Mayo 2019

Cuando, al terminar su diálogo de La República, le preguntaron a Platón que en dónde se encontraba lugar tan perfecto como el que acababa de describir, él respondió u-topos, es decir, en ningún lugar. Desde entonces se ha utilizado a la palabra utopía para caracterizar a todos aquellos pensadores que intentan proyectar en sus escritos un mundo en donde todo funcionaría de modo perfecto, sin injusticia, sin desigualdad. Más importante aún, se caracteriza de utópicos a aquellos pensadores que plantean proyectos irrealizables o muy alejados de la realidad.

Ejemplos de planteamientos utópicos son los de Tomás Moro, Campanella y Saint-Simon. Todos ellos intentaron imaginar un régimen político-económico que fuera perfecto, en donde no se vieran las desgracias y pobrezas de la sociedad de su tiempo.

Estas ideas fueron fuertemente criticadas por el pensador Karl Marx. A pesar de esto, Marx reconoció su intento por hacer claridad de que la sociedad, tal y como estaba organizada, no era la mejor.

Pero al seguir la crítica de la sociedad capitalista naciente y, por tanto, al exigir que existiera una nueva sociedad sin las contradicciones capitalistas, muchos críticos del marxismo dijeron que esta nueva doctrina, el marxismo, no era más que otro utopismo condenado a fracasar al momento que se llevara a la práctica.

Llegó la Revolución de Octubre de 1917 inspirada en las ideas de Marx y con ella la oportunidad de criticar al marxismo en su práctica concreta. Nació una nueva literatura que criticaba lo que pretendía ser nuevo pero que, por otro lado, rompía con los logros alcanzados por la sociedad a lo largo de su historia. Principios del capitalismo eran la “libre” competencia por la producción de las mercancías y la “libre” decisión por el consumo; de este modo la libertad abstracta se coronaba como principio filosófico elemental de las sociedades civilizadas.

Cuando la sociedad socialista propuso el control tanto en la producción como en el consumo para, de este modo, encaminarse hacia una economía planificada por el estado, los defensores de los “logros de la humanidad” vieron un error en ello y los literatos empezaron a demostrar en sus escritos cómo la pretendida sociedad futura diferente de la actual estaba llena de profundas contradicciones. El afán de control y vigilancia iba más allá del ámbito económico. Para poder implantar una nueva sociedad lejos del proceso natural de la sociedad, esto es, lejos de la libertad lograda por el desarrollo social, era necesario que se controlara al individuo en todas sus facetas.

Es así como pintaron es su literatura los distópicos a una sociedad que no tenía prácticamente vida privada, y en donde para estar bien, había que ajustarse a los caprichos de “el partido” e incluso participar en las alabanzas al líder. Pues bien, ha terminado el periodo en la historia llamado el “socialismo real” y el mundo que describieron los literatos de la distopía no se ha ido más que consolidando, pero en una sociedad distinta a la imaginada por los utópicos o, menos aún, por los marxistas.

Es en la sociedad capitalista en donde verdaderamente no se puede tener libertad de ningún tipo; en donde hay que quedar bien con los que mueven la economía mundial para que no se vea atropellado nuestro derecho a vivir dignamente; en donde la libertad de opinión es algo que vamos olvidando paulatinamente. La vigilancia que el estado puede tener sobre los individuos en la época actual de desarrollo cibernético es mucho más abarcadora y preocupante que lo que cualquier libro de ficción ha podido imaginar hasta ahora.


Alan Luna es investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
alunamojica@gmail.com

Mayo 2019

Hacia 1845 Carlos Marx y Federico Engels establecieron las bases fundamentales de la teoría materialista de la historia. En contraposición a la teoría aristocrática de Bruno Bauer y los llamados Libres de Berlín (una concepción de la historia “como producto de las élites, las que se servían de la masa como de materia de la propia iniciativa”) los creadores del materialismo histórico reivindicaron la importancia de la masa y la relevancia de su acción histórica.

En su “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” Marx señaló que si bien la fuerza material tenía que “derrocarse mediante la fuerza material”, también la teoría se convertía en “poder material tan pronto como [apoderaba] de las masas”. Ahí mismo declaró que “así como la filosofía [encontraba] en el proletariado sus armas materiales, el proletariado [encontraba] en la filosofía sus armas espirituales”. Según Marx la filosofía no podía “llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no [podía] abolirse sin la realización de la filosofía”. En otras palabras: “tan pronto como el rayo del pensamiento [mordiera] a fondo en ese candoroso suelo popular, se [llevaría] a cabo la emancipación” de los hombres.

La misma convicción aparece en la obra teórica del gran amigo y compañero de Marx. En su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana Engels escribió que si se quería “investigar las fuerzas motrices están detrás de [los] móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras”. En correspondencia con la idea de Marx respecto a la abolición del proletariado y la realización de la filosofía, Engels concluyó que “el movimiento obrero de Alemania [era] el heredero directo de la filosofía clásica alemana”.

Más tarde el propio Lenin indicó que el descubrimiento de la concepción materialista de la historia —es decir, la extensión del materialismo a los fenómenos sociales— había superado los “dos defectos fundamentales de las anteriores teorías de la historia”, el segundo de los cuales consistía en que las concepciones precedentes “no abarcaban precisamente las acciones de las masas de la población, mientras que el materialismo histórico [había permitido] estudiar por primera vez con exactitud histórico natural las condiciones sociales de la vida de las masas y los cambios en esas condiciones”.

A diferencia de los tres autores sobredichos el filósofo alemán Friedrich Nietzsche desarrolló una “crítica aristocrática de la sociedad de masas, explícitamente en contra del movimiento obrero”. En obras como El crepúsculo de los ídolos (1887) y El Anticristo (1888) Nietzsche exigió una “sociedad de jerarquías rígidas basada en un «orden natural» de castas”. El sociólogo Alan Swingewood —autor de El mito de la cultura de masas— aduce que “para Nietzsche la amenaza a la sociedad moderna viene de abajo, del ‘hombre común’, del ‘hombre de masa’ que debe ser enseñado a conocer y aceptar su lugar natural”.

Un par de décadas más adelante el filósofo español José Ortega y Gasset desarrolló muchas de las ideas de Nietzsche. Según el propio Swingewood, en La rebelión de las masas (1930) Ortega y Gasset realizó una crítica al colectivismo y definió a la sociedad en términos de minorías “superiores” y “masas incompetentes”, y, al mismo tiempo, afirmó que la cultura europea se encontraba “amenazada por estos nuevos bárbaros de las clases media y obrera”.

Saltan a la vista las diferencias entre una concepción y otra. Los gobiernos que rechazan la importancia histórica de “la masa” o que estigmatizan a las organizaciones sociales adoptan el punto de vista de Nietzsche y de los críticos conservadores del siglo xx. ¿Qué pueden esperar las masas de los partidarios de un sistema que las excluye de la propia historia? En cambio ¿cuánto pueden esperar de un partido o asociación que las organiza y que las educa para que ellas mismas modifiquen las condiciones de su propia existencia?


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Pablo Hernández Jaime

El concepto de enajenación, que puede definirse como el proceso y resultado de una pérdida que sufre algún sujeto, individual o colectivo, en el proceso de su objetivación, o sea, en la realización de los productos de su actividad, ya sea ésta material o ideal, ocupa un lugar central en la obra de Marx.

Ideológicamente, tanto la religión como el dogmatismo son formas de enajenación donde las personas reifican, es decir, atribuyen realidad propia, a las creaciones de su actividad mental, llegando éstas incluso a dominar sus vidas.

Socialmente, la propiedad de los medios de producción, privada de muchos por unos cuantos, es otra forma de enajenación donde, por un lado, el trabajo social es el motor real que hace funcionar la economía objetivando sus fuerzas en la realización de bienes y servicios y, por otro lado, la gran mayoría de los trabajadores implicados no puede apropiarse satisfactoriamente del fruto de su trabajo.

Aplicado al ámbito del conocimiento, la teoría del fetichismo es otro caso particular de enajenación. Un fetiche es un objeto al cuál se le atribuyen propiedades que no posee, por ejemplo, al dinero ser la fuente del valor o a un amuleto poderes mágicos. Los fetiches son el resultado de una simplificación que las personas hacemos cuando reducimos las causas reales de un fenómeno natural o humano a sus causas aparentes.

“Para los revolucionarios, el marxismo representa una guía para la acción”

Los fetiches son objetos inmediatamente perceptibles a nosotros, con los que interactuamos directamente, y que, para nuestra mente se erigen como receptáculos de propiedades que en realidad no les pertenecen. Por eso los fetiches son más propicios a aparecer allí donde el conocimiento trata de aproximarse a fenómenos sumamente complejos y difíciles de ver, ya sea por su extensión temporal y espacial, como los procesos históricos, o porque son fenómenos inaprensibles de manera directa para nuestros sentidos, como la ideología o los procesos psicológicos que sustentan la consciencia. El mundo de los fetiches es el mundo de las creencias pseudoconcretas que se vuelven sentido común y gobiernan nuestras vidas.

Ahora bien, para los revolucionarios, el marxismo representa una guía para la acción cuyo objetivo último es realizar la libertad más plena posible, la liberación del ser humano de sus ataduras materiales y espirituales. Para lograrlo, deben crear una nueva forma de consciencia social desfetichizada y, al mismo tiempo, edificar las condiciones de apropiación material que permitan sostener dicha consciencia; en pocas palabras, deben erradicar las diversas formas de enajenación. Pero al intentarlo, se enfrentan con un gran problema: muchas de sus creencias son también fetiches que en la vida cotidiana parecen ser verdad, pero no lo son.

¿Cómo cambiar el mundo cuando se tiene una visión equivocada de él? Indudablemente la sociedad cambia, se quiera o no. Sin embargo, para acabar, por ejemplo, con la desigualdad, hay que buscar sus causas efectivas y no quedarse solo con las aparentes, condenándose con ello a diagnósticos equivocados que llevarían a soluciones igualmente erradas.

Aquí aparece la importancia revolucionaria de educar al pueblo. Es insuficiente, por más necesario que sea, atacar solo las carencias materiales. Hay que elevar la comprensión de la gente para que supere los fetiches que nublan su mente y limitan su acción. Por eso Marx dedicó tantos esfuerzos a desfetichizar la naturaleza social del capital, por eso Lenin enfatizaba tanto la necesidad de construir conciencia de clase.

Lamentablemente hoy estos falsos ídolos siguen nublando nuestra vista, condición que es aprovechada por ingenuos y arribistas para encaminar equivocadamente el descontento popular. Los análisis políticos y económicos están plagados de fetiches como el llamado individualismo metodológico que, al atribuir autonomía volitiva al individuo lo erige como causa y solución de los fenómenos sociales.

En política, esta misma deformación se manifiesta en análisis personalistas o voluntaristas que atribuyen los problemas sociales a la maldad intrínseca de tal o cual político o partido, diagnóstico que consecuentemente propone la alternancia como solución (fundamental) y que, en todo momento, oculta la naturaleza sistémica de los problemas económicos y sociales. Los marxistas debemos advertir este error y persistir en la educación popular; de lo contrario no será posible un verdadero cambio social para México.

Pablo Hernández Jaime es maestro en ciencias sociales por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
pablo.hdz.jaime@gmail.com

| Por Abentofail Pérez

¿Crees tú en la existencia de un genio que no tenga nada ver con el infierno? ¡Non datur! Esta era la pregunta que en el Doktor Faustus de Thomas Mann le hacía Mefistófeles a su Fausto, Adrian Leverkühn.

Desde siempre, y particularmente para la mitología cristiana, la búsqueda del conocimiento ha sido condenada como una de las más grandes faltas cometidas por el hombre. El pecado original no es otra cosa que la ambición del hombre por conocer, ambición que le costó el paraíso a cambio de un infierno terrenal. La leyenda del Doktor Faustus, fruto de la mitología cristiana alemana, comenzó como una forma de condenar a todo aquel que aspirara al conocimiento de la verdad, o como una forma de justificar las grandes creaciones artísticas que al asemejarse a lo divino, solo podían ser justificadas por mediación externa.

La trama de este mito versa sobre un hombre que ávido de saber, vende su alma al diablo a cambio del conocimiento ilimitado y son más de ocho obras las que versan sobre el tema. Desde el Fausto de Johann Spies, pasando por el de Chistopher Marlowe quien “elevó hasta una altura trágica la infamia de aquella sed de saber” (Blumenberg), hasta los Faustos de Goethe y Mann, reflejan la difícil situación en la que se encontraba el hombre que buscaba aprehender y cambiar su realidad.

A pesar de eso, el progreso y la autoridad de la razón sobre la providencia eran ya irrefrenables, y los Faustos de la ciencia y el arte comenzaron a aparecer, algunos negados a la salvación por la Iglesia como Giordano Bruno, otros como Kepler, Copérnico, Galileo y Bacon, buscando encontrar el equilibrio entre el pasado y el futuro.

“La ideas de Marx trastocaron los fundamentos de la sociedad capitalista”

El siglo xix fue testigo de la aparición del último gran Fausto, similar en sustancia a sus predecesores pero superior en esencia a todos ellos por el simple hecho de no limitarse a conocer e interpretar el mundo, sino por su implacable labor de transformación; libre ya de cualquier compromiso con las ruinas del pasado, su lucha no era ya contra el espíritu, ni era éste quien lo atormentaba, era una disputa contra la vida misma de la que surgía el sufrimiento humano, era la reivindicación del hombre por el hombre, la mano que empuñaba la hoz y el martillo para abrir sin contemplaciones el corazón de la historia haciendo partícipes de ella a sus verdaderos hacedores, no dioses ni demonios, santos ni vírgenes, sino el hombre de carne y hueso, aquel que con su sudor y su energía forjaba los derroteros de la historia. Carlos Marx, este último gran Fausto, encarnaba el fundamento del héroe de Mann en el que “El don era estimulante, pero la palabra mérito solicitaba un homenaje que no merece ni el don ni el instinto”.

Se cumplen este año 201 años del natalicio de Carlos Marx, y es perentorio rendirle homenaje al hombre que marcó la modernidad. Sus ideas trastocaron los fundamentos de la sociedad y dirigieron los pasos de la historia por el único camino que podría garantizar la felicidad de la especie humana, despojado ya de cualquier tipo de determinaciones metafísicas y puesto en manos del hombre, del trabajador. El descubrimiento de las leyes que rigen la historia y la economía, así como la forma en la que la filosofía debe hacerse cargo de interpretar dichas leyes, se debe casi enteramente a Marx. A pesar de que sus detractores creyeron haber sepultado para siempre sus descubrimientos, la verdad sale siempre a la luz por más tierra que sobre ella se vierta.

Es innegable que todavía hoy, en pleno siglo XXI, el capitalismo, este sistema desigual e inhumano sigue de pie; su ineluctable caída, única de todas las predicciones del materialismo dialéctico que no se ha cumplido, terminará por ocurrir, y la clase trabajadora, la víctima de este rancio sistema económico, tienen solo que seguir el camino que este último gran Fausto les trazó. La vigencia y actualidad del marxismo son reales porque son verdaderas y su inspiración no se aduce ya, como acusara la Iglesia a todos los más grandes gestores del progreso, en inspiración diabólica o divina, sino de un serio  e inquebrantable compromiso con la verdad y la felicidad del hombre.

A la pregunta que planteara el Mefistófeles de Mann en un principio, habrá que anteponer la respuesta del Fausto de Goethe que, en la figura de Marx, representa la sustitución en la historia de lo divino y lo demoniaco, por su verdadero hacedor, el proletariado. “Llego ya el momento de probar con hechos que la dignidad del hombre no cede ante la grandeza de los dioses; hora es ya de no temblar frente a ese antro tenebroso en donde la fantasía se condena a sus propios tormentos” (Goethe).

Abentofail Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
abenperon@gmail.com

Abril 2019

Cuenta Esopo que un deportista, un tanto fanfarrón, partió a tierras lejanas a concursar en algunas pruebas físicas de velocidad, fuerza o salto de longitud. Al regresar a su tierra natal, nuestro “héroe” congregó a sus paisanos en la plaza pública y presumió sus grandes hazañas. Contó que había triunfado como atleta en aquellos lugares en que había estado, y que había derrotado a cuanto contrincante se cruzara en su camino. Narró también, con especial énfasis, que en la isla de Rodas había dado un salto tan largo que nunca antes, en ningún otro sitio, ningún hombre había logrado. Y agregó que si algún día, algún nativo de Rodas viniera a su tierra, podría dar fe de aquella hazaña deportiva. A esto, un incrédulo del público imprecó: “Imagina que estamos en Rodas, salta. No necesitamos testigos; demuéstralo”.

En el terreno de lo político, esta fábula adquiere una resonancia imperante. Sobre todo, en aquellos gobiernos que incorporan (o dicen incorporar) en su agenda un programa de ruptura con las maneras tradicionales de hacer política. Porque desde la oposición es relativamente sencillo criticar las medidas oficialistas implementadas para ejercer la gobernabilidad. Pero cuando asciende políticamente un partido o un movimiento que representa (o dice representar) los intereses de un sector social marginado de la política, todos los paradigmas de gobernanza tienen que adecuarse para favorecer a esos grupos antes proscritos.

De este modo no basta con vociferar, alardear, alzar la voz, ridiculizar mediante la retórica, enfurecerse o repetir este ánimo de transformación. Hay que hacer, negociar y transgredir si es necesario.

El gobierno de MORENA y de Andrés Manuel López Obrador ha intentado desmarcarse forzosamente de toda la herencia de los gobiernos anteriores. Han intentado distanciarse como conformación política y como partido en el gobierno de una forma tan agresiva que uno puede pensar que esa reafirmación de divergencia esconde un sentimiento de culpa por las visibles similitudes. De hecho, es tanta su necesidad de diferenciarse de la tradición priista y panista, que el presidente ha bautizado a su sexenio con el escatológico epíteto de “La Cuarta Transformación.”

En la cronología particular de nuestro presidente, en México ha habido tres transformaciones: la Independencia, las reformas liberales de Benito Juárez y la Revolución. Dejando un lado los evidentes anacronismos y las imprecisiones históricas, para él, MORENA será un hito histórico que tendrá la capacidad de dar un nuevo giro de tuerca y cambiar el rumbo del país.

El espíritu de esta nueva época inaugurada el 1 de julio de 2018 tiene como mantra el combate a la corrupción y la regeneración de la vida política. Andrés Manuel lo ha repetido miles y miles de veces, pero desde su génesis, la incorporación de despojos políticos y de corruptos probados y confesos nos ha puesto a dudar sobre su efectividad en el terreno de los hechos.

Las revoluciones buscan no sólo cambiar condiciones materiales de los individuos, sino transformar a los individuos para la nueva sociedad emergente. Sin embargo, estos procesos no pueden hacer tabula rasa del pasado puesto que ahí está la simiente de la que germina la urdimbre social; como apuntó Marx: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Pero cuando los cambios son insustanciales, cuando no hay un núcleo o un motivo real, cuando hay más apariencia que esencia; los heraldos de estos cambios a medias toman prestados usualmente los motivos, los ropajes de los hombres del pasado y de las revoluciones anteriores para “con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.

Sin un ánimo de ruptura las revoluciones son una ilusión, una escena de teatro, una tragicomedia o una farsa. Y, como en el teatro mal actuado, se tiende a sobreinterpretar el papel que se está jugando. En un tono melodramático o con una épica fuera de lugar, el énfasis recae en el personaje y uno se olvida de la puesta en escena.

Y en esta “nueva época” vemos más discursos que acciones, más continuidades que rupturas, más interpretación que transgresión, más alharaca que cambio y desgraciadamente más símbolos que realidades. Ya se ha decretado el fin del neoliberalismo, se ha exigido un perdón a España por la conquista, se ha implementado la austeridad republicana, pero no se han tomado medidas serias para disminuir la brecha social o para elevar la capacidad adquisitiva de la clase trabajadora.

En este contexto, la abolición del neoliberalismo como política económica tiene una repercusión nula. Es como si el día de mañana, algún incauto bienintencionado y agraviado por las inclemencias del tiempo, escalara a la cima de alguna colina y gritara a los cuatro vientos: ¡Decreto, a partir de hoy, la abolición del invierno!


Aquiles Celis es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Aquiles Lázaro

La cultura es, en sentido amplio, la totalidad de conocimientos, creencias, costumbres y modos de vida de un determinado grupo humano. Para hablar de la cultura de grandes sociedades, de civilizaciones y naciones enteras, esta definición puede ser un punto de partida.

Existe también un concepto de cultura con matices muy distintos: el que es aplicado al ser individual. Resulta suficiente, para aproximarse al estado cultural de una sociedad, enumerar algunos de sus rasgos; se hablará de su organización social, de su estructura familiar, de su religión, de su organización política, del estado de sus artes y ciencias… En cambio, ¿cómo enlistar en una rígida lista la cultura de un hombre? ¿A qué se refiere exactamente el viejo paradigma del “hombre culto”?

Si omitimos los interminables vericuetos de la deconstrucción conceptual posmoderna, quizá la acepción de que partimos nos acerque a la respuesta: totalidad de conocimientos. Todo lo que el hombre es capaz de conocer y aprender cabe en una palabra: conocimiento. Y de acuerdo con esto, legítimamente se ha asociado la amplitud de la cultura de un hombre con la diversidad y extensión de sus conocimientos; se es más culto en cuanto mayor es la capacidad del intelecto de asimilar la enorme variedad de saberes que le ofrecen su sociedad y su época.

Y bien. ¿Para qué sirve la cultura? Un discurso frecuente, defendido incluso por gente que se dice instruida, sostiene que la cultura en un hombre es una cosa superflua, accesoria, un adorno romántico de aquellos inmaduros que no han llegado todavía a la revelación inevitable del sentido práctico de la vida. La gastada imagen familiar en que el joven que quiere dedicarse a la filosofía, la historia o las artes tropieza con duros reproches (“¿de qué vas a vivir?”, “estudia algo serio”, “¿en qué vas a trabajar?”) es ilustración bastante.

Son muchos los abismos que nos distancian del resto de los animales; de ellos, la autoconciencia es el más distintivo, el más humano. El saberse a sí mismo como ser que existe —más allá de las coyunturas instintivas y fisiológicas— es la propiedad más alta de nuestra especie. Y es así que la cultura cobra un valor incalculable tan útil para el individuo como para su colectivo social. ¿Qué quedaría de nosotros si nos encargáramos exclusivamente de la satisfacción elemental de las necesidades vitales, despreciando todo saber que trascienda a la mera presencia fisiológica? ¿Qué es el hombre si no se le concibe como un ser capaz de preservar y expandir caudales de conocimientos que permiten a cada generación afinar los métodos de todos los campos de su quehacer?

Al partir de esto, debemos sospechar ya el altísimo valor de la cultura; su insustituible función en la elevación espiritual del hombre como especie; el cimiento que representa en la búsqueda humana de un dominio cada vez más completo, mediante el conocimiento, de su entorno; el punto de partida para la construcción de un medio natural y social que sepa responder incluso a las más altas necesidades de todos sus miembros; el arma para llegar como sociedad —y con ello como individuos— a un estado auténtico de libertad.

De eso hablaba Martí al decir que solo un pueblo culto puede ser libre verdaderamente. Solo que su máxima es reversible: no habrá un pueblo genuinamente culto mientras no haya ganado siquiera los primeros pasos de su plena libertad política y social. Es ese el valor de la cultura.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

Últimamente parece haber resurgido un viejo enfoque para el análisis de los problemas sociales: el individualismo metodológico. Este paradigma sostiene que todo lo social es simplemente un agregado individual; es decir, lo social no existe sino como punto de reunión de individuos que, por implicación, preexisten y son autónomos. ¿Qué pruebas abonan los que así piensan? Básicamente una: dado que no es posible “observar” a “la sociedad” en su conjunto, sino solo a las personas que la integran, de ahí se puede inferir –sostienen– que tal sociedad no puede existir sino como suma de las características individuales de dichas personas. Pero los que así razonan cometen un error. Que la sociedad solo puede existir a través de las personas que la conforman es un hecho tácito, pero de ahí no se sigue que el conjunto social no posea propiedades emergentes específicamente sociales. 

Considérese el lenguaje como un ejemplo de esto: por un lado, el lenguaje no puede existir sino es a través de las personas que lo emplean, pero de ahí no se sigue que éste sea una propiedad individual; por el contrario, las diferentes lenguas y sus estructuras simbólicas son el resultado de cientos de años de historia social. Cada que una nueva generación nace y comienza a participar del lenguaje, se lo apropia, y claro que llega a modificarlo, pero tal lenguaje no es creado completamente por ella, ni siquiera por el conjunto de toda su generación, es, más ampliamente, una propiedad emergente del conjunto social en su devenir histórico. Pero además, y esto es quizás lo más importante, cada generación es en cierto modo educada, enseñada a pensar a partir del lenguaje disponible en el momento de su socialización. De manera que al hecho tácito de interactuar cotidianamente con “individuos” pensantes y hablantes, precede otro hecho igualmente cierto: ese “individuo”, para llegar a ser tal, fue antes producto de sus circunstancias sociales. Y esto que aplica para la adquisición del lenguaje aplica también para el desarrollo del gusto, los intereses y aspiraciones, el intelecto y las capacidades, etcétera. 

Por supuesto que las sociedades solo pueden existir a través de las personas concretas, pero estas mismas yacen completamente atravesadas psicológicamente por, y se encuentran situadas objetivamente en, estructuras económicas, políticas y culturales que definen su personalidad.

Los individuos no preexisten, llegan a ser, y lo hacen desde sus determinaciones sociales. 

Consideremos ahora el problema de la pobreza. Ésta puede definirse como insatisfacción de necesidades. Y lo que es necesario, cuando es vital como alimentarse o curarse, o cuando es social como tener una educación integral, no podemos definirlo solo como una preferencia. Objetivamente hay carencia. La pobreza es objetiva, no un estado de conciencia. En México, este problema, de acuerdo con Coneval, alcanza al menos a 43.6 millones de personas. 

Ante esta situación, el individualismo metodológico responsabiliza a los individuos: el pobre lo es por falta de voluntad, por flojera, por vicio o, sencillamente, porque no maximizó su “capital humano”. Desde esta óptica, resulta sencillo “lavarse las manos”. Los problemas del pobre, aunque reales, son de él y de nadie más. Pero la pobreza no es un asunto individual, sino social. 

Considérese que la pobreza tiene básicamente dos fuentes. La primera es cuando una sociedad no produce los bienes y servicios para satisfacer las necesidades de su gente; la segunda, cuando sí los produce, pero ésta no puede acceder a ellos. En otras palabras, la pobreza es resultado del subdesarrollo y/o de la desigualdad. ¿Cuál es, entonces, el origen de los pobres en una sociedad como México cuya producción es tan grande que lo ubica en la posición número quince a nivel mundial? ¿Cuál puede ser el origen de la pobreza en un país donde el hombre más rico amasa 67 mil millones de dólares en riquezas, mientras las tres cuartas partes de la población económicamente activa sobrevive con tres salarios mínimos o menos y, al mismo tiempo, realiza una de las jornadas más extenuantes de entre los países de la OCDE? Cuando la producción es una propiedad social no podemos decir que la distribución de la riqueza social es un problema individual. El origen de la pobreza está en la desigualdad y ésta nos involucra a todos.

Pablo Hernández Jaime es maestro en ciencias sociales por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
pablo.hdz.jaime@gmail.com

Abril 2019

En un pasaje de su novela La Taberna, Émile Zola narra la visita de unos recién casados y sus invitados al Louvre, uno de los museos más importantes del mundo. En la época de Zola, y en la nuestra, el Louvre tenía una relevancia innegable debido a la gran cantidad y variedad de obras plásticas que guarda en sus salas. Algunas de las piezas artísticas más importantes –con la injusticia que puede cometerse con este enunciado– son La Gioconda, Las bodas de Caná, La libertad guiando al pueblo, La victoria alada de Samotracia y La barca de Dante. Los personajes de Zola que visitan el museo son trabajadores de las clases más bajas de París: una lavandera, varios plomeros, una pareja de cadenistas y una portera, entre otros. Quien los guía es el jefe del novio.

A pesar de los intentos del guía, más o menos buenos, para que los visitantes disfruten las obras que tienen delante, no lo logra. Para ellos las piezas que corresponden a las primeras civilizaciones de la humanidad son feas y los símbolos que caracterizan a otras les resultan imposibles de comprender. Cuando se hallan frente a La Gioconda, lo más que les provoca es el recuerdo de una tía suya parecida a la del cuadro. El nacimiento de Venus solamente les genera morbo, por la vista de los senos de la diosa. Reacciones similares se suscitan en los invitados ante el resto de las obras que se encuentran en el museo.

Sería demasiado iluso creer que esas gentes serían capaces de apreciar la complejidad estética de estas obras en su primer acercamiento a ellas. No porque el arte sea algo que solo las personas de las clases medias y altas pueden comprender, sino porque el gusto estético y la comprensión del significado de las obras de arte son consecuencia de la educación. En buena medida, ésta solo puede adquirirse mediante el acercamiento constante a las obras de arte. Cuantas más veces se vea una pintura o una escultura, o se escuche una pieza musical, las personas pueden notar más detalles de las obras, ya que en la primera vez éstos pasan desapercibidos y no contribuyen a que el observador advierta su belleza o interés.

Desgraciadamente, en un sistema económico en el que se privilegia la búsqueda de ganancias monetarias, es casi imposible que las clases más desprotegidas tengan acceso a este tipo de creaciones, ya que su acercamiento a ellas implica gastar un dinero que, en la mayoría de los casos, debe destinarse a la satisfacción de las necesidades básicas de cada familia: comida, ropa, transporte, luz, etc. Para que el trabajador piense siquiera en la posibilidad de acudir al teatro, al museo, a alguna exposición o concurso de arte, es indispensable que antes cubra sus necesidades materiales inmediatas, porque si no tiene para alimentar a su familia, no puede optar por la educación de sus gustos estéticos.

Los personajes de Zola reaccionan, en estricto sentido, como cualquier trabajador que por primera vez entra en relación con las grandes obras artísticas que la humanidad ha producido; y para que su indiferencia y franco disgusto puedan ser erradicados es necesario que el acercamiento de las clases trabajadoras a las grandes obras de arte se realice con base en la superación de la desigualdad que las aleja de ellas. De otra manera, será imposible.


Jenny Acosta es investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales
jennyvav2@gmail.com

Abril 2019

Algunos suponen que la historia responde a los impulsos vitales de una élite egregia compuesta por individualidades sobresalientes y capaces por sí mismas de hacer avanzar o incluso detener el flujo del devenir. En la tercera década del siglo pasado, el filósofo español José Ortega y Gasset clasificó y agrupó a la humanidad en dos grandes conjuntos: en un lado colocó a la “muchedumbre” homogénea y en otro a un pequeño círculo de personalidades “ilustres” que está muy por encima del primer grupo. En el esquema orteguiano, los integrantes de este grupo juegan un rol pasivo, mientras que los miembros del segundo cumplen un papel activo. En otros términos: los primeros solo constituyen la materia manipulable de los deseos y anhelos “sublimes” de los segundos. Así, Ortega y Gasset justificó la preponderancia de la minoría sobre la mayoría.

Hace un par de semanas, el Presidente de la República decretó el fin del neoliberalismo. De alguna manera, las palabras de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) evocan el sistema del filósofo español. A primera vista, el primer mandatario concuerda con Ortega y Gasset, por cuanto asume también que la historia responde a las expectativas (fundadas o infundadas, genuinas o falsas) de los “grandes hombres”. Por supuesto que el tabasqueño toma en cuenta al “pueblo”: en el pasado llegó a repetir la vieja consigna de que “solo el pueblo puede salvar al pueblo” y nadie puede olvidar que, en la apoteosis de la victoria electoral morenista del 10 de julio de 2018, proclamó que nunca va a traicionar al “pueblo”.

Pero en la práctica, AMLO relega al “pueblo” al lugar de la “muchedumbre” pasiva, que no tiene más que reconocer y elevar al poder a una minoría incorruptible e impoluta. Al respecto basta recordar su idea de que la honradez es contagiosa o, en pocas palabras, que un jefe del Ejecutivo honrado provoca la honradez de toda la burocracia y hasta de la sociedad completa. En suma: el papel del “pueblo” terminó justo en el momento que emitió su voto por un individuo “moral” y por los candidatos de un partido político presuntamente “regenerado”.

Con respecto a su declaración de “muerte” del neoliberalismo, el Presidente revela al mismo tiempo una negación trasnochada del desarrollo dialéctico del devenir y una ignorancia supina de las leyes científicas que describen mejor las pautas por las que discurre el acontecer social. Claro que “todo lo que existe merece perecer”, pero ni el más poderoso de los políticos (o el más popular) puede extender la partida de nacimiento de una nueva forma de organización social o firmar el acta de defunción y celebrar las exequias de una forma que considera caduca.

El revolucionario y filósofo alemán Federico Engels escribió que en la doctrina de Hegel “el atributo de la realidad solo corresponde a lo que, además de existir, es necesario”. El propio Hegel escribió que “la realidad, al desplegarse, se revela como necesidad”. Engels agregó que “en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y vital”. No obstante “la necesidad es ciega únicamente en tanto no se la comprende”, por tanto, “la libertad no es otra cosa que el conocimiento de la necesidad”.

Aun así “es necesario comprender, pero no solo comprender, también obrar”. El sometimiento de las fuerzas sociales a la soberanía de la sociedad reclama un acto social. De ahí la importancia de la “actividad práctica revolucionaria”. Con su declaración mortuoria, AMLO evidencia su concepción antidialéctica de la historia. Más bien asume la posición de un superhombre (Übermensch) nietzscheano: una individualidad que entroniza la voluntad individual en detrimento de la razón ¿Qué tanto puede esperar el “pueblo” (la mayoría) de una concepción histórica semejante?


Miguel Alejandro Pérez es historiador e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Abentofail Pérez

“La crítica es la cortesía del filósofo”, manifestó en una ocasión uno de los filósofos más claros e, injustamente, poco reconocido en nuestro país, Adolfo Sánchez Vázquez. Su referencia se centraba principalmente en el papel que juega la crítica filosófica, muy distinta a la crítica vulgar, que solo pretende descalificar una opinión o un fenómeno por conveniencia o interés. La crítica a la que se refiere Sánchez Vázquez es la crítica hegeliana, entendida y mejorada por Marx al trasladarla a los fenómenos sociales, políticos y económicos. Este tipo de crítica pretende acercarse a las contradicciones existentes en cada fenómeno y rescatar aquello que sea de utilidad, deshaciéndose a su vez de los elementos negativos e inservibles. Gracias a ésta, la ciencia, por ejemplo, se ha desarrollado a niveles inimaginables, aunque también ha exigido sus víctimas, porque son pocos los que se atreven a anteponer la verdad al interés propio. Hipatia de Alejandría, Giordano Bruno, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, etc., son solo algunos de los mártires que hoy la ciencia reconoce como grandes próceres pero que en su momento fueron perseguidos, calumniados y vituperados por criticar las verdades tenidas entonces por absolutas por el status quo.cortesía del filósofo”, manifestó en una ocasión uno de los filósofos más claros e, injustamente, poco reconocido en nuestro país, Adolfo Sánchez Vázquez. Su referencia se centraba principalmente en el papel que juega la crítica filosófica, muy distinta a la crítica vulgar, que solo pretende descalificar una opinión o un fenómeno por conveniencia o interés. La crítica a la que se refiere Sánchez Vázquez es la crítica hegeliana, entendida y mejorada por Marx al trasladarla a los fenómenos sociales, políticos y económicos. Este tipo de crítica pretende acercarse a las contradicciones existentes en cada fenómeno y rescatar aquello que sea de utilidad, deshaciéndose a su vez de los elementos negativos e inservibles. Gracias a ésta, la ciencia, por ejemplo, se ha desarrollado a niveles inimaginables, aunque también ha exigido sus víctimas, porque son pocos los que se atreven a anteponer la verdad al interés propio. Hipatia de Alejandría, Giordano Bruno, Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, etc., son solo algunos de los mártires que hoy la ciencia reconoce como grandes próceres pero que en su momento fueron perseguidos, calumniados y vituperados por criticar las verdades tenidas entonces por absolutas por el status quo.

En las ciencias sociales, el fenómeno es el mismo y la crítica filosófica ha sido la antesala de las transformaciones más radicales de la historia mundial y nacional que hoy celebramos y reconocemos, pero que nos negamos a emular. El terror que hoy se percibe en el gobierno mexicano a ser criticado es alarmante, y las secuelas del autoritarismo con el que lo pretenden combatir comienza a preocupar a más de uno que, como en los tiempos más oscuros de la inquisición, debe cuidar bien sus palabras si no se quiere hacer merecedor de un escarmiento público por parte del grupo en el poder. No es mi intención defender aquí a los “enemigos del presidente”, por muchos de los cuáles no pondría nadie la mano en el fuego, ni contraatacar con la misma falacia “ad hominem” que el gobierno actual utiliza para descalificar los argumentos de todos sus críticos.

El objetivo es poner sobre la mesa la necesidad de reconsiderar las opiniones y argumentos, sobre todo de los movimientos de izquierda a los que dice representar el señor presidente, por el propio bien de su gobierno. Una de las grandes tragedias de la izquierda a nivel mundial ha consistido precisamente en descalificar y perseguir a los críticos de su misma corriente por radicales o dogmáticos, sin entender que con ello le abren la puerta de par en par a los movimientos de derecha, que al ver cómo son destruidos y atacados por su “radicalismo” o por su actitud crítica estos grupos, no pueden más que aplaudir y festejar los atropellos, a sabiendas de que eso les allana el camino al poder. Si se quieren ejemplos, solo es preciso voltear a Brasil, Argentina o Chile en estos momentos.

La crítica debe ser, pues, despojada de prejuicios e intereses personales. El presidente tiene la obligación de escuchar a todos los movimientos sociales porque, en teoría, es el representante de los más de ciento treinta millones de mexicanos, y no solo de los treinta millones que votaron por él. Aunado a eso, no puede, no debiera, ateniéndonos a la lógica expuesta —como representante de un partido de autoproclamada izquierda— que descalificar los argumentos sin evaluar su viabilidad y utilidad en beneficio de las grandes mayorías. Hoy son ya legión los críticos que desagradan al presidente y a quienes desautoriza y agrede con calificativos como conservadores, fifís, mafia del poder, deshonestos e insensibles, corruptos, “intermediaristas”; y descalifica cualquier opinión discrepante de la suya propia, en lo que prefigura un síndrome de autismo político estremecedor.

Por el bien de México es necesario poner un alto a las manifestaciones de despotismo y terror que han acompañado los primeros meses de gobierno de AMLO. Los agraviados ante su prepotencia no son los individuos que deciden criticar y defender la verdad, sino los cientos de miles, en ocasiones millones, de mexicanos, que son representados por ellos y a quienes se les da la espalda porque se parte de la premisa de la infalibilidad presidencial, y también de que quien ose exponer así sea tímidamente una opinión diferente, sólo busca destruir la 4T. La crítica es necesaria para el desarrollo y mejora del país, y rechazarla por necedad y soberbia no resuelve el problema; todo lo contrario, lo agrava. Si se quiere salvar al país del abismo al que está siendo precipitado, es urgente aceptar la crítica con humildad y enfrentar los problemas reales con acciones y no con descalificaciones, calumnias y ataques.

Abentofail Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
abenperon@gmail.com

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