparato productivo moderno, articulado y autocéntrico cuando la división técnica del trabajo a escala global y el control que sobre ella ejercen los oligopolios del Norte Global alcanza las dimensiones actuales? La respuesta a esta pregunta es clave para cualquier movimiento del Sur Global que se proponga una transformación radical de su sociedad.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
[1] “Los intangibles son activos no-financieros que no poseen sustancia física, que son no-rivales en el consumo y al menos parcialmente apropiables. Información computarizada, ‘know-how’ tecnológico obras artísticas originales, diseños y nuevos productos, marcas, entrenamiento proveído por el empleador y estructura organizacionales son algunos de los principales activos intangibles“. (Corrado, Haskel, Iommi, & Jona Lasinio, 2012)”. (Durand & Milberg, 2019)
[2]Ascender es una traducción inexacta del concepto en inglés upgrade, que se utiliza incluso en la mayoría de la literatura en español.
Referencias
Amin, S. (1974). Accumulation on a world scale. Monthly Review Press.
Antràs, P. (2020). Conceptual aspects of global value chains. The World Bank Economic Review, 34(3), 551-574.
Baldwin, R. (2013). Trade and industrialization after globalization’s second unbundling: How building and joining a supply chain are different and why it matters. In Globalization in an age of crisis: Multilateral economic cooperation in the twenty-first century (pp. 165-212). University of Chicago Press.
Durand, C., & Milberg, W. (2020). Intellectual monopoly in global value chains. Review of International Political Economy, 27(2), 404-429.
Lenin, V. I. (1972). El desarrollo del capitalismo en Rusia: el proceso de formación del mercado interior para la gran industria (No. 338.094723 L4y). Nacional Quimantu
Lee, K (2020). The Art of Economic Catch-Up, 3.5 Detour Three: More, Less, and More GVC Again
Marx, K. (1976). El Capital. Crítica de la economía política. Libro segundo: el proceso de circulación del capital. Editorial Siglo XXi.
Milberg, W., & Winkler, D. (2013). Outsourcing economics: global value chains in capitalist development. Cambridge University Press.
Carballa Smichowski, B., Durand, C., & Knauss, S. (2021). Participation in global value chains and varieties of development patterns. Cambridge Journal of Economics, 45(2), 271-294
Tras más de un año de estancamiento y otro de contracción económica, es posible afirmar que la economía mexicana tocó fondo a mediados de 2020, y desde entonces, comenzó su lenta recuperación, misma que no fue suficiente para aminorar la caída anual (de 8.3%). La tendencia en lo que va del año apunta a que la economía mexicana podría alcanzar su nivel pre-pandemia el próximo año. Sin embargo, no todos los sectores se están recuperando al mismo ritmo; gran parte del repunte se debe a la exportación de manufacturas no automotrices, mientras que el sector servicios -principal generador de empleos en México- sigue fuertemente afectado.
En efecto, cuando se analiza el mercado de trabajo, los resultados son aún menos halagadores. La pobreza laboral aumentó en nuestro país y se coloca en máximos históricos, al pasar, en el último año, de 31.7 a 35.3%. Simultáneamente, la masa salarial se contrajo en casi 800 millones de pesos, a pesar de los aumentos en el salario mínimo. A estas tendencias preocupantes se suma el enorme incremento de la subocupación, que pasó de 8.4 a 13.8% de los ocupados. Del mismo modo, la población que gana más de 3 salarios disminuyó en el último año. A esto hay que añadir el hecho de una parte importante de la recuperación del empleo es en realidad una forma de desempleo disfrazado: el autoempleo. En esta categoría se encontraba el 21.6% de los ocupados en marzo de 2020, pero ya representa al 22.5%, o 12.3 millones de personas.
El mercado laboral en México, pues, difícilmente será el mismo que al empezar la crisis. Pero esto no debería oscurecer el hecho de que, incluso antes de la pandemia, el patrón de crecimiento de la economía mexicana se caracterizaba por una muy baja generación de empleos formales. La causa central es que, a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, los sectores clave para el crecimiento económico en México son las manufacturas conectadas a través de las Cadenas Globales de Valor (GCVs). En teoría, los países centrales enviarían a los países periféricos los procesos más intensivos en fuerza de trabajo no calificada, aprovechando el enorme diferencial salarial. De esa forma, los países periféricos podrían industrializarse o culminar su industrialización sin pasar por el tortuoso camino de construir cadenas de oferta completas, sino especializándose en ciertas etapas de los procesos productivos globales. Y aunque esto sucedió en alguna medida y en ciertos países, tendencias recientes hacen que el desarrollo hacia afuera basado en la IED, deje de ser una alternativa viable para países como México.
Entre otros motivos, porque el cambio tecnológico hace cada vez más difícil emplear a grandes cantidades de personas en los sectores manufactureros más modernos; incluso cuando los salarios son tremendamente bajos. Varios estudios documentan, por ejemplo, que los empleos directos e indirectos generados por las exportaciones manufactureras han ido disminuyendo en todo el mundo desde el inicio del milenio hasta la fecha. El caso de la industria manufacturera en México ilustra perfectamente esta situación. De 1990 a 2015, la inversión en “capital” (maquinaria, equipo, materiales, etc.) necesaria para crear un puesto de trabajo se triplicó. Adicionalmente, diversos estudios documentan que estos procesos requieren, cada vez en mayor proporción, fuerza de trabajo “calificada” en relación con la “no calificada”. Esto explica, por ejemplo, la creación de universidades adecuadas a las necesidades de las grandes empresas transnacionales, como la UPA en Aguascalientes (para la Nissan) o la UNAQ en Querétaro para la industria aeronáutica. A pesar de los efectos positivos de esta formación téncica, queda claro que la expansión de estas cadenas productivas no podrá emplear al ejército de sub y autoempleados informales que habitan en prácticamente todas las ciudades del país.
En síntesis: antes de la crisis había ya suficiente evidencia de que el modelo económico mexicano orientado hacia afuera era incapaz de atender las necesidades de las masas populares de México. Pero las recientes tendencias en el cambio tecnológico y la crisis desencadenada por la pandemia solo han hecho esto mucho más evidente. México necesita nuevo modelo económico que aproveche las oportunidades que ofrece el comercio internacional, pero que no se someta a ellas. La crisis del empleo en México demanda privilegiar el desarrollo de un mercado interno robusto basado en la satisfacción de las necesidades más urgentes del pueblo. Las tendencias políticas internacionales parecen favorecer ese cambio de rumbo, pero todavía se han de librar importantes batallas políticas para que se esto materialice en nuestro país.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
En un estudio de 2007 sobre el desarrollo industrial en Guadalajara, que ilustra el callejón sin salida al que lleva el modelo económico en México y su fe ciega en la Inversión Extranjera Directa, los investigadores Kevin Gallagher y Lyuba Zarsky hicieron la siguiente caracterización de AMLO, prácticamente al calor de las recién concluidas elecciones presidenciales de 2006:
“Mientras que (AMLO) defendió la imposición de restricciones al TLCAN, no llamó a un cambio fundamental en la dirección de la política económica mexicana, como sus críticos argumentaron. En efecto, ningún candidato tenía mucho que decir, en público al menos, acerca de cómo promover el crecimiento de las empresas mexicanas, construir un mercado interno en México, o trabajar en nuevas formas para impulsar las perspectivas de avance tecnológico en México[1]”.
Es posible identificar, pues, que incluso el AMLO más “intransigente” del 2006, que, concuerda la mayoría, experimentó una “involución” hacia posiciones más moderadas y pragmáticas para sus campañas de 2012 y 2018, carecía de una propuesta seria que cambiara de fondo el modelo económico de México para generar crecimiento y reducir la desigualdad. Y, sin embargo, ambos elementos siempre estuvieron presentes en el discurso obradorista acerca de la transformación que se buscaba para México. Son ya famosas las declaraciones en que AMLO afirmó que sin crecimiento económico no puede haber bienestar; acto seguido se comprometía a que México creciera a tasas del 4 y hasta el 6 por ciento anuales. Todavía en el Plan Nacional de Desarrollo, se hablaba de promediar 4% durante el sexenio, alcanzando el 6% al final del mismo.
Cuando el estancamiento económico se hizo evidente en 2019, el discurso presidencial tomó un giro inesperado. En lugar de reconocer que la actual estrategia económica -una mezcla de continuidad e improvisaciones- no estaba resultando efectiva, AMLO relegó la importancia del crecimiento económico. La proposición fundamental fue que, aún en el estancamiento o la recesión, el combate férreo combate a la corrupción sería condición suficiente para mejorar la vida de los pobres de México. La política de salarios mínimos y de transferencias monetarias del Presidente alimentaron el ánimo de una parte de la opinión pública, ante la decepción provocada por la austeridad republicana, los recortes a servicios públicos, el aumento en la militarización de la seguridad pública, y un largo etcétera.
Pero la realidad ha terminado por desnudar al discurso. Después de casi medio de millón de muertos tras la pandemia, la crisis económica que provocó, y la falta de medidas para contenerla, sabemos lo que era evidente: la pobreza laboral aumentó en nuestro país y se coloca en máximos históricos, al pasar, en el último año, de 31.7 a 35.3%. Simultáneamente, la masa salarial se contrajo en casi 800 millones de pesos. ¿Cómo sucedió eso a pesar de los aumentos en el salario mínimo? Además de la salida de 1.6 millones de personas de la Población Económicamente Activa, y el aumento de 1.1 puntos en el desempleo abierto, se suma el enrome incremento de la subocupación, que pasó de 8.4 a 13.8%. Del mismo modo, la población que gana más de 3 salarios disminuyó en el último año.
El aumento del salario mínimo, pues, se torna impotente ante la acelerada destrucción de empleos formales y la creciente precariedad laboral, resultadas ambas del estancamiento económico que inició desde 2019 y se convirtió en crisis en abril de 2020. Las transferencias monetarias, incapaces por sí mismas de atenuar la gran variedad de carencias de las masas populares, se ven amenazadas por la erosión de la recaudación del gobierno y manejo caprichoso del presupuesto.
Y, en medio de este panorama sombrío, persiste en el discurso Presidencial la misma idea: que el neoliberalismo -al que AMLO, incorrectamente, identifica con corrupción generalizada de gobierno y empresas – está acabado, y que los grandes problemas del país, los de los pobres en primer lugar, se están solucionando a pasos acelerados.
Pero, si algo demuestra la historia de los países periféricos es que los episodios esporádicos de mejoras en la distribución del ingreso y calidad de vida de las masas populares han coincidido con periodos de acelerado crecimiento económico y, este último, ha sido el resultado de estrategias de largo plazo cuyo objetivo central ha sido desarrollar las capacidades productivas internas para romper la situación desfavorable en que se hayan nuestros países en la división internacional del trabajo. México no es la excepción. En nuestro país, y en gran parte de América Latina, este episodio sucedió aproximadamente entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el final de los años 70s. El Estado asumió la tarea de industrializar al país mediante la sustitución de importaciones, primero de bienes de consumo y después de bienes de capital, implementando gran cantidad de políticas industriales y teniendo ingerencia directa en la actividad económica del país. La “época dorada” o “el milagro mexicano” son algunos de los adjetivos para ese periodo, tras las imponentes tasas de crecimiento de entre el 6 y el 9 por ciento anuales. No es sorpresa, pues, que en varios momentos, AMLO afirmara que el modelo que proponía para México era muy similar al llamado “Desarrollo Estabilizador”, que abarcó los sexenios de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz (1958-1970) y estuvo caracterizado por baja inflación, estabilidad cambiaria y acelerado crecimiento económico.
Ríos de tinta han corrido para defender o atacar ese modelo económico. Afortunadamente, se han alcanzado algunos consensos al respecto. Los más importantes son que el modelo económico de Industrialización Dirigida por el Estado (IDE) generó desequilibrios importantes en el balance fiscal y externo (balanza de pagos), alimentados por una baja recaudación fiscal, altos requerimientos de importaciones para la industria y un sesgo antiexportador de la misma. Al mismo tiempo, no hay duda de que el crecimiento económico y de la productividad fueron muy elevados, cuando se compara con el desempeño en periodos posteriores y ulteriores, así como con el desempeño durante otros países en le mismo periodo.
Sin embargo, hay aún más debate en torno a quiénes fueron los beneficiarios de este acelerado crecimiento económico. Puesto en otros términos, ¿qué tan equitativo fue el desarrollo económico en nuestro país durante la IDE? El análisis de las investigaciones clásicas y recientes sobre el tema, permiten arrojar las siguientes conclusiones:
En primer lugar, el acelerado crecimiento económico fue incapaz de alterar significativamente la profunda desigualdad que ha caracterizado históricamente a la sociedad mexicana. Sin embargo, tampoco hay evidencia de que la desigualdad de ingresos haya aumentado durante el periodo. Lo que se observa es, en contraste un aumento nada desdeñable en la participación de los sectores medios en la distribución del ingreso. Quienes disminuyeron su participación, en cambio, fueron los sectores de menor ingreso (los 4 menores deciles) y el 10 por ciento más rico del país, como se observa en la gráfica 1. Es decir, este fue el periodo de ascenso de la clase media mexicana. Sin embargo, en términos absolutos, el ingreso de todos los grupos por ingreso aumentó significativamente.
Un reciente estudio de Bleynat et al (2020) analiza la evolución de la desigualdad y los estándares de vida en México durante 1800-2015. El resultado más importante es que “en México, mientras que los salarios reales se duplicaron […] el PIB per cápita por trabajador incrementó 8 y media veces”. Esto quiere decir que, durante dos cientos años, los trabajadores mexicanos pudieron apropiarse de una muy pequeña parte del crecimiento económico. Y sin embargo, la mayor parte de esta mejora se obtuvo en el periodo de la IDE. La gráfica 2 muestra una tendencia decreciente del producto por trabajador dividido por el salario. Esto significa que, en el periodo, el salario aumentó más que la retribución al resto de “factores de producción”. Adicionalmente, se observa una clara tendencia ascendente de la medida de bienestar de Allen, que divide el salario nominal entre el costo de la canasta alimentaria para una familia de 3.5 personas.
Del mismo modo, la participación del trabajo en el ingreso aumentó sustancialmente, hasta alcanzar su máximo histórico en 1980 (gráfica 2). ¿Cuáles son los factores que explican estos cambios? En la Gráfica 3 se observa la gran transformación estructural que sufrió la economía mexicana durante el periodo: la urbanización de la población y la fuerza laboral. En efecto para 1963, la mayor parte de la fuerza laboral se encuentra ya trabajando en las ciudades. Pero la tendencia más importante es que este proceso de urbanización no estuvo caracterizado por un crecimiento importante del sector informal. Esto es, la mayor parte de la población que emigró del campo a la ciudad, fue capaz de encontrar un empleo formal. El empleo informal, por su parte, creció apenas en 4 puntos porcentuales.
La transformación estructural de la economía mexicana puede verse más allá de las dimensiones formal-informal que, en estricto sentido, se refiere exclusivamente a la relación entre las unidades económicas y la regulación del estado. La proporción de trabajadores asalariados aumentó de 51.1 a 63.4%. Por otro lado, la proporción de auto empleados cayó de 37.4 a 23.2%, y la proporción de trabajadores en la agricultura tradicional (de subsistencia) cayó de 44 a 24.9%[2]. Son estas transformaciones estructurales las que explican mejor la evolución de los salarios en la industria, en el sector informal y en el campo que muestran en la gráfica 4. La dinámica crecimiento económico → aumento del empleo formal → aumento de los salarios en todos los sectores de la economía, es la que explica la creciente participación del trabajo en el producto y el auge de los sectores medios.
Y es, precisamente, la destrucción de esta dinámica a partir de 1982 la que explica las pérdidas absolutas y relativas de la clase trabajadora y masas populares mexicanas. Desde entonces, la historia de la economía mexicana consiste en la informalización del mercado de trabajo, el deterioro de los salarios, la caída en la participación del trabajo en el ingreso y el aumento de la desigualdad de ingresos. No es sorprendente, pues, que el único candidato que denunció estas tendencias y se comprometió a revertirlas haya terminado por ganar la Presidencia de la República. Pero, del mismo modo, nadie debería admirarse de que esas tendencias no solo no se reviertan, sino que en varios aspectos se agudicen, puesto que no se hace nada esencialmente distinto a lo practicado en los 36 años posteriores.
En resumen, el nivel de vida de las masas mexicanas pudo mejorar en el periodo de la segunda posguerra, en parte por el contexto internacional que favorecía el crecimiento económico, pero fundamentalmente por el modelo económico que puso el énfasis en el desarrollo de las capacidades productivas internas mediante la industrialización del país. Este modelo, sin embargo, incapaz de romper la dependencia y alterar significativamente la enorme desigualdad de nuestro país, cayó por su propio peso, abriéndole de par en par las puertas al neoliberalismo. Las lecciones de la historia son claras: la mejora en la calidad de vida de las masas populares demanda, simultáneamente, un elevado desarrollo de las fuerzas productivas y un contundente golpe a la extrema desigualdad y dependencia. Cada vez queda más claro, sin embargo, que esto no vendrá, ni de las clases dominantes y sus aliados, ni de valientes caudillos inspirados. La organización popular y su gobierno son la única salida.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
[1] Gallagher, K. P., & Zarsky, L. (2007). The enclave economy: foreign investment and sustainable development in Mexico’s Silicon Valley. Mit Press: viii
[2] Juan Carlos Moreno-Brid and Jaime Ros. “The Golden Age of Industrialization”. En Development and Growth in the Mexican Economy: An Historical Perspective. (Oxford: Oxford University Press, 2009): 119.
Referencias
Altimir, O., Distribución del ingreso en México: ensayos, vol. 1. Mexico City, 1982.
Bleynat, Ingrid, Amilcar E. Challu, and Paul Segal. “ Inequality, Living Standards, and Growth: Two Centuries of Economic Development in Mexico .” ECONOMIC HISTORY REVIEW, (November 22, 2020).
Frankema, Ewout. “Reconstructing Labor Income Shares in Argentina, Brazil and Mexico, 1870-2000.” Revista de Historia Económica / Journal of Iberian & Latin American Economic History 28, no. 2 (September 2010): 343–74. doi:10.1017/S0212610910000091.
Gallagher, K. P., & Zarsky, L. (2007). The enclave economy: foreign investment and sustainable development in Mexico’s Silicon Valley. Mit Press.
Juan Carlos Moreno-Brid and Jaime Ros. “The Golden Age of Industrialization”. En Development and Growth in the Mexican Economy: An Historical Perspective. (Oxford: Oxford University Press, 2009).
Durante varias décadas del siglo pasado, el pensamiento social latinoamericano marchó al ritmo de la escuela de la dependencia. En su vertiente marxista, su postulado metodológico fundamental es que la única forma de entender al capitalismo es como un sistema mundial, en donde el desarrollo desigual entre países genera relaciones asimétricas entre el centro (los países más desarrollados) y la periferia (los países subdesarrollados). En concreto, esta es una relación de dependencia.
Algunos postulados básicos acerca del desarrollo capitalista en nuestras sociedades se pueden resumir de la siguiente forma: en el terreno económico, la burguesía imperialista aprovecha su posición de ventaja para desarrollar plataformas exportadoras en los países periféricos, buscando hacerse de materias primas y otros bienes producidos por una fuerza de trabajo superexplotada. Estos sectores están directamente controlados por la burguesía imperialista o por una burguesía nacional cliente que no tiene ningún interés en el desarrollo industrial nacional. La inserción en el capitalismo global destruye las estructuras sociales en el medio rural, lo que acelera la migración a las ciudades sin que haya un aumento correspondiente de la demanda de trabajo en los grandes centros urbanos: el resultado es una urbanización dependiente caracterizada por marginación, desempleo y subempleo crónicos. Los gobiernos nacionales tratan de corregir mediante estrategias de industrialización por sustitución de importaciones (después de la Segunda Guerra Mundial), pero tienen que iniciar por producir bienes de consumo que son intensivos en bienes de capital (que se tienen que importar de los países ricos) y fuerza de trabajo calificada; el desempleo y subempleo persisten y los países periféricos entran en problemas de balanza de pagos que amenazan permanentemente la reproducción del modelo: el resultado final es la crisis. El desarrollo en los países periféricos es, pues, el desarrollo del subdesarrollo.
Esta escuela, que produjo algunos de los trabajos más originales en distintas disciplinas e inspiró a distintos movimientos políticos, fue rápidamente abandonada a finales de los setenta, cuando la globalización capitalista, es decir, el neoliberalismo, irrumpieron violentamente en la periferia del sistema mundial. Paradójicamente, esto sucedió cuando las liberalizaciones comercial y financiera, al exponer a la industria y agricultura nacionales a la competencia de los países centrales, aumentaban la dependencia y subordinación. México es uno de los casos ejemplares: la liberalización comercial arruinó a millones de pequeños productores agrícolas e hizo quebrar a miles de empresas nacionales; el desempleo y la informalidad aumentaron mientras la economía se desindustrializaba; el desarrollo de una plataforma manufaturera de exportación basada en la inversión extranjera directa y la subcontratación de procesos intensivos en mano de obra (como la maquila) provocaron aumentos espectaculares en el comercio entre México y Estados Unidos, mismos que no se vieron reflejados en valor agregado, crecimiento económico, empleo formal y mejores salarios. En Sudamérica, el auge de las materias primas creó una falsa sensación de prosperidad y desarrollo durante la década de los dos mil; el fin de este ciclo se tradujo en estancamiento o profundas crisis económicas como en Brasil. El imperialismo reafirmó su hegemonía promoviendo golpes de Estado blandos (como en Brasil) y duros (como en Bolivia).
Los avances en materia de reducción de la pobreza y la desigualdad alcanzados en la década de los dos mil se revirtieron rápidamente. En ese contexto estalló la pandemia global por covid-19 que, al seguirse de confinamientos y freno de actividades no esenciales, redujo sustancialmente el ingreso de una parte considerable de la población. La estructura social de nuestros países, caracterizadas por el trabajo informal, el auto empleo y las micro empresas, obligó a millones de personas a seguir trabajando a pesar de la pandemia; la falta de apoyos extraordinarios en países como México agravaron la situación. El virus se siguió expandiendo, generando cientos de miles de muertes, afectando a los más pobres y marginados. Simultáneamente, millones de empleos se destruyeron; una parte importante abandonó la fuerza laboral y en México, por ejemplo, la pobreza laboral alcanzó máximos históricos a pesar de los aumentos consecutivos en el salario mínimo.
Los 22 millones de pobres nuevos en nuestro continente que reporta la CEPAL y el daño irreparable en pérdidas humanas, pues, no se pueden entender solo como efectos inevitables de un choque externo. El daño desproporcional que ha tenido la crisis sobre las clases trabajadoras de nuestros países se debe, fundamentalmente, al sistema capitalista mundial que beneficia a unos pocos países ricos y, cada vez más, solo a una pequeña élite dentro de esos países. La vacuna –desigualmente distribuida en entre los países y al interior– probablemente traerá el fin temporal de esta pesadilla; pero entonces será el momento de decidir si seguir por el mismo camino de dependencia y subordinación, o iniciar un camino de transformación social en donde las necesidades de los sectores populares estén en primer lugar.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
A pesar del radicalismo discursivo de la “Cuarta Transformación”, su estrategia de crecimiento económico no ha sido distinta a la de los gobiernos “neoliberales”. Como ya explicamos más arriba, al equiparar neoliberalismo con corrupción, la “Cuarta Transformación” pretende acabar con el primero mediante el combate a esta última. Así, se considera la agenda anticorrupción como el principal aporte al crecimiento económico aun cuando se dejan intactos los principios, instituciones y mecanismos medulares del modelo económico neoliberal.
Prueba de esta línea de continuidad la encontramos ya en el Plan Nacional De Desarrollo 2018-2024, y en el Primer Informe de Gobierno de AMLO. En la sección correspondiente a los resultados en materia económica, la actual administración hace explícito su “compromiso de mantener la estabilidad macroeconómica y el impulso de una política de austeridad al interior de la Administración Pública Federal, (…) factores fundamentales para detonar el crecimiento de la economía y su desarrollo.” Este compromiso se materializa en la tradicional receta neoliberal sobre estabilidad nominal: control inflacionario y disciplina fiscal. En concreto, respeto a las decisiones de política económica del BM y reducción del gasto público bajo el eufemismo de “austeridad”. Es decir, la misma idea de que bastan los fundamentos macroeconómicos para que ocurra el crecimiento económico.
En segundo lugar, la economía mexicana sigue volcada al exterior. El gobierno ha manifestado su intención de respetar los contratos existentes, que no son otra cosa que la serie de tratados comerciales que el país ha establecido con diversos países: el más importante, el T-MEC. Igual que ocurriera con la firma del TLCAN, se han formulado expectativas de éxito en torno a la entrada en vigor del T-MEC. Este nuevo tratado, al igual que el anterior, lleva la impronta de los intereses económicos de la potencia norteamericana. La renovación misma de los acuerdos establecidos en el TLCAN responde a los nuevos retos que enfrentan los Estados Unidos para mantener y reforzar su poder económico. Por ejemplo, las especificaciones de contenido regional y las condiciones laborales para evitar aranceles son sumamente convenientes a los esfuerzos del vecino del norte por repatriar inversiones y empresas norteamericanas, por un lado; y para frenar la influencia de China en la región, por otra, el artículo 32 establece que los países socios deberán abstenerse de entrar en negociaciones comerciales con economías que no son de mercado.
Las expectativas en torno al T-MEC no tienen justificación. El subsidio al sector agropecuario estadounidense acusaba una competencia desleal ya desde el TLCAN, y ahora, la política industrial de Trump y el T-MEC amenazan con ampliar esta competencia desleal al sector de la industria manufacturera. Contrario a esas expectativas, la quiebra de miles de pequeños campesinos mexicanos producto del TLCAN hace prever una pérdida del empleo manufacturero producto del T-MEC. Este es el escenario más probable, a menos que se implemente una política económica que permita el tránsito de la competitividad basada en salarios bajos a una cimentada en el desarrollo tecnológico y científico, que haga énfasis en el mercado interno y que promueva los encadenamientos productivos hacia el interior. Pero esto no está ocurriendo.
El gobierno de la “Cuarta Transformación” ha optado por mantener una actitud pasiva frente a los imperativos económicos. Confía, al igual que antes, que los fundamentos macroeconómicos, que considera sólidos, aunado a los acuerdos comerciales, se encargarán de resolver los problemas del país, aun en el peor escenario de la crisis actual. Cierto es que el presidente ha hecho resonar el discurso de que su gobierno colocará la inversión pública y que detonará el crecimiento económico. Esta inversión pública se centra fundamentalmente en los megaproyectos, los cuales engloban una inversión total en infraestructura pública todavía insuficiente para detonar el crecimiento requerido, inversión que adicionalmente se ve limitada por el reducido espacio fiscal. El gasto en inversión en 2019 representó el 3.1% del PIB, por debajo del promedio (5% del PIB) reportado en los últimos diez años (CIEP, 2020). En el marco de una baja recaudación tributaria y el colapso de los ingresos petroleros, la expansión del gasto público entra en contradicción con una política que intensifica la disciplina fiscal. En los hechos, uno de los principios medulares del neoliberalismo, la sustracción del Estado de la actividad económica, lejos de eliminarse es reforzado en aras de la “austeridad fiscal”.
En realidad, la austeridad fiscal se reduce a la disminución de salarios a funcionarios, contracción de gastos de operación y eliminación de dispendios en servicios personales de los servidores públicos de alto nivel. El gasto público, ya sea en inversión o social, es clave para los propósitos políticos de la “Cuarta Transformación”, razón por la cual la austeridad ha resultado en un jaloneo de recursos que no crecen, en pocas palabras, quitar aquí para poner allá.
Soluciones parciales: megaproyectos y transferencias monetarias
La estrategia para detonar el crecimiento y desarrollo económico del país a través de la inversión pública se centra en cuatro proyectos: Tren Maya, Corredor Transístmico de Tehuantepec, Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles y Refinería Dos Bocas. En conjunto se les destinará poco más de 600 mil millones de pesos del presupuesto federal de todo el sexenio. Estos proyectos de inversión pública han causado polémica por varios motivos. Los daños ambientales, las violaciones a los derechos indígenas y la opacidad5 en torno a la planeación son algunas de las críticas más mediatizadas a estos megaproyectos. En cuanto a la cuestión económica, no son claros la rentabilidad6 de los proyectos ni el impacto que tendrán sobre la capacidad productiva del país y el crecimiento. Por otro lado, el monto del gasto público asignado a estos proyectos compromete seriamente los recursos del Estado.
Otro gasto importante es el de las transferencias monetarias. Estas son el eje del supuesto nuevo paradigma de desarrollo de la “Cuarta Transformación”. El argumento central a favor de los programas de transferencia monetaria es que sirven para combatir la pobreza. Pero recientemente el presidente ha afirmado que pueden detonar el crecimiento económico a través del aumento en la capacidad de consumo de la población. Los programas de transferencia monetaria son la peor estrategia para detonar el crecimiento económico. Pero aún más, tocando solamente el aspecto meramente cuantitativo, el gasto en estos programas en 2019, aunque mayor que en 2017 y 2018, sigue siendo menor que el de 2013 a 2016 (Jaramillo, 2020).
Pero aceptando que las transferencias monetarias provocaran un aumento del consumo, el crecimiento económico basado en la expansión de la demanda agregada es muy limitado para México, en donde la estructura productiva es mayoritariamente de baja productividad, dependiente tecnológicamente y abierta al mercado mundial. En primer lugar, esta expansión no conlleva necesariamente un aumento en la inversión, necesaria para emplear a todos los mexicanos que se encuentran en actividades de muy baja productividad. Por otro lado, desde la perspectiva de la restricción externa, para aumentar sostenidamente la producción se necesita importar bienes de capital que no son producidos nacionalmente. México importa gran parte de los insumos intermedios y maquinaria y equipo para su producción. Sin embargo, aumentar las importaciones requiere de más divisas que se pueden obtener mediante más exportación o importación de capitales, pero que no están dadas inicialmente. Sin estas condiciones, y sin la capacidad de sustituir las importaciones de bienes de capital, a partir de cierto punto, un aumento sostenido de la demanda agregada no se traducirá en aumentos de la producción y empleo. El urgente fortalecimiento del mercado interno requiere de políticas mucho más elaboradas que vinculen el aumento de la capacidad adquisitiva de la población con la expansión de la producción nacional y la reasignación de los recursos productivos a los bienes y servicios más indispensables para elevar el nivel de vida de la población. Elevar marginalmente la demanda mediante transferencias monetarias y esperar que el mercado haga este trabajo por sí solo es una estrategia fallida.
Ciencia, tecnología e innovación
El gobierno federal tampoco presenta una estrategia clara para el desarrollo científico y tecnológico y su vinculación con la actividad económica. Los cambios que se han hecho se refieren al presupuesto asignado a ciencia y tecnología y su distribución dentro de este ramo. En ese sentido, se puede analizar tanto el presupuesto destinado al Programa Especial para Ciencia, Tecnología e Innovación (PECIT), como el destinado a CONACYT (Ramo 38). El primero incluye el presupuesto destinado a todas las dependencias e instituciones públicas que realizan algún tipo de actividad científica y tecnológica. Al respecto tenemos que de 2019 a 2020 el presupuesto del PECIT aumentó en 4.86%. Sin embargo, al compararlo con años anteriores, observamos que los recursos destinados al PECIT son menos: 92.5% del de 2014. Algo similar sucede con CONACYT (Ramo 28), en donde hubo un decrecimiento y, comparado con 2014, representa poco menos del 60%. Por último, el gasto del gobierno federal en ciencia y tecnología en 2019 y 2020 fue el 0.2% del PIB, menos del 0.3% que se alcanzó en 2015 y muy lejos del 1% del PIB que recomiendan los organismos internacionales.
Además, a raíz de la crisis económica ahondada por la pandemia del COVID-19, el gobierno federal intentó recortar en 75% el presupuesto de operaciones para los 26 centros de investigación públicos adscritos al CONACYT. Muchos de estos centros están a la vanguardia de la investigación científica en México. Tras una oposición generalizada, el gobierno federal excluyó a los centros de investigación de este recorte general (que, por otra parte, sí se aplicó al resto de dependencias federales). Sin embargo, este hecho revela que el desarrollo científico y tecnológico no es una prioridad para el gobierno federal.
Adicionalmente, el discurso del presidente está salpicado de desprecio a la ciencia y a los científicos. Se les concibe como pertenecientes a la élite y que gozan de privilegios inmerecidos, por lo que están interesados en mantener el statu quo. AMLO iguala el concepto de “tecnocracia” con el de ciencia, lo que implica, según el discurso, que la supuesta ciencia no es más que formas de legitimar medidas que benefician a unos cuantos. En contraste, se exalta la intuición y el conocimiento del “pueblo” adquirido en el trabajo, colocándolos en el mismo nivel o por encima de lo que denomina la “ciencia neoliberal”. Se comete el error de atacar unilateralmente a la ciencia por elitista —caracterización que puede ser correcta— en lugar de hacer esfuerzos de corto y largo plazo para que cada vez más mexicanos estén en posibilidades de acceder y convertirse en productores de ciencia.
Los dos años de este gobierno en cuanto a ciencia, tecnología e innovación han estado caracterizados por continuidad en la estrategia general, presupuestos pobres e intentos permanentes por reducir el presupuesto a centros de investigación.
El campo
Las transformaciones “profundas” de la “Cuarta Transformación” incluyen al campo. El Desarrollo Sostenible e Incluyente del Sector Agropecuario es uno de los objetivos del Plan Nacional De Desarrollo 2018- 2024. La estrategia para este propósito comprende transferencias monetarias, programas de comercialización[1], programas de fomento a la agricultura[2] y programas de financiamiento y seguros[3]. Se dice que bajo la actual administración este tipo de programas ha mejorado por dos vías principalmente, el rediseño de la focalización y el aumento de los montos otorgados a los productores con menos recursos. Sin embargo, los cambios mencionados, además de ser cuestionables, han sido mínimos. Por tanto, es poco probable que los resultados sean distintos.
El énfasis de la estrategia para el campo mexicano de la “Cuarta Transformación” recae en los programas de transferencias monetarias, a saber, Sembrando Vida[4] y Producción para el Bienestar[5]. Este tipo de programas constituyen una falsa solución para resolver los problemas productivos del sector porque no afectan la productividad y refuerzan la dependencia a los subsidios estatales; no remedian los problemas estructurales del campo. La falta de financiamiento (de los casi 5 millones de productores agropecuarios solo el 10% de ellos tiene acceso al crédito), el problema de la comercialización, la falta de infraestructura hidroagrícola, el atraso tecnológico (desde hace más de medio siglo no hay una revolución tecnológica en el campo) y el desgaste paulatino de los recursos naturales[6], los problemas estructurales del campo, se atienden con los mismos mecanismos y programas que antes, y en algunos casos, incluso se les ha disminuido el presupuesto.
La concepción idílica del campo, como el modo en que se vive mejor porque la gente se alimenta sanamente y respira aire fresco, romantiza puerilmente la producción a pequeña escala. En general, la focalización de los programas está sesgada hacia los pequeños y medianos productores, no incluye a los extremos: los de autoconsumo y el sector empresarial. En su afán de hacer justicia a los pequeños productores el presidente los condena a la subsistencia, al atraso productivo, a la marginación. El supuesto rescate al campo no busca elevar la productividad del campesino mexicano al nivel de sus competidores nacionales y extranjeros. Lejos de presenciar un cambio radical de política en el sector agropecuario, lo que hay es una profundización de las viejas políticas de asistencia social.
Covid-19
El panorama económico, de por sí ya desalentador, se complicó con la llegada de la pandemia del COVID-19. El confinamiento obligado de la población detuvo imprevistamente la actividad económica. Hacia finales de julio de 2020 no había certeza aún sobre el tiempo en que persistiría la amenaza del virus, ni el que tomaría la recuperación económica. Las proyecciones sobre la evolución del PIB para este año son catastróficas: el FMI pronostica una variación de -10.5%; Banxico de -8.8%; y Scotiabank de -9.08%.
Los efectos económicos observados son preocupantes. En abril, la inversión fija bruta se contrajo 36.9% real anual. El Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) presentó en mayo el mayor retroceso del que se tiene registro (-22.7% real anual), sumando así cinco contracciones consecutivas. La producción industrial se desplomó 30.7% real anual en mayo, después de que en abril cayera en 29.3% real anual (Scotiabank, 2020). Los resultados en materia de empleo son de igual forma alarmantes. Entre el 13 y 31 de marzo se perdieron 198,033 puestos de trabajo formal, 555,247 en abril, 344,526 en mayo, y 83,311 en junio. En total, 1,181,117 empleos formales se han perdido a consecuencia de la pandemia hasta el mes de junio. La situación es mucho más grave cuando agregamos las cifras sobre el empleo informal. En el mes de abril se perdieron 10.4 millones de empleos informales. Actualmente, la magnitud del desempleo engloba a 33.7 millones de personas (Heath, 2020).
El gobierno federal es en buena parte responsable de estos resultados negativos. La profundidad y escala de las consecuencias económicas son también fruto de las políticas que se aplicaron antes y durante la crisis sanitaria. Al inicio de la crisis, el presidente menospreció el peligro de la pandemia, y ahora, minimiza también la situación económica de millones de mexicanos ante las crisis sanitaria y económica. El gobierno se ha negado a brindar protección alimentaria a los hogares que perdieron sus ingresos laborales. Tampoco ofreció soporte económico sustancial a las empresas para poder sortear la situación, permitiendo con ello que la pandemia golpeara de lleno a los trabajadores. Entre los países de América Latina, México es el segundo país con menor gasto público (menos del 1% del PIB) para apoyar a las empresas y los hogares (FMI, 2020). Sin apoyo de ningún tipo, la vulnerabilidad económica de las familias las presiona a salir a trabajar a pesar del riesgo sanitario. Sabedor de ello, el gobierno precipitó una reactivación económica poco planificada para eludir la responsabilidad de tener que destinar recursos a las familias que no pueden costear el confinamiento.
Sólo recientemente, después de cuatro meses, se empezó a reconocer que el horizonte de la crisis se vislumbra lejano. En la videoconferencia con motivo de la tercera reunión de Ministros de Finanzas y Gobernadores de Bancos Centrales de los países miembros del G-20, el Secretario de Hacienda, Arturo Herrera, reconoció que la recuperación económica llevará más tiempo de lo previsto, y que tendremos que coexistir con el COVID-19 en un periodo de entre un año y año y medio. Sin embargo, este reconocimiento no estuvo acompañado de un compromiso de política para hacerle frente a la crisis. La inexistencia de un plan detallado de activación económica hace poco probable que la economía pueda volver al escenario previo a la pandemia en por lo menos dos años (UNAM, 2020).
Tren Maya
El Tren Maya (TM) ha sido uno de los proyectos más controversiales porque atraviesa el segundo pulmón de América, la Selva Maya. El proyecto consta de dos fases de construcción y siete tramos. La fase uno, inaugurada por el Presidente el 1º de junio de 2020, contempla únicamente las obras sobre derechos de vías férreas, carreteras y líneas eléctricas ya existentes que abarcan los tramos uno, dos y tres. Para estos tramos, Fonatur fue eximida de la obligación legal de la Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) por tratarse solo de “mantenimiento” de vías ya existentes. Sin embargo, como los trenes modernos no pueden seguir exactamente la vía anterior ni usar la misma estructura, hay zonas de estos tramos en los que se desmantelará la vía anterior para colocar la nueva o en las que las vías atravesarán Áreas Naturales Protegidas (ANPs) (Reserva Cuxtal, Reserva Los Petenes y Área de Protección de Flora y Fauna Cañón del Usumacinta); por tanto, sí hay requerimiento legal para elaborar la MIA. El 16 de junio de este año, Fonatur entregó a la Semarnat la MIA de la fase 1 (MIA-F1).
La MIA-F1 reconoce afectaciones de gran magnitud a los ecosistemas, entre los que destacan:
1. Fragmentación del territorio y corredores biológicos: las obras acrecentarán la separación y la pérdida de conectividad ecológica entre las áreas de conservación, obstaculizando la reproducción de los organismos y la migración. A su vez, la fragmentación favorecerá la interrupción del Corredor Biológico Mesoamericano, el cambio de microclimas, la transformación del hábitat y la extinción de especies. Para remediarlo, en la MIA-F1 se propone la construcción de 40 pasos de fauna.
2. Agotamiento y contaminación del acuífero de la Península de Yucatán. El acuífero Península de Yucatán sufrirá un decremento en su carga potencial (Reyes et al, 2014). Además, la demanda hídrica tanto de la población humana como de los ecosistemas incrementará. Lo anterior se0020traducirá en un déficit de agua catastrófico si no se implementan acciones que permitan la recarga del acuífero. Por otro lado, la disposición inadecuada en el suelo de residuos sólidos urbanos o peligrosos puede ocasionar escurrimientos superficiales y lixiviados que contaminen los cuerpos de agua y los acuíferos.
3. Deforestación: la degradación y pérdida de vegetación en México ha afectado mayormente a las selvas tropicales, con pérdidas mayores del 80%. Chiapas, Campeche y Yucatán pertenecen a los estados con mayor pérdida de masa forestal (Portillo, 2019). De acuerdo con el documento MIA-F1, la pérdida de cobertura vegetal de los primeros tres tramos del TM es equivalente a 606.04 ha. Esta afectación contribuirá a la emisión de carbono, uno de los principales causantes del cambio climático.
4. Emisión de contaminantes y gases de efecto invernadero. La construcción es la principal fuente de contaminación ambiental en comparación con otras industrias (Shen et al., 2005). De las ciudades de la región, Campeche y Mérida son las que de por sí, sin el TM, descargan a la atmósfera más contaminantes atmosféricos.
Aunque en la MIA-F1 se hace un diagnóstico robusto de las afectaciones ambientales y se enumeran medidas que parecen suficientes para contrarrestar los daños, nada garantiza que las diez empresas de los consorcios que ganaron las licitaciones para la construcción de los tres primeros tramos del TM las instrumenten con rigurosidad. El TM es una bomba ecológica muy arriesgada, con consecuencias mayúsculas para la riqueza y salud ecológica de la zona.
La fase dos contempla los tramos cuatro, cinco, seis y siete, los más delicados en términos ecológicos porque la obra atraviesa predios sin derecho de vía, cubiertos de vegetación, así como la Reserva de la Biósfera Calakmul, la mayor reserva mexicana de bosque tropical.
Este es un apartado de “Dos años de presidencia de Andrés Manuel López Obrador: resultados y perspectivas”, documento elaborado por el CEMEES para analizar al gobierno actual.
[1] La Segalmex (Seguridad Alimentaria Mexicana) compra maíz, frijol, trigo, leche, etc., a un precio fijo y los comercializa a través de las tiendas Diconsa. Está focalizado a pequeños y medianos productores.
[2] Por ejemplo, los programas de fertilizantes, antes aplicados a escala nacional, ahora se focalizaron a los estados más pobres y en particular al estado de Guerrero. Brindan subsidios para la compra de insumos y de activos productivos. La eliminación y fusión de varios programas de la administración anterior han reducido el número de programas y ha reducido el número de beneficiarios.
[3] FIRA, FND y Agroasemex; de reciente creación el Crédito Ganadero a la Palabra. Este ofrece hasta 30 novillonas y un semental con el compromiso de regresar la misma cantidad de animales en un plazo de tres años. En el PEF de 2019 se redujo en 33.1%, en términos reales el monto asignado a estos programas. En 2020, el presupuesto de Agrosemex disminuyó en 51.8% respecto a 2019, y FIRA dejó de recibir recursos del gobierno. En julio de 2020 la Cámara de Diputados discutía la fusión de Financiera Nacional de Desarrollo Agropecuario, Rural, Forestal y Pesquero (FND), el Fideicomiso de Riesgo Compartido (Firco) y el Fondo de Capitalización e Inversión del Sector Rural (Focir) para dar lugar a una nueva institución de banca de desarrollo que se llamará Financiera Nacional Agropecuaria (Finagro) que asumirá también el control de Agroasemexen. La iniciativa de ley contempla que Finagro operará a través de intermediarios financieros, entre los que se excluyen a las cooperativas de ahorro y crédito, las sociedades financieras comunitarias, los organismos de integración rural, organizaciones de economía social del campo que atienden a los pequeños productores. La nueva institución aplicará los mismos criterios financieros a todos los productores, sean pequeños, medianos o grandes, por lo que la asignación de los recursos seguirá concentrándose en los más solventes
[4] Este programa está dirigido a productores del sur y centro del país con 2.5 ha. Sus objetivos son: incrementar el ingreso de los productores, incrementar la producción agrícola y con ello mejorar la seguridad alimentaria de las familias, la reforestación.
[5] Producción para el Bienestar es el nuevo nombre de Procampo-Proagro; transfiere recursos en función de la cantidad de hectáreas sembradas y está focalizado a pequeños y medianos productores.
[6] El presidente parte de que México es un país abundante en recursos naturales. Sin embargo, 30% de unidades presenta pérdida de fertilidad por las malas prácticas agrícolas, hay una sobreexplotación de los mantos freáticos y 70% del agua que usa la agricultura es a través de riego rodado con altas pérdidas de agua.
En su obra clásica, “El desarrollo del capitalismo en Rusia”, Vladimir Lenin mostró cómo, a finales del siglo XIX, Rusia había entrado irremediablemente en la senda del sistema capitalista mundial. Con un análisis estadístico impresionante para la época, Lenin ilustró la forma en la que el capitalismo cumplía en Rusia sus dos únicas funciones progresistas: desarrollar y socializar las fuerzas productivas. A grandes rasgos, lo primero se refiere al aumento en la productividad del trabajo y lo segundo a involucrar progresivamente a todos los miembros de una formación social en un proceso de producción único. Estos dos fenómenos, a su vez, sientan las bases materiales para la futura sociedad socialista, basada en la propiedad social de los medios de producción y su administración planificada democráticamente. Una sociedad de este tipo nunca podrá desplegar su máximo potencial con un aparato productivo ineficiente y desarticulado.
La importancia de este análisis es que le da al proletariado las herramientas para juzgar el papel de uno u otro gobierno burgués. Porque aunque todos ellos desempeñan la función de proteger el dominio de las clases propietarias sobre el resto, la forma de gestionar el desarrollo capitalista varía en el tiempo y en el espacio. De tal forma que, al mismo tiempo que el proletariado se organiza para arrancar concesiones que mejoren su nivel de vida, debe preguntarse: ¿está el gobierno en turno facilitando el desarrollo y socialización de las fuerzas productivas? O, de forma equivalente, ¿se están expandiendo en términos de empleo los sectores más productivos de la economía? ¿Se está mejorando la infraestructura pública para conectar más eficientemente a todos los puntos del país? ¿Están avanzando las capacidades científicas y tecnológicas? ¿Se está facilitando el acceso a los medios de vida (tanto en infraestructura pública como en bienes de consumo) suficientes para el desarrollo material e intelectual de la clase trabajadora?
Estas son solo algunas de las preguntas clave. La primera es particularmente importante para el caso mexicano, en tanto el grueso de la población se haya ocupada en actividades de muy baja productividad y que ofrecen condiciones laborales sumamente precarias: informalidad rampante, autoempleo y desempleo disfrazado. ¿Por qué? La teoría del desarrollo económico clásico pone el énfasis en la inversión, es decir, en la rapidez con la que crecen los acervos de capital fijo, que, a grandes rasgos, están constituidos por la maquinaria, equipo e instalaciones productivas. De manera simple: la cantidad de personas que pueden emplearse en los sectores más modernos de la economía está limitada por el capital fijo existente. Por lo tanto, la expansión de los “buenos” empleos (¿los “menos peores” en el caso mexicano?) requiere que la acumulación de capital fijo (inversión) sea más acelerada que el crecimiento de la fuerza laboral.
Allí donde la inversión se ralentiza o detiene, crecen la informalidad, el autoempleo y la precariedad. Esto, a su vez, empuja a la baja los salarios en el sector formal. Por lo tanto, a la luz de este análisis, el combate a la pobreza en países como México pasa necesariamente por la mejora en las condiciones de empleo y, por lo tanto, en la aceleración de la inversión. Esto, cabe señalar, no tiene nada que ver con la idea dominante según la cual basta darle todas las facilidades y garantías al sector privado para que invierta y eso se traduzca en bienestar. Tal enfoque ha sido demostrado falso en la teoría y en décadas de práctica. La inversión pública desempeña un papel central y debe coordinar planificadamente la inversión privada para tratar de alcanzar los resultados previamente descritos. Inversión especulativa, poco intensiva en trabajo o desarticulada del resto del aparato productivo en poco o nada ayuda al desarrollo del país.
El análisis de lo que pasó con la inversión fija bruta y la adquisición de maquinaria y equipo nos permitieron tener perspectivas para la situación en nuestro país desde el inicio del gobierno de López Obrador. La tendencia fue clara desde el principio: en 2019 la inversión se estancó y desde inicios de 2020 empezó a caer. Con el inicio de la crisis colapsó definitivamente.
La manifestación obvia fue, durante 2019 y al iniciar 2020, la bajísima generación de empleos formales. Después, la destrucción de estos empleos. Las causas las podemos encontrar en la caída en la inversión pública en infraestructura, obras y servicios, cuyos recursos se han canalizado a transferencias monetarias y a las megaobras del presidente. Adicionalmente, el manejo errático de la economía y el discurso hostil de AMLO han generado un clima de incertidumbre y reticencia en la clase capitalista. No hay política industrial y se apuesta todo al comercio exterior. No hay pues, elementos progresistas en este gobierno ni perspectivas de que la cosa cambie en el corto y mediano plazo.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
El gobierno de la 4T celebra la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), que sustituye al TLCAN después de 25 años de vida. El Presidente y la secretaria de economía afirman entusiastas que esta era la pieza faltante para detonar el desarrollo económico y, en este contexto, para sacar a México de la recesión que empezó en 2019 y que se ha vuelto crítica por la pandemia global del coronavirus. La crisis, de acuerdo con los últimos datos del INEGI, tiene a 34.3 millones de mexicanos con necesidad de empleo, ya sea en las categorías de desempleados, subocupados o disponibles. En ese contexto entra en vigor el nuevo tratado.
Aunque el T-MEC lleve el “libre comercio” en su nombre, por su contenido queda demostrado que el libre comercio como supuesto camino universal para el desarrollo está poco más que muerto. En los hechos, el T-MEC es una herramienta que el gobierno de Estados Unidos quiere utilizar para alcanzar sus fines económicos nacionales y geopolíticos. Los primeros se refieren a capturar una mayor proporción de los empleos de la industria manufacturera. Los segundos tienen que ver con crear las capacidades económicas para enfrentar el avance de China a nivel mundial, en donde reposicionar a la industria manufacturera norteamericana es un elemento clave. No por nada, al terminar las negociaciones, al T-MEC lo llamaron “el primer tratado anti-China de la historia” porque, entre otras cosas, le da a los tres países la potestad de decidir si uno de ellos puede entrar en negociaciones comerciales con economías “que no son de mercado”, es decir, China.
Estas aseveraciones no son inferencias, sino declaraciones de intención del mismo gobierno norteamericano. Robert Lightizer, representante de comercio de EE.UU, afirmó que “la era de trasladar empleos fuera de EU ha terminado. Diversas empresas protestaron porque este cambio de política (la renegociación de los tratados comerciales de Estados Unidos sobre esta base) creó incertidumbre. La respuesta del presidente Trump fue simple, si desean seguridad, traigan sus plantas de regreso a Estados Unidos. Si desean los beneficios de ser una empresa de los Estados Unidos y la protección del sistema legal estadounidense, devuelvan los trabajos” (El Financiero 12/05/2020). En otra ocasión afirmó que “Estados Unidos necesita una política industrial que le asegure al país, en cualquier crisis futura, la habilidad de manufacturar localmente lo que necesitamos… necesitamos una política, sean subsidios, aranceles o lo que sea” (Bloomberg 05/06/2020). En palabras de José Luiz de la Cruz, director general del Instituto Mexicano para el Desarrollo Industrial (IDIC), nos encontramos frente a una etapa de “comercio administrado”, en donde el gobierno norteamericano establecerá y cambiará su política comercial cuando le plazca —como lo hizo el año pasado para obligar a México a cambiar su política migratoria en la frontera sur— para garantizar que el empleo nacional crezca en los sectores estratégicos: el automotriz, electrónicos, el de maquinaria y equipo, equipo eléctrico y metales.
Es sobre esta base que debemos analizar el nuevo tratado, especialmente las dos modificaciones que han recibido la mayor atención por los “retos y oportunidades” que abren. La primera tiene que ver con las especificaciones de contenido regional. A grandes rasgos, para que las exportaciones de un país a otro queden libres de aranceles (o paguen muy pocos), un cierto porcentaje del producto total debe ser producido en alguno de los tres países del tratado. El T-MEC aumenta este porcentaje para los sectores clave mencionados previamente. Esto tiene un impacto directo en México, dado que, desde la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio en 2001, una creciente proporción de las exportaciones manufactureras a Estados Unidos son en realidad ensamblaje de insumos importados de Asia. La industria de la maquila es el caso extremo. Estados Unidos busca producir nacionalmente al menos una parte de estos insumos, aumentando el empleo en estas industrias.
El segundo gran cambio tiene que ver con la política laboral. El T-MEC obliga a los tres países a acatar todos sus compromisos con la Organización Internacional del Trabajo en cuanto a derechos, prestaciones y seguridad laborales. Más aún, el nuevo tratado específica que, para evitar los aranceles, entre el 40 y el 45% del contenido de los automóviles debe producirse por trabajadores que ganen al menos 16 dólares la hora. Con esto se busca, de acuerdo con la oficina de comercio de Estados Unidos, “apoyar mejores empleos para los trabajadores norteamericanos requiriendo que una proporción significativa del vehículo sea producido con trabajo que gana salarios altos, para asegurar que los productores norteamericanos sean capaces de competir de manera justa”.
La reforma laboral del año pasado en México consistió en crear las bases legales para el nuevo tratado, de acuerdo con las indicaciones y los objetivos del gobierno norteamericano. En la forma, los intereses económicos de la clase obrera mexicana coinciden con la política exterior de EE.UU. Pero estos cambios no se hacen a ciegas: el gobierno norteamericano sabe perfectamente que México deriva la mayor parte de su competitividad en el sector manufacturero de las pésimas condiciones laborales y de la importación de insumos intermedios de los países de Asia.
Muchos analistas han comentado acertadamente que el tratado abre una oportunidad para ascender en las cadenas de valor produciendo localmente parte de los insumos que ahora importamos. Esto podría ocurrir suponiendo que el gobierno mexicano implementara una política industrial, es decir, una serie de medidas encaminadas a elevar la productividad de las empresas manufactureras y crear nuevos encadenamientos productivos, apoyando a las empresas nacionales para que se conviertan en proveedores competitivos de las empresas de exportación. Esto requiere, entre otras cosas, un verdadero apoyo al desarrollo científico y tecnológico nacional y su vinculación con el sector productivo, además de la provisión de incentivos y apoyos adecuados.
Pero en México vamos exactamente en el sentido contrario. Con respecto a cumplir los compromisos con la OIT, en México hay una tendencia desde 2019 a la destrucción del empleo formal y a la disminución de empleos con salarios altos (de más de cinco salarios mínimos) pues estos pasaron de 4 millones trescientos mil al iniciar 2019 a poco menos de 3 millones y medio actualmente. Además, el gobierno ha mostrado un claro desprecio por la ciencia y la investigación, abandonado a importantes centros de investigación nacionales (como el CINVESTAV). Por último, resalta la necedad del gobierno en no apoyar a las empresas del sector real de la economía a sobrevivir en el contexto de la pandemia. ¿El resultado? Casi 10 mil empresas que ya se dieron de baja en el IMSS durante abril y mayo, y una tasa de cierre de medianas y grandes empresas más alta que en la crisis de 2008-2009. Asimismo, la CEPAL estima que 500 mil empresas formales pueden desaparecer por la crisis.
Si no se revierten estas tendencias, las consecuencias podrían ser una caída mayor del empleo formal y manufacturero; una aceleración de la desindustrialización (iniciada hace una década aproximadamente) que sería fatal para el desarrollo en México. Pero aún sin estos elementos, sorprende que la 4T muestre una estrategia de desarrollo y reactivación económicas tan pasivas, esperando que un acuerdo que lleva 25 años de vigencia y que nunca cumplió las promesas, de repente resuelva los problemas del país en la crisis más grande del último siglo. Irónicamente, contra esta confianza injustificada ha advertido el propio FMI, guardián del orden neoliberal en el mundo. De la crisis no se va a salir automáticamente, ni la clase obrera mexicana conquistará su independencia ideológica y política de la mano del imperialismo norteamericano. Lo que urge es la consolidación de una alternativa política con un proyecto de país claro y la fuerza de masas suficiente para ponerlo en práctica. No hay tiempo que perder.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
En medio del momento más duro de la pandemia en México, el presidente publicó un ensayo titulado “La nueva política económica en los tiempos del coronavirus”. Pero el título es engañoso. El documento de 30 páginas es, en realidad, una reformulación de los mismos planteamientos que AMLO ha repetido hasta el cansancio desde su campaña presidencial, con un añadido especial: tratar de dar sustento a su afirmación reciente de que el crecimiento económico es secundario y que lo fundamental es la felicidad y el bienestar del pueblo, afirmación que realizó tras confirmarse la contracción de la economía en el primer trimestre del año (además de la ocurrida en 2019). Sin embargo, el objetivo de este artículo no es demostrar las falacias lógicas, inconsistencias y mentiras abiertas[1] presentes en el documento, pues esto ya se ha hecho en múltiples ocasiones por varios investigadores, sino demostrar que el presidente miente con respecto al manejo económico que su gobierno ha hecho durante la pandemia.
Ayudando a AMLO a ordenar sus ideas, el mensaje se puede sintetizar de la siguiente manera:
México ha sido exitoso en el manejo de la pandemia.
El éxito se debe, entre otras cosas, a la reducción en la movilidad de los mexicanos, es decir a que se han quedado en casa.
Los mexicanos se han podido quedar en casa por: a) la política social que ya estaba implementando el gobierno federal, y b) las medidas extraordinarias que se han implementado a partir de la crisis.
A continuación demostraremos que a) y b) del punto 3 son falsas. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar los siguientes puntos:
No hay evidencia para respaldar la afirmación de AMLO acerca de la reducción en la movilidad de las personas. A finales de abril, México era el país de América Latina donde menos había reducido la movilidad de las personas (55%), mientras que Argentina había sido el más exitoso en esto con el 88% (DW, 28/04/2020).
Aun tomando por ciertos los datos que provee el gobierno federal acerca de contagios y decesos, estos no permiten afirmar que el manejo haya sido exitoso. Al momento de escribir estas líneas, de acuerdo con las cifras oficiales, México cuenta con 41,144 casos de coronavirus (número 16 a nivel mundial) y siguen creciendo, con 5,045 decesos (una tasa de mortalidad del 12.3%).
Finalmente, es necesario tratar de entender la lógica detrás de las medidas extraordinarias que se están implementando en todo el mundo a raíz de la crisis. El estallido de la pandemia representa un choque a lo que los economistas llaman “la oferta”, es decir la producción, en tanto que las actividades consideradas no esenciales se han detenido. El efecto inmediato es que las personas que laboran en estas actividades ven su ingreso (salario) mermado o definitivamente perdido. Pero, dado el carácter anárquico del mercado, esto desencadena otros problemas: la caída en los ingresos de quienes laboran en estos sectores significa menor demanda por el resto de productos: esto significa menos ventas y ganancias, incremento de los despidos y, por lo tanto, una mayor pérdida en el ingreso. Estas dinámicas implosivas, en realidad, están en el corazón del capitalismo y suceden regularmente, con o sin pandemia: son las formas por medio de las cuales se elimina la sobreproducción de capital que obstaculiza la acumulación. El Estado puede implementar medidas para retardarlas o atenuar sus efectos, pero nunca evitarlas por completo.
En este contexto, las medidas extraordinarias se vuelven necesarias para, al menos, dos cosas: la primera, compensar total o parcialmente el ingreso perdido de las personas, especialmente aquellas que dependen de su ingreso cotidiano para subsistir, pues el choque puede poner en riesgo la seguridad alimentaria de sus hogares, ya de por sí bastante frágil; un programa nacional de distribución de alimentos para estos hogares sería lo mínimo necesario. Y la segunda, evitar que se desencadene la espiral recesiva por la caída de la demanda agregada.
Dicho esto, pasemos a la primera afirmación de AMLO:
1. La política social del nuevo gobierno ha sido la base para que la gente pueda quedarse en casa
AMLO afirma que “millones de beneficiarios de esos programas han podido permanecer en sus viviendas porque disponen de un ingreso que les permite solventar al menos las necesidades más acuciantes” (p. 5).
Ante este razonamiento sería posible lanzar una avalancha de datos, pero basta decir lo siguiente: el gasto que el gobierno destina a programas sociales es menor que el de los años 2009-2016 (Jaramillo, 2020). Con respecto a la asignación del presupuesto, son relevantes dos puntos: el primero, que se reasignó presupuesto de las becas de educación básica (-50 %) a educación media superior (+70%) y superior (+74%), lo que representa un empeoramiento en la redistribución, pues los hogares más pobres tienen menos hijos en estos niveles educativos; el segundo, se eliminaron los componentes alimenticios y de salud que eran parte del desaparecido PROSPERA. Estos componentes podrían desempeñar un papel importante en la crisis actual.
A esto hay que agregar los siguiente: antes de la pandemia, 60 millones de mexicanos ya eran pobres por ingresos y la mitad de los hogares dependía de su ingreso diario para vivir (ENIGH 2018); en el contexto de la crisis, el ingreso de esas personas —sobre todo el de aquellas que laboran en el sector informal— se verá reducido drásticamente, lo que se traducirá en millones de nuevos pobres: 10 millones estima el CONEVAL, 12 millones la CEPAL y 21 millones el Centro de Estudios Espinosa Yglesias.
Así pues, la política social del gobierno actual no solo no representa ninguna novedad, sino que es incluso menos cuantiosa que la de sexenios pasados, por lo que resulta casi imposible que, dada la disminución de ingresos, la gente pueda quedarse en sus casas. Además, esta receta de transferencias monetarias ha sido un fracaso incluso en tiempos de crecimiento económico. ¿Qué nos puede hacer pensar que será un éxito en medio de la crisis económica más grande desde la Gran Depresión de 1929?
2. La inyección de recursos en respuesta a la pandemia es suficiente
AMLO afirma que “a partir de la pandemia del coronavirus decidimos reforzar los apoyos sociales, ampliando el presupuesto destinado a la gente. En este mes de mayo tenemos contemplado bajar recursos por alrededor de 120 mil millones de pesos (…) Con esta inyección de recursos, rápida y directa a las familias se está fortaleciendo la capacidad de compra o de consumo de la gente y con ello podremos reactivar pronto la economía” (p. 8).
En primer lugar, no es claro cómo se conecta el fortalecimiento del poder de compra con la reactivación de la economía. Pero de estos razonamientos está lleno el documento y no vale mucho la pena perder el tiempo en ellos. Lo que es importante es que el gobierno presenta esa inyección de recursos como suficiente, pero no es así.
Para verlo, podemos comparar las medidas tomadas por el gobierno mexicano con la de otros países. Para que la comparación sea adecuada, tomaremos como referencia a los países de América Latina que tienen economías similares —tanto en tamaño como en composición— a la de México. Sería erróneo comparar las posibilidades de la economía mexicana con la de los países imperialistas como Estados Unidos o los de Europa occidental.
Lo que encontramos en esta comparación es que solamente las Islas Bahamas tienen un plan más pequeño en relación con el tamaño de su economía. De acuerdo con el resumen elaborado por el Fondo Monetario Internacional, el paquete implementado por México representa aproximadamente el 0.7 % del PIB. Esto contrasta con países como Perú, Chile y Brasil, donde los paquetes son el 12, 10 y 6.4 por ciento del PIB respectivamente. Pero el paquete económico mexicano también se queda corto con respecto a los países de Centroamérica como El Salvador, Panamá y Guatemala, cuyos paquetes económicos están cerca del 4% del PIB.
Ahora bien, estos datos no son suficientes para demostrar que el plan económico de México es insuficiente e inadecuado. AMLO bien podría argumentar que esos países están desembolsando esas cantidades de recursos para rescatar a los de arriba, endeudando estrepitosamente a sus países, y que el gobierno mexicano está salvando a los de abajo y a los de en medio sin contraer deuda. No es el objetivo aquí demostrar la falsedad de la proposición de AMLO acerca de que México no se va a endeudar. Basta señalar que la deuda crecerá, con o sin aumento del gasto público, en tanto que la recesión representa una caída sustancial de los ingresos del gobierno. Así que, incluso manteniendo constante el gasto, habrá déficit fiscal y, por lo tanto, deuda. Más aún: mientras más pronunciada sea la recesión, mayor será la caída en los ingresos del gobierno y por lo tanto mayor será la deuda.
Independientemente de eso, aquí argumentamos que las medidas del gobierno de AMLO son inadecuadas e insuficientes si se les compara con las de otros países. En México hay una sola medida extraordinaria: el otorgamiento de entre 2 y 3 millones de créditos a la palabra a pequeñas y medias empresas por un monto de 25 mil pesos. Hay varios problemas con esta política, entre ellos los siguientes:
Dada la magnitud de la recesión, es poco probable que las empresas puedan pagar el crédito, aun cuando no se cobren intereses.
El monto de 25 mil pesos será especialmente complicado de pagar para empresas con menos de 5 empleados, y es absolutamente insuficiente para empresas con más de 5 empleados.
El monto también es insuficiente si obsevamos su alcance total: solo llegarían a 1 de cada 10 negocios (Animal Político, 08/05/20).
La asignación se hará con base en el llamado “Censo de Bienestar”, un ejercicio opaco y nada transparente, en donde no se contabilizó a todas las familias mexicanas que necesitan de un programa social.
A estos cuatro puntos habría que agregar la clasificación moralista que el gobierno hizo de empresas “responsables” e “irresponsables”, basada en si estas despidieron o no a trabajadores al inicio de la pandemia. Incluso ignorando las inconsistencias técnicas de esta operación, en esta acción el gobierno vuelve a demostrar su incomprensión absoluta acerca del funcionamiento del modo capitalista de producción, un sistema económico que se rige por la búsqueda de ganancias o el autoincremento del valor invertido, y que el dueño de la empresa no hace más que plegarse lo mejor que puede a esta lógica, puesto que no tiene otra opción en un ambiente competitivo. Esto es aún más crítico en el caso de las empresas informales, que, más que unidades en permanente crecimiento y desarrollo, son pantanos de subsistencia, en donde un choque imprevisto puede representar su muerte inmediata. De tal forma que el gobierno, al hacer una clasificación moralista de las empresas, termina excluyendo injustamente a las empresas más débiles, que menos capacidad de aguantar choques externos tienen.
Por lo demás, resulta curioso -por no decir hipócrita- que el énfasis de AMLO con respecto a evitar la deuda (que ya vimos que no es el caso) aplica para el gobierno, pero no para los millones de mexicanos que laboran en pequeños y medianos negocios, a quienes lo único que se les ofrece es endeudarse por tiempo indefinido.
Por último, veamos rápidamente las medidas que han implementado otros gobiernos de América Latina. El Banco Mundial clasifica las distintas medidas en:
Financiamiento de deuda
Apoyo al empleo
Impuestos
Costos de negocios
Demanda
Ambiente de negocios
Consejo a negocios
Otros
Los más importantes para hacer frente a la crisis y los más usados a nivel mundial y en América Latina son las categorías que van del 1 al 5. De todas estas medidas, el gobierno mexicano solo está aplicando dos de ellas: el financiamiento de deuda (los créditos que ya discutimos) y el apoyo al empleo. Sin embargo, esta última se refiere al anuncio del gobierno mexicano acerca de la concesión del pago de créditos a la vivienda por medio del Infonavit, que en realidad guarda muy poca relación con la crisis actual. En los hechos, cientos de miles de empleos se están destruyendo en México y la pobreza laboral crece. En contraste con otros países de América Latina, que aplican medidas en las categorías del 1 al 5, México no pospone, reduce o concesiona el pago de impuestos o servicios (categoría 3), no subsidia a los negocios afectados para que no despidan trabajadores (categoría 4) y no evita la caída de la demanda agregada aplicando transferencias extraordinarias que compensen la pérdida en los ingresos de los trabajadores, como sí se está haciendo en muchos países de América Latina. Pero esto ya sería mucho pedir: no se está haciendo nada para evitar que el hambre se expanda entre los mexicanos que viven al día. Un programa nacional de distribución de alimentos sería lo mínimo necesario que un gobierno que se dice de izquierda debería aplicar.
Conclusión
En este artículo se ha demostrado que las afirmaciones de AMLO con respecto al manejo económico por la crisis del coronavirus son falsas. La política social de este gobierno no representa nada extraordinario con respecto a lo que había en sexenios pasados: en todo caso es menor y, por lo tanto, no puede explicar el supuesto éxito del gobierno para asegurar que las familias puedan quedarse en casa. En segundo lugar, mostramos que el gobierno mexicano tiene el segundo paquete económico más pequeño de América Latina y que la única medida que está implementando —los créditos— es insuficiente e inadecuada.
Ahora bien, ¿cuál es el objetivo de refutar a AMLO por enésima vez? Uno solo: aportar más elementos que le muestren al pueblo, es decir, a todas las clases sociales explotadas u oprimidas, que el gobierno de López Obrador lo ha dejado totalmente solo en uno de los momentos más duros en la historia de nuestro país. La consecuencia es inmediata: no se puede apoyar a quien te abandona en momentos de crisis. Lo que sigue es, pues, acelerar la consolidación y educación de una organización política popular para que lo más pronto posible, tome el poder político del país e inicie, de una vez por todas, la transformación radical que los tiempos demandan.
Jesús Lara es economista por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
[1] Una muestra: en la página 12 afirma que “aún con la crisis por la pandemia del COVID-19, la recaudación del primero de enero al 15 de mayo fue de un billón 597 mil 097 millones de pesos; o sea, 4.9 por ciento superior en términos reales al mismo periodo del año pasado”. Sin embargo, de acuerdo con el Informes sobre la Situación Económica, las Finanzas Públicas y la Deuda Pública, la recaudación tributaria en los primeros 6 meses de 2019 fue de 2,029,655.1 millones de pesos. Es decir, la recaudación fiscal este año ha sido 6.8% menor aún sin contar la inflación.
Bibliografía y referencias
Jaramillo-Molina, M. (2020). ¿Una nueva política social?: cambios y continuidades en los programas sociales de la 4T.