Junio 2019

La filosofía surgió en Jonia —el extremo oriental del área helénica— en una región privilegiada que permitía un intenso tráfico mercantil entre las ciudades griegas de la costa asiática y los pueblos del antiguo Oriente. La estratégica posición geográfica de las ciudades jónicas determinó el lugar que ocupó esa zona como cuna de la filosofía de la antigüedad. Hacia el siglo VII a. d. n. e. Jonia albergó a los primeros filósofos de la historia.

Un siglo antes (VIII a. d. n. e.), Hesíodo y, en menor grado, Homero, los dos grandes poetas de la Antigüedad griega, habían definido el origen divino o “inorgánico” del universo. En su Teogonía, el primero estableció no sólo los orígenes y las diversas relaciones genealógicas de los dioses griegos, también presentó una génesis del cosmos. Según este orden “en primer lugar existió el Caos. Después Gea la del amplio pecho…” y enseguida una serie de divinidades primarias: Eros, Érebo, la Noche, el Éter, el Día —todos estos productos del Caos—, y Urano, fruto de Gea.

En contrapartida a los modelos cósmicos de los grandes aedos, las cosmogonías de los cuatro físicos de Jonia tomaron, en términos generales, una base materialista. En primer lugar, los tres milesios: Tales, Anaxímenes y Anaximandro. En segundo término, Heráclito de Éfeso. Los cuatro compartían una característica principal: todos trataron de definir el origen del universo a través de distintos principios naturales o materiales. Tales propuso el agua como principio de todas las cosas; Anaxímenes, el ápeiron (no-finito); Anaximandro, el aire; Heráclito, el fuego. Algunos historiadores sostienen que los primeros filósofos trataron de desacralizar el universo, a pesar de que ninguno de los principios enunciados, mucho menos el ápeiron, carecía de cierta sacralidad implícita. Otros sostienen que fueron los primeros pensadores racionalistas de la historia y, en esa medida, tratan de marcar una ruptura entre los teólogos y los físicos para comenzar con estos últimos la primera página de la historia del pensamiento racionalista y científico, cuyo punto álgido llegó más de 24 siglos después.

Aquí sólo se responderán las siguientes preguntas: ¿a qué periodo de la historia de la filosofía pertenecieron estos pensadores?, ¿qué clase de filosofía produjeron?, y por último, ¿qué temas exploraron?

A juicio de Ramón Xirau, el pensamiento occidental se puede dividir en tres grandes periodos (el grecorromano, el cristiano- medieval, y el renacentista moderno) y en cada uno de estas divisiones podemos encontrar una evolución similar: primero, una fase inicial e intuitiva, luego una de grandes síntesis o summae y, por último, una de desorientación. Desde el punto de vista de Xirau, en estos “periodos iniciales, los pensadores intuyen la verdad, llegan a ella, pero escasamente la sistematizan dentro de un todo orgánico y ordenado”.

En opinión de W. K. C. Guthrie —un destacado filólogo y popular historiador de la filosofía griega antigua— ésta ofrece dos vertientes principales: una especulativa o científica constituida por “los intentos del hombre para explicarse el universo en que vive, el macrocosmos”, en otras palabras, una reflexión sobre la naturaleza; y otra práctica (que incluye el aspecto ético y el político) constituida por “el estudio del hombre mismo, del microcosmos”, en otros términos, la reflexión crítica sobre los principios de la conducta.

En resumen, el cuarteto de materialistas del siglo VII a. d. n. e. perteneció al periodo inicial de la filosofía grecorromana y, en efecto, ninguno de ellos dejó de producir una filosofía fragmentaria y dispersa —a diferencia de Platón y Aristóteles, constructores de sistemas ordenados y jerarquizados, y por tanto, protagonistas del periodo de grandes síntesis—. Por otra parte, con arreglo a Guthrie, los físicos de Jonia siguieron la primera de las dos vertientes de la filosofía griega. En general, Tales, Anaxímenes, Anaximandro y Heráclito prefirieron el estudio del macrocosmos y casi no discurrieron sobre la filosofía moral.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Abentofail Pérez

Abordar el papel que juega el arte en la sociedad es tarea difícil. Las interpretaciones que sobre esto existen son innumerables. También divergen dentro de una misma corriente del pensamiento, por lo que muy difícilmente se podría hablar con absoluta certeza de una verdad única. A pesar de eso, queda claro que el arte en todas sus manifestaciones no es del todo relativo; existen condiciones que determinan la forma en que se manifiesta y que nos permiten, hasta cierto punto, comprenderlo en una época y en un contexto determinados.

El estudio de las formas y contenidos del arte en general es el objeto de estudio de la estética, rama de la filosofía que se ha encargado, con el paso del tiempo, de explicar y definir las manifestaciones artísticas y culturales que ha creado la humanidad.  Dentro de todos los elementos interpretativos tanto de carácter subjetivo como objetivo que utiliza, sobresalen por su importancia el económico y el histórico. Es innegable, para cualquier corriente o manifestación artística, la trascendencia y determinación de estos. Utilizándolos como herramientas analíticas podemos encontrar en el pantanoso y resbaladizo marco interpretativo un soporte lo suficientemente sólido que nos permita con cierta objetividad, adentrarnos en este laberinto sin aparente salida.

¿Cómo poder explicar el Prometeo encadenado de Esquilo, Edipo rey de Sófocles, o Medea de Eurípides, si no entendemos la tragedia griega como una manifestación social e ideológica de la Grecia antigua? ¿Podrá alguien entender a Hamlet y Macbeth, sin necesitar remontarse a la Inglaterra del siglo XV para comprender las brillantes aportaciones de Shakespeare? ¿Será suficiente conocer al dedillo la vida y obra de Cervantes,  dejando de lado la transición económica, social y política que vivía España en los albores del siglo XVII, bajo el reinado feudal y autoritario de Felipe II en una época que exigía transformaciones que España se negaba a asimilar?

Naturalmente, las respuestas a estas preguntas han generado una gran cantidad de obras y análisis. Los más destacados biógrafos e investigadores han necesitado, para validar su estudio, considerar las condiciones materiales objetivas en las que tanto el autor como la obra se gestaron.

Grosso modo, es posible considerar dos componentes determinantes de una obra de arte en cualquier rama que se le ubique. El primero es la personalidad del artista. Las características intelectuales, morales y espirituales exigen su conocimiento. Es imposible medir y pensar la sensibilidad espiritual. Al genio no se le puede esquematizar o cuantificar. Crece y se desenvuelve libremente en un terreno al que no pueden ponerse muros o fronteras. Siempre que se ha intentado encasillarlo y recluirlo encuentra los medios para escapar y liberarse. Pierde aquí su poder la fuerza de la razón, que es vencida por el poder del espíritu. Es, pues, parte importante de la obra considerar el sentido y el mensaje que el artista le atribuye, mensaje que estará significativamente influido por las condiciones personales de su artista.

Este primer componente parece ser aceptado y reconocido en todas las corrientes interpretativas. Nadie podrá negar que una obra contiene siempre la impronta personal de su creador. Empero, existe otro, cuya influencia normalmente es obviada o minusvalorada. El arte es, en principio, creación social. Poco importa aquí que el artista haya buscado plasmar su sentir particular cuando su obra se realiza solo socialmente. En este sentido es importante destacar que el sentir humano jamás podrá entenderse de manera individual. Si bien nunca se manifiesta de la misma forma en cada hombre, los sentimientos son sociales. No hay persona en la faz de la tierra que no haya sentido jamás el enojo, la ira, la  tristeza, el amor, el cariño, etc. En diferentes magnitudes y proporciones, y formalmente siempre de manera distinta, pero manteniendo la esencia que sólo puede existir en el ser humano. Eso permite que una obra verdaderamente artística pueda trascender generaciones enteras y burlar así cualquier frontera geográfica, cultural y política que se le imponga. Fue hecha por un hombre que siente como los demás y que, por lo tanto, puede conmover las mismas fibras de sus semejantes, sin importar que la intención haya respondido a intereses individuales. A pesar de esta universalidad del sentimiento, es innegable que el arte esconde también una condición de clase que muchas de las veces pretende negarse dentro de la obra. Las palabras de Bertolt Brecht, uno de los más grandes dramaturgos de la época moderna, son claras al respecto: “Las emociones siempre tienen un fundamento de clase muy determinado; la forma en la que aparecen es, en cada caso, histórica, específica, limitada y condicionada. Las emociones nunca son humanas en general y atemporales” (Brecht).

¿De qué otra forma hoy en día podríamos conmovernos e identificarnos con la obra de Goethe, Dante, Víctor Hugo, Milton, Stendhal, etc.? ¿Cómo podría explicarse el valor que en pleno siglo XXI tiene la obra de Da Vinci, Miguel Ángel o Botticelli? La respuesta es clara. El arte de todos ellos se construyó sobre el sentir humano, un sentir que comparte el hombre en sí mismo, y que si bien es cierto muchas veces se encuentra adormecido y aletargado, existe en él, por el simple hecho de ser hombre.

“El neoliberalismo ha despojado al hombre de la capacidad creativa”

Se conjugan entonces, el espíritu individual y el carácter social del hombre, que permiten, solo entendidos simbióticamente,  la creación artística.

Ahora bien, si el hombre dependiera únicamente de las condicionantes subjetivos descritas anteriormente, el análisis terminaría aquí. Sin embargo, al ser un animal social por naturaleza, toda su obra queda irremediablemente determinada por las relaciones económicas, políticas e históricas que le rodean. La forma en que se produce y las relaciones que el sistema de producción construye, determinan, en última instancia, la creación artística. ¿Cómo entender, si no, que el arte sacro haya dominado en el apogeo del feudalismo, cuando la Iglesia católica dictaba la forma y contenido de toda creación? ¿Habría existido un Cervantes si la España de Felipe II no hubiera exigido una transformación económica y política que reclamara la aparición de una obra de la talla de Don Quijote? ¿En qué condiciones podría explicarse la aparición de Los miserables, El hombre que ríe, o el Noventa y tres de Víctor Hugo, así como Rojo y Negro y La cartuja de Parma de Stendhal, si no se considera la dura y difícil situación que parecía orillar a la fatalidad en la Francia de Napoleón III? ¿Sería el Guernica de Picasso comprensible si no partiéramos de la catástrofe que significó la Guerra Civil Española?

Naturalmente, las respuestas a estas interrogantes sólo podrán encontrarse en una comprensión de las condiciones económicas y políticas en las que fue gestada y concebida la obra artística. Es en este sentido que debe entenderse la “teoría del reflejo” propuesta por Lenin y esbozada en su esencia por Marx. “Cabe hablar de reflejo artístico cuando el arte cumple una función cognoscitiva y, a la vez, cuando este reflejo muestra una serie de rasgos característicos que no se pueden dejar de tomar en cuenta: carácter específico de la realidad reflejada, papel peculiar del sujeto en la relación estética, funciones propias de la imaginación, los sentidos, la emoción y el pensamiento en ella, etc. En suma, incluso en un arte que refleja la realidad” (Adolfo Sánchez Vázquez).

El sistema económico de producción y las manifestaciones superestructurales del mismo determinan, pues, en última instancia, la esencia de la literatura y el arte. Son las relaciones de producción que dividen a la sociedad en clases las que terminan por forjar el sentido de la obra artística. El sujeto creador, considerando todos los elementos citados anteriormente, no puede escapar de su condición social. La crítica que se observa en su obra está cargada, innegablemente, de la posición que ocupa el artista en la estructura social.

Las más de las veces los críticos pretenden despojar al artista de esta condición, atribuyéndola a prejuicios y deformaciones personales. A modo de ejemplo sirve la obra de Charles Dickens y Oscar Wilde, quienes en su obra, a través de las herramientas y concepciones artísticas más acabadas reflejan la decadencia de un sistema económico que ha obligado a una clase a vivir en el abandono, el hambre y el olvido. Sin embargo, parece ser que la realidad que sus obras plasman, son para los críticos, sólo la escenografía de su genio literario. Se olvidan que son estas condiciones insufribles las que hacen que el artista, como sujeto sensible y crítico, se vea obligado a evidenciarlas y criticarlas. Es aquí donde se observa la superioridad espiritual del hombre. Aquellos que logran encausar su genio y sensibilidad como arma de transformación de la realidad en beneficio de los desposeídos y pobres de la tierra, podrán ser valorados de manera distinta y superior, a aquellos que limiten sus expresiones artísticas al sentir individual. No es, pues, solo el hecho de hacer referencia al sentir humano lo que hace un artista, ni las capacidades técnicas o la desarrollada sensibilidad. Es, sobre todas estas, el espíritu crítico y transformador de todo el género humano lo que eleva a un hombre al nivel de artista social. Finalmente, y porque las condiciones en las que nos encontramos así lo exigen, es necesario resaltar que nuestra época adolece seriamente de este sentir y creación artísticos. El neoliberalismo ha despojado al hombre de la capacidad creativa, al arrebatarle el carácter social a su obra. Con el argumento teórico de imponer la libertad absoluta, la ha despojado incongruentemente de cualquier circunstancia social y colectiva, le ha arrebatado al artista la capacidad transformadora de su obra, eliminando de esta forma la esencia de su creación. El vacío que hoy reflejan el arte y la literatura se debe a la pretensión de depurarlas de la objetividad que la realidad le atribuye necesariamente a una obra. Su objetivo es ahora pretender que el artista puede abstraerse de su condición histórica y social y plasmar la subjetividad individual pura. Pretende despojar a la idea de su condición material y objetiva y, al hacerlo, despoja a la obra de su carácter social, y, en consecuencia, de su carácter verdaderamente artístico.

Abentofail Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
abenperon@gmail.com

Mayo 2019

Cuando, al terminar su diálogo de La República, le preguntaron a Platón que en dónde se encontraba lugar tan perfecto como el que acababa de describir, él respondió u-topos, es decir, en ningún lugar. Desde entonces se ha utilizado a la palabra utopía para caracterizar a todos aquellos pensadores que intentan proyectar en sus escritos un mundo en donde todo funcionaría de modo perfecto, sin injusticia, sin desigualdad. Más importante aún, se caracteriza de utópicos a aquellos pensadores que plantean proyectos irrealizables o muy alejados de la realidad.

Ejemplos de planteamientos utópicos son los de Tomás Moro, Campanella y Saint-Simon. Todos ellos intentaron imaginar un régimen político-económico que fuera perfecto, en donde no se vieran las desgracias y pobrezas de la sociedad de su tiempo.

Estas ideas fueron fuertemente criticadas por el pensador Karl Marx. A pesar de esto, Marx reconoció su intento por hacer claridad de que la sociedad, tal y como estaba organizada, no era la mejor.

Pero al seguir la crítica de la sociedad capitalista naciente y, por tanto, al exigir que existiera una nueva sociedad sin las contradicciones capitalistas, muchos críticos del marxismo dijeron que esta nueva doctrina, el marxismo, no era más que otro utopismo condenado a fracasar al momento que se llevara a la práctica.

Llegó la Revolución de Octubre de 1917 inspirada en las ideas de Marx y con ella la oportunidad de criticar al marxismo en su práctica concreta. Nació una nueva literatura que criticaba lo que pretendía ser nuevo pero que, por otro lado, rompía con los logros alcanzados por la sociedad a lo largo de su historia. Principios del capitalismo eran la “libre” competencia por la producción de las mercancías y la “libre” decisión por el consumo; de este modo la libertad abstracta se coronaba como principio filosófico elemental de las sociedades civilizadas.

Cuando la sociedad socialista propuso el control tanto en la producción como en el consumo para, de este modo, encaminarse hacia una economía planificada por el estado, los defensores de los “logros de la humanidad” vieron un error en ello y los literatos empezaron a demostrar en sus escritos cómo la pretendida sociedad futura diferente de la actual estaba llena de profundas contradicciones. El afán de control y vigilancia iba más allá del ámbito económico. Para poder implantar una nueva sociedad lejos del proceso natural de la sociedad, esto es, lejos de la libertad lograda por el desarrollo social, era necesario que se controlara al individuo en todas sus facetas.

Es así como pintaron es su literatura los distópicos a una sociedad que no tenía prácticamente vida privada, y en donde para estar bien, había que ajustarse a los caprichos de “el partido” e incluso participar en las alabanzas al líder. Pues bien, ha terminado el periodo en la historia llamado el “socialismo real” y el mundo que describieron los literatos de la distopía no se ha ido más que consolidando, pero en una sociedad distinta a la imaginada por los utópicos o, menos aún, por los marxistas.

Es en la sociedad capitalista en donde verdaderamente no se puede tener libertad de ningún tipo; en donde hay que quedar bien con los que mueven la economía mundial para que no se vea atropellado nuestro derecho a vivir dignamente; en donde la libertad de opinión es algo que vamos olvidando paulatinamente. La vigilancia que el estado puede tener sobre los individuos en la época actual de desarrollo cibernético es mucho más abarcadora y preocupante que lo que cualquier libro de ficción ha podido imaginar hasta ahora.


Alan Luna es investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
alunamojica@gmail.com

Mayo 2019

Hacia 1845 Carlos Marx y Federico Engels establecieron las bases fundamentales de la teoría materialista de la historia. En contraposición a la teoría aristocrática de Bruno Bauer y los llamados Libres de Berlín (una concepción de la historia “como producto de las élites, las que se servían de la masa como de materia de la propia iniciativa”) los creadores del materialismo histórico reivindicaron la importancia de la masa y la relevancia de su acción histórica.

En su “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” Marx señaló que si bien la fuerza material tenía que “derrocarse mediante la fuerza material”, también la teoría se convertía en “poder material tan pronto como [apoderaba] de las masas”. Ahí mismo declaró que “así como la filosofía [encontraba] en el proletariado sus armas materiales, el proletariado [encontraba] en la filosofía sus armas espirituales”. Según Marx la filosofía no podía “llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no [podía] abolirse sin la realización de la filosofía”. En otras palabras: “tan pronto como el rayo del pensamiento [mordiera] a fondo en ese candoroso suelo popular, se [llevaría] a cabo la emancipación” de los hombres.

La misma convicción aparece en la obra teórica del gran amigo y compañero de Marx. En su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana Engels escribió que si se quería “investigar las fuerzas motrices están detrás de [los] móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras”. En correspondencia con la idea de Marx respecto a la abolición del proletariado y la realización de la filosofía, Engels concluyó que “el movimiento obrero de Alemania [era] el heredero directo de la filosofía clásica alemana”.

Más tarde el propio Lenin indicó que el descubrimiento de la concepción materialista de la historia —es decir, la extensión del materialismo a los fenómenos sociales— había superado los “dos defectos fundamentales de las anteriores teorías de la historia”, el segundo de los cuales consistía en que las concepciones precedentes “no abarcaban precisamente las acciones de las masas de la población, mientras que el materialismo histórico [había permitido] estudiar por primera vez con exactitud histórico natural las condiciones sociales de la vida de las masas y los cambios en esas condiciones”.

A diferencia de los tres autores sobredichos el filósofo alemán Friedrich Nietzsche desarrolló una “crítica aristocrática de la sociedad de masas, explícitamente en contra del movimiento obrero”. En obras como El crepúsculo de los ídolos (1887) y El Anticristo (1888) Nietzsche exigió una “sociedad de jerarquías rígidas basada en un «orden natural» de castas”. El sociólogo Alan Swingewood —autor de El mito de la cultura de masas— aduce que “para Nietzsche la amenaza a la sociedad moderna viene de abajo, del ‘hombre común’, del ‘hombre de masa’ que debe ser enseñado a conocer y aceptar su lugar natural”.

Un par de décadas más adelante el filósofo español José Ortega y Gasset desarrolló muchas de las ideas de Nietzsche. Según el propio Swingewood, en La rebelión de las masas (1930) Ortega y Gasset realizó una crítica al colectivismo y definió a la sociedad en términos de minorías “superiores” y “masas incompetentes”, y, al mismo tiempo, afirmó que la cultura europea se encontraba “amenazada por estos nuevos bárbaros de las clases media y obrera”.

Saltan a la vista las diferencias entre una concepción y otra. Los gobiernos que rechazan la importancia histórica de “la masa” o que estigmatizan a las organizaciones sociales adoptan el punto de vista de Nietzsche y de los críticos conservadores del siglo xx. ¿Qué pueden esperar las masas de los partidarios de un sistema que las excluye de la propia historia? En cambio ¿cuánto pueden esperar de un partido o asociación que las organiza y que las educa para que ellas mismas modifiquen las condiciones de su propia existencia?


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Pablo Hernández Jaime

El concepto de enajenación, que puede definirse como el proceso y resultado de una pérdida que sufre algún sujeto, individual o colectivo, en el proceso de su objetivación, o sea, en la realización de los productos de su actividad, ya sea ésta material o ideal, ocupa un lugar central en la obra de Marx.

Ideológicamente, tanto la religión como el dogmatismo son formas de enajenación donde las personas reifican, es decir, atribuyen realidad propia, a las creaciones de su actividad mental, llegando éstas incluso a dominar sus vidas.

Socialmente, la propiedad de los medios de producción, privada de muchos por unos cuantos, es otra forma de enajenación donde, por un lado, el trabajo social es el motor real que hace funcionar la economía objetivando sus fuerzas en la realización de bienes y servicios y, por otro lado, la gran mayoría de los trabajadores implicados no puede apropiarse satisfactoriamente del fruto de su trabajo.

Aplicado al ámbito del conocimiento, la teoría del fetichismo es otro caso particular de enajenación. Un fetiche es un objeto al cuál se le atribuyen propiedades que no posee, por ejemplo, al dinero ser la fuente del valor o a un amuleto poderes mágicos. Los fetiches son el resultado de una simplificación que las personas hacemos cuando reducimos las causas reales de un fenómeno natural o humano a sus causas aparentes.

“Para los revolucionarios, el marxismo representa una guía para la acción”

Los fetiches son objetos inmediatamente perceptibles a nosotros, con los que interactuamos directamente, y que, para nuestra mente se erigen como receptáculos de propiedades que en realidad no les pertenecen. Por eso los fetiches son más propicios a aparecer allí donde el conocimiento trata de aproximarse a fenómenos sumamente complejos y difíciles de ver, ya sea por su extensión temporal y espacial, como los procesos históricos, o porque son fenómenos inaprensibles de manera directa para nuestros sentidos, como la ideología o los procesos psicológicos que sustentan la consciencia. El mundo de los fetiches es el mundo de las creencias pseudoconcretas que se vuelven sentido común y gobiernan nuestras vidas.

Ahora bien, para los revolucionarios, el marxismo representa una guía para la acción cuyo objetivo último es realizar la libertad más plena posible, la liberación del ser humano de sus ataduras materiales y espirituales. Para lograrlo, deben crear una nueva forma de consciencia social desfetichizada y, al mismo tiempo, edificar las condiciones de apropiación material que permitan sostener dicha consciencia; en pocas palabras, deben erradicar las diversas formas de enajenación. Pero al intentarlo, se enfrentan con un gran problema: muchas de sus creencias son también fetiches que en la vida cotidiana parecen ser verdad, pero no lo son.

¿Cómo cambiar el mundo cuando se tiene una visión equivocada de él? Indudablemente la sociedad cambia, se quiera o no. Sin embargo, para acabar, por ejemplo, con la desigualdad, hay que buscar sus causas efectivas y no quedarse solo con las aparentes, condenándose con ello a diagnósticos equivocados que llevarían a soluciones igualmente erradas.

Aquí aparece la importancia revolucionaria de educar al pueblo. Es insuficiente, por más necesario que sea, atacar solo las carencias materiales. Hay que elevar la comprensión de la gente para que supere los fetiches que nublan su mente y limitan su acción. Por eso Marx dedicó tantos esfuerzos a desfetichizar la naturaleza social del capital, por eso Lenin enfatizaba tanto la necesidad de construir conciencia de clase.

Lamentablemente hoy estos falsos ídolos siguen nublando nuestra vista, condición que es aprovechada por ingenuos y arribistas para encaminar equivocadamente el descontento popular. Los análisis políticos y económicos están plagados de fetiches como el llamado individualismo metodológico que, al atribuir autonomía volitiva al individuo lo erige como causa y solución de los fenómenos sociales.

En política, esta misma deformación se manifiesta en análisis personalistas o voluntaristas que atribuyen los problemas sociales a la maldad intrínseca de tal o cual político o partido, diagnóstico que consecuentemente propone la alternancia como solución (fundamental) y que, en todo momento, oculta la naturaleza sistémica de los problemas económicos y sociales. Los marxistas debemos advertir este error y persistir en la educación popular; de lo contrario no será posible un verdadero cambio social para México.

Pablo Hernández Jaime es maestro en ciencias sociales por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
pablo.hdz.jaime@gmail.com

| Por Abentofail Pérez

¿Crees tú en la existencia de un genio que no tenga nada ver con el infierno? ¡Non datur! Esta era la pregunta que en el Doktor Faustus de Thomas Mann le hacía Mefistófeles a su Fausto, Adrian Leverkühn.

Desde siempre, y particularmente para la mitología cristiana, la búsqueda del conocimiento ha sido condenada como una de las más grandes faltas cometidas por el hombre. El pecado original no es otra cosa que la ambición del hombre por conocer, ambición que le costó el paraíso a cambio de un infierno terrenal. La leyenda del Doktor Faustus, fruto de la mitología cristiana alemana, comenzó como una forma de condenar a todo aquel que aspirara al conocimiento de la verdad, o como una forma de justificar las grandes creaciones artísticas que al asemejarse a lo divino, solo podían ser justificadas por mediación externa.

La trama de este mito versa sobre un hombre que ávido de saber, vende su alma al diablo a cambio del conocimiento ilimitado y son más de ocho obras las que versan sobre el tema. Desde el Fausto de Johann Spies, pasando por el de Chistopher Marlowe quien “elevó hasta una altura trágica la infamia de aquella sed de saber” (Blumenberg), hasta los Faustos de Goethe y Mann, reflejan la difícil situación en la que se encontraba el hombre que buscaba aprehender y cambiar su realidad.

A pesar de eso, el progreso y la autoridad de la razón sobre la providencia eran ya irrefrenables, y los Faustos de la ciencia y el arte comenzaron a aparecer, algunos negados a la salvación por la Iglesia como Giordano Bruno, otros como Kepler, Copérnico, Galileo y Bacon, buscando encontrar el equilibrio entre el pasado y el futuro.

“La ideas de Marx trastocaron los fundamentos de la sociedad capitalista”

El siglo xix fue testigo de la aparición del último gran Fausto, similar en sustancia a sus predecesores pero superior en esencia a todos ellos por el simple hecho de no limitarse a conocer e interpretar el mundo, sino por su implacable labor de transformación; libre ya de cualquier compromiso con las ruinas del pasado, su lucha no era ya contra el espíritu, ni era éste quien lo atormentaba, era una disputa contra la vida misma de la que surgía el sufrimiento humano, era la reivindicación del hombre por el hombre, la mano que empuñaba la hoz y el martillo para abrir sin contemplaciones el corazón de la historia haciendo partícipes de ella a sus verdaderos hacedores, no dioses ni demonios, santos ni vírgenes, sino el hombre de carne y hueso, aquel que con su sudor y su energía forjaba los derroteros de la historia. Carlos Marx, este último gran Fausto, encarnaba el fundamento del héroe de Mann en el que “El don era estimulante, pero la palabra mérito solicitaba un homenaje que no merece ni el don ni el instinto”.

Se cumplen este año 201 años del natalicio de Carlos Marx, y es perentorio rendirle homenaje al hombre que marcó la modernidad. Sus ideas trastocaron los fundamentos de la sociedad y dirigieron los pasos de la historia por el único camino que podría garantizar la felicidad de la especie humana, despojado ya de cualquier tipo de determinaciones metafísicas y puesto en manos del hombre, del trabajador. El descubrimiento de las leyes que rigen la historia y la economía, así como la forma en la que la filosofía debe hacerse cargo de interpretar dichas leyes, se debe casi enteramente a Marx. A pesar de que sus detractores creyeron haber sepultado para siempre sus descubrimientos, la verdad sale siempre a la luz por más tierra que sobre ella se vierta.

Es innegable que todavía hoy, en pleno siglo XXI, el capitalismo, este sistema desigual e inhumano sigue de pie; su ineluctable caída, única de todas las predicciones del materialismo dialéctico que no se ha cumplido, terminará por ocurrir, y la clase trabajadora, la víctima de este rancio sistema económico, tienen solo que seguir el camino que este último gran Fausto les trazó. La vigencia y actualidad del marxismo son reales porque son verdaderas y su inspiración no se aduce ya, como acusara la Iglesia a todos los más grandes gestores del progreso, en inspiración diabólica o divina, sino de un serio  e inquebrantable compromiso con la verdad y la felicidad del hombre.

A la pregunta que planteara el Mefistófeles de Mann en un principio, habrá que anteponer la respuesta del Fausto de Goethe que, en la figura de Marx, representa la sustitución en la historia de lo divino y lo demoniaco, por su verdadero hacedor, el proletariado. “Llego ya el momento de probar con hechos que la dignidad del hombre no cede ante la grandeza de los dioses; hora es ya de no temblar frente a ese antro tenebroso en donde la fantasía se condena a sus propios tormentos” (Goethe).

Abentofail Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
abenperon@gmail.com

Abril 2019

Cuenta Esopo que un deportista, un tanto fanfarrón, partió a tierras lejanas a concursar en algunas pruebas físicas de velocidad, fuerza o salto de longitud. Al regresar a su tierra natal, nuestro “héroe” congregó a sus paisanos en la plaza pública y presumió sus grandes hazañas. Contó que había triunfado como atleta en aquellos lugares en que había estado, y que había derrotado a cuanto contrincante se cruzara en su camino. Narró también, con especial énfasis, que en la isla de Rodas había dado un salto tan largo que nunca antes, en ningún otro sitio, ningún hombre había logrado. Y agregó que si algún día, algún nativo de Rodas viniera a su tierra, podría dar fe de aquella hazaña deportiva. A esto, un incrédulo del público imprecó: “Imagina que estamos en Rodas, salta. No necesitamos testigos; demuéstralo”.

En el terreno de lo político, esta fábula adquiere una resonancia imperante. Sobre todo, en aquellos gobiernos que incorporan (o dicen incorporar) en su agenda un programa de ruptura con las maneras tradicionales de hacer política. Porque desde la oposición es relativamente sencillo criticar las medidas oficialistas implementadas para ejercer la gobernabilidad. Pero cuando asciende políticamente un partido o un movimiento que representa (o dice representar) los intereses de un sector social marginado de la política, todos los paradigmas de gobernanza tienen que adecuarse para favorecer a esos grupos antes proscritos.

De este modo no basta con vociferar, alardear, alzar la voz, ridiculizar mediante la retórica, enfurecerse o repetir este ánimo de transformación. Hay que hacer, negociar y transgredir si es necesario.

El gobierno de MORENA y de Andrés Manuel López Obrador ha intentado desmarcarse forzosamente de toda la herencia de los gobiernos anteriores. Han intentado distanciarse como conformación política y como partido en el gobierno de una forma tan agresiva que uno puede pensar que esa reafirmación de divergencia esconde un sentimiento de culpa por las visibles similitudes. De hecho, es tanta su necesidad de diferenciarse de la tradición priista y panista, que el presidente ha bautizado a su sexenio con el escatológico epíteto de “La Cuarta Transformación.”

En la cronología particular de nuestro presidente, en México ha habido tres transformaciones: la Independencia, las reformas liberales de Benito Juárez y la Revolución. Dejando un lado los evidentes anacronismos y las imprecisiones históricas, para él, MORENA será un hito histórico que tendrá la capacidad de dar un nuevo giro de tuerca y cambiar el rumbo del país.

El espíritu de esta nueva época inaugurada el 1 de julio de 2018 tiene como mantra el combate a la corrupción y la regeneración de la vida política. Andrés Manuel lo ha repetido miles y miles de veces, pero desde su génesis, la incorporación de despojos políticos y de corruptos probados y confesos nos ha puesto a dudar sobre su efectividad en el terreno de los hechos.

Las revoluciones buscan no sólo cambiar condiciones materiales de los individuos, sino transformar a los individuos para la nueva sociedad emergente. Sin embargo, estos procesos no pueden hacer tabula rasa del pasado puesto que ahí está la simiente de la que germina la urdimbre social; como apuntó Marx: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Pero cuando los cambios son insustanciales, cuando no hay un núcleo o un motivo real, cuando hay más apariencia que esencia; los heraldos de estos cambios a medias toman prestados usualmente los motivos, los ropajes de los hombres del pasado y de las revoluciones anteriores para “con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.

Sin un ánimo de ruptura las revoluciones son una ilusión, una escena de teatro, una tragicomedia o una farsa. Y, como en el teatro mal actuado, se tiende a sobreinterpretar el papel que se está jugando. En un tono melodramático o con una épica fuera de lugar, el énfasis recae en el personaje y uno se olvida de la puesta en escena.

Y en esta “nueva época” vemos más discursos que acciones, más continuidades que rupturas, más interpretación que transgresión, más alharaca que cambio y desgraciadamente más símbolos que realidades. Ya se ha decretado el fin del neoliberalismo, se ha exigido un perdón a España por la conquista, se ha implementado la austeridad republicana, pero no se han tomado medidas serias para disminuir la brecha social o para elevar la capacidad adquisitiva de la clase trabajadora.

En este contexto, la abolición del neoliberalismo como política económica tiene una repercusión nula. Es como si el día de mañana, algún incauto bienintencionado y agraviado por las inclemencias del tiempo, escalara a la cima de alguna colina y gritara a los cuatro vientos: ¡Decreto, a partir de hoy, la abolición del invierno!


Aquiles Celis es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Aquiles Lázaro

La cultura es, en sentido amplio, la totalidad de conocimientos, creencias, costumbres y modos de vida de un determinado grupo humano. Para hablar de la cultura de grandes sociedades, de civilizaciones y naciones enteras, esta definición puede ser un punto de partida.

Existe también un concepto de cultura con matices muy distintos: el que es aplicado al ser individual. Resulta suficiente, para aproximarse al estado cultural de una sociedad, enumerar algunos de sus rasgos; se hablará de su organización social, de su estructura familiar, de su religión, de su organización política, del estado de sus artes y ciencias… En cambio, ¿cómo enlistar en una rígida lista la cultura de un hombre? ¿A qué se refiere exactamente el viejo paradigma del “hombre culto”?

Si omitimos los interminables vericuetos de la deconstrucción conceptual posmoderna, quizá la acepción de que partimos nos acerque a la respuesta: totalidad de conocimientos. Todo lo que el hombre es capaz de conocer y aprender cabe en una palabra: conocimiento. Y de acuerdo con esto, legítimamente se ha asociado la amplitud de la cultura de un hombre con la diversidad y extensión de sus conocimientos; se es más culto en cuanto mayor es la capacidad del intelecto de asimilar la enorme variedad de saberes que le ofrecen su sociedad y su época.

Y bien. ¿Para qué sirve la cultura? Un discurso frecuente, defendido incluso por gente que se dice instruida, sostiene que la cultura en un hombre es una cosa superflua, accesoria, un adorno romántico de aquellos inmaduros que no han llegado todavía a la revelación inevitable del sentido práctico de la vida. La gastada imagen familiar en que el joven que quiere dedicarse a la filosofía, la historia o las artes tropieza con duros reproches (“¿de qué vas a vivir?”, “estudia algo serio”, “¿en qué vas a trabajar?”) es ilustración bastante.

Son muchos los abismos que nos distancian del resto de los animales; de ellos, la autoconciencia es el más distintivo, el más humano. El saberse a sí mismo como ser que existe —más allá de las coyunturas instintivas y fisiológicas— es la propiedad más alta de nuestra especie. Y es así que la cultura cobra un valor incalculable tan útil para el individuo como para su colectivo social. ¿Qué quedaría de nosotros si nos encargáramos exclusivamente de la satisfacción elemental de las necesidades vitales, despreciando todo saber que trascienda a la mera presencia fisiológica? ¿Qué es el hombre si no se le concibe como un ser capaz de preservar y expandir caudales de conocimientos que permiten a cada generación afinar los métodos de todos los campos de su quehacer?

Al partir de esto, debemos sospechar ya el altísimo valor de la cultura; su insustituible función en la elevación espiritual del hombre como especie; el cimiento que representa en la búsqueda humana de un dominio cada vez más completo, mediante el conocimiento, de su entorno; el punto de partida para la construcción de un medio natural y social que sepa responder incluso a las más altas necesidades de todos sus miembros; el arma para llegar como sociedad —y con ello como individuos— a un estado auténtico de libertad.

De eso hablaba Martí al decir que solo un pueblo culto puede ser libre verdaderamente. Solo que su máxima es reversible: no habrá un pueblo genuinamente culto mientras no haya ganado siquiera los primeros pasos de su plena libertad política y social. Es ese el valor de la cultura.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

Últimamente parece haber resurgido un viejo enfoque para el análisis de los problemas sociales: el individualismo metodológico. Este paradigma sostiene que todo lo social es simplemente un agregado individual; es decir, lo social no existe sino como punto de reunión de individuos que, por implicación, preexisten y son autónomos. ¿Qué pruebas abonan los que así piensan? Básicamente una: dado que no es posible “observar” a “la sociedad” en su conjunto, sino solo a las personas que la integran, de ahí se puede inferir –sostienen– que tal sociedad no puede existir sino como suma de las características individuales de dichas personas. Pero los que así razonan cometen un error. Que la sociedad solo puede existir a través de las personas que la conforman es un hecho tácito, pero de ahí no se sigue que el conjunto social no posea propiedades emergentes específicamente sociales. 

Considérese el lenguaje como un ejemplo de esto: por un lado, el lenguaje no puede existir sino es a través de las personas que lo emplean, pero de ahí no se sigue que éste sea una propiedad individual; por el contrario, las diferentes lenguas y sus estructuras simbólicas son el resultado de cientos de años de historia social. Cada que una nueva generación nace y comienza a participar del lenguaje, se lo apropia, y claro que llega a modificarlo, pero tal lenguaje no es creado completamente por ella, ni siquiera por el conjunto de toda su generación, es, más ampliamente, una propiedad emergente del conjunto social en su devenir histórico. Pero además, y esto es quizás lo más importante, cada generación es en cierto modo educada, enseñada a pensar a partir del lenguaje disponible en el momento de su socialización. De manera que al hecho tácito de interactuar cotidianamente con “individuos” pensantes y hablantes, precede otro hecho igualmente cierto: ese “individuo”, para llegar a ser tal, fue antes producto de sus circunstancias sociales. Y esto que aplica para la adquisición del lenguaje aplica también para el desarrollo del gusto, los intereses y aspiraciones, el intelecto y las capacidades, etcétera. 

Por supuesto que las sociedades solo pueden existir a través de las personas concretas, pero estas mismas yacen completamente atravesadas psicológicamente por, y se encuentran situadas objetivamente en, estructuras económicas, políticas y culturales que definen su personalidad.

Los individuos no preexisten, llegan a ser, y lo hacen desde sus determinaciones sociales. 

Consideremos ahora el problema de la pobreza. Ésta puede definirse como insatisfacción de necesidades. Y lo que es necesario, cuando es vital como alimentarse o curarse, o cuando es social como tener una educación integral, no podemos definirlo solo como una preferencia. Objetivamente hay carencia. La pobreza es objetiva, no un estado de conciencia. En México, este problema, de acuerdo con Coneval, alcanza al menos a 43.6 millones de personas. 

Ante esta situación, el individualismo metodológico responsabiliza a los individuos: el pobre lo es por falta de voluntad, por flojera, por vicio o, sencillamente, porque no maximizó su “capital humano”. Desde esta óptica, resulta sencillo “lavarse las manos”. Los problemas del pobre, aunque reales, son de él y de nadie más. Pero la pobreza no es un asunto individual, sino social. 

Considérese que la pobreza tiene básicamente dos fuentes. La primera es cuando una sociedad no produce los bienes y servicios para satisfacer las necesidades de su gente; la segunda, cuando sí los produce, pero ésta no puede acceder a ellos. En otras palabras, la pobreza es resultado del subdesarrollo y/o de la desigualdad. ¿Cuál es, entonces, el origen de los pobres en una sociedad como México cuya producción es tan grande que lo ubica en la posición número quince a nivel mundial? ¿Cuál puede ser el origen de la pobreza en un país donde el hombre más rico amasa 67 mil millones de dólares en riquezas, mientras las tres cuartas partes de la población económicamente activa sobrevive con tres salarios mínimos o menos y, al mismo tiempo, realiza una de las jornadas más extenuantes de entre los países de la OCDE? Cuando la producción es una propiedad social no podemos decir que la distribución de la riqueza social es un problema individual. El origen de la pobreza está en la desigualdad y ésta nos involucra a todos.

Pablo Hernández Jaime es maestro en ciencias sociales por El Colegio de México e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
pablo.hdz.jaime@gmail.com

Abril 2019

En un pasaje de su novela La Taberna, Émile Zola narra la visita de unos recién casados y sus invitados al Louvre, uno de los museos más importantes del mundo. En la época de Zola, y en la nuestra, el Louvre tenía una relevancia innegable debido a la gran cantidad y variedad de obras plásticas que guarda en sus salas. Algunas de las piezas artísticas más importantes –con la injusticia que puede cometerse con este enunciado– son La Gioconda, Las bodas de Caná, La libertad guiando al pueblo, La victoria alada de Samotracia y La barca de Dante. Los personajes de Zola que visitan el museo son trabajadores de las clases más bajas de París: una lavandera, varios plomeros, una pareja de cadenistas y una portera, entre otros. Quien los guía es el jefe del novio.

A pesar de los intentos del guía, más o menos buenos, para que los visitantes disfruten las obras que tienen delante, no lo logra. Para ellos las piezas que corresponden a las primeras civilizaciones de la humanidad son feas y los símbolos que caracterizan a otras les resultan imposibles de comprender. Cuando se hallan frente a La Gioconda, lo más que les provoca es el recuerdo de una tía suya parecida a la del cuadro. El nacimiento de Venus solamente les genera morbo, por la vista de los senos de la diosa. Reacciones similares se suscitan en los invitados ante el resto de las obras que se encuentran en el museo.

Sería demasiado iluso creer que esas gentes serían capaces de apreciar la complejidad estética de estas obras en su primer acercamiento a ellas. No porque el arte sea algo que solo las personas de las clases medias y altas pueden comprender, sino porque el gusto estético y la comprensión del significado de las obras de arte son consecuencia de la educación. En buena medida, ésta solo puede adquirirse mediante el acercamiento constante a las obras de arte. Cuantas más veces se vea una pintura o una escultura, o se escuche una pieza musical, las personas pueden notar más detalles de las obras, ya que en la primera vez éstos pasan desapercibidos y no contribuyen a que el observador advierta su belleza o interés.

Desgraciadamente, en un sistema económico en el que se privilegia la búsqueda de ganancias monetarias, es casi imposible que las clases más desprotegidas tengan acceso a este tipo de creaciones, ya que su acercamiento a ellas implica gastar un dinero que, en la mayoría de los casos, debe destinarse a la satisfacción de las necesidades básicas de cada familia: comida, ropa, transporte, luz, etc. Para que el trabajador piense siquiera en la posibilidad de acudir al teatro, al museo, a alguna exposición o concurso de arte, es indispensable que antes cubra sus necesidades materiales inmediatas, porque si no tiene para alimentar a su familia, no puede optar por la educación de sus gustos estéticos.

Los personajes de Zola reaccionan, en estricto sentido, como cualquier trabajador que por primera vez entra en relación con las grandes obras artísticas que la humanidad ha producido; y para que su indiferencia y franco disgusto puedan ser erradicados es necesario que el acercamiento de las clases trabajadoras a las grandes obras de arte se realice con base en la superación de la desigualdad que las aleja de ellas. De otra manera, será imposible.


Jenny Acosta es investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales
jennyvav2@gmail.com

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