| Por Aquiles Lázaro

Pitágoras, el sabio de Abdera, fue el primer pensador de la Antigüedad en sistematizar la sujeción de todos los parámetros musicales a un solo principio rector: las matemáticas. Es cierto: todos los fenómenos acústicos —la música es uno de ellos desde un punto de vista estrictamente físico— operan siempre de acuerdo con determinadas proporciones y relaciones matemáticas.

Antes de examinar, mediante una breve revisión histórica, cómo la alteración de estas relaciones ha sido el motor de las revoluciones artísticas de la historia de la música, veamos un esbozo sencillo de cómo es que funciona, desde la física, ese fenómeno acústico que llamamos música.

Todos lo que percibimos mediante el oído, todo lo que escuchamos, son vibraciones cuyo medio de propagación es el espacio mismo, el aire. De esto no hay ejemplo más plástico que el lugar común: del mismo modo que una piedra que se tira en un lago provoca ondas perfectamente visibles en la superficie, eso mismo sucede con todos los eventos audibles de nuestro entorno: son ondas resultado de vibraciones producidas en el medio. Dichas ondas, vale recordar, son limitadas en su alcance, es decir, se extinguen después de un lapso determinado; esa es la sencilla razón de que no podamos escuchar un sonido, por estridente que sea, si este se ha producido demasiado lejos de nosotros.

Ahora bien. El rango audible del hombre recoge solo una gama limitada del torrente cotidiano de vibraciones acústicas. En lo que respecta a la altura de un sonido (si es grave o agudo) ese límite corresponde a un espectro determinado, ligeramente variable según cada individuo. Y es este rango el que determina en principio todos los sistemas musicales del mundo.

El espectro audible del que hablamos es medido por la acústica utilizando una unidad de frecuencia: el hertz (o hercio). Sin embargo, la música emplea una unidad propia: las notas. De esta forma, las notas de nuestro sistema musical occidental corresponden, cada una de ellas, a una frecuencia determinada perfectamente mensurable en hertz.

“Toda la música opera regida estrictamente por la matemáticas”

El primero en establecer este temperamento (es decir, en decir en qué altura exacta tendríamos una nota) fue el mismo Pitágoras, y su sistema predominó por largos siglos durante la Antigüedad y la Edad Media. Con base en los fundamentos pitagóricos, se construyó toda una estética musical en la que la divinidad era el eje rector; para la Iglesia medieval, determinados intervalos musicales (o sea, la distancia específica entre dos notas de diferente altura) eran los únicos “consonantes”, apropiados; el resto de los intervalos, los más, eran “disonantes”, estéticamente inaceptables.

Fueron los aires revitalizantes del Renacimiento los primeros en atacar este dogma, y músicos italianos como Palestrina o Monteverdi ampliaron los usos del sistema tonal de nuestra música; pero estas inquietudes desbordaban ya el rígido molde pitagórico…

Esta contradicción entre las nuevas necesidades expresivas y el ahora estrecho sistema musical pitagórico fue resuelta en el siglo xviii por uno de los más grandes genios de la música occidental: Johann Sebastian Bach. Tras un exhaustivo examen al molde pitagórico, Bach estableció un nuevo temperamento, apenas ligeramente distinto al de Pitágoras, pero que abría un nuevo horizonte auditivo y sensorial. Su célebre obra El clave bien temperado debe entenderse, en una traducción menos oscura, como “el clavecín correctamente afinado”. Con esto, el temperamento pitagórico pasó a ser una reliquia en la música occidental.

Solo después de esta revolución de Bach es que pudo surgir toda la música de los periodos clásico y romántico con todos sus grandes músicos; de este sistema se nutrieron los compositores durante más de dos siglos: Mozart y Beethoven, Chopin y Wagner, Schubert y Verdi. Este sistema es, pese a todos los esfuerzos la música de los siglos xx y xxi, el más accesible para el público que se acerca por primera vez a la música en busca del placer estético.

Sin embargo, las convulsiones socio-políticas a escala planetaria del naciente siglo xx volvieron a agrietar el sistema iniciado con Bach. En este sentido, dos de los más intrépidos vanguardistas fueron el alemán Arnold Schoenberg con su sistema dodecafónico y el mexicano Julián Carrillo con su teoría microtonal denominada El sonido trece. Difícil es explicar al neófito en qué consisten las tesis fundamentales de los sistemas de Schoenberg y Carrillo. Baste decir que, desde entonces, buena parte de la música ulterior se ha movido por estos nuevos rumbos.

Otra incursión que marcó época, más reciente todavía, fue la de la música electrónica. El descubrimiento de las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen al sonido ha encontrado un fecundo campo de investigación y creación en la comunidad de la música académica. Hoy, desde estos nuevos modelos, la generación de un sonido puede ser minuciosamente controlada mediante la modificación arbitraria de cada uno de sus parámetros acústicos.

Como se ve, toda la música opera regida estrictamente por la matemáticas; solo que —como sucede casi siempre en la ciencia— estas relaciones no se manifiestan si se les examina superficialmente. En cambio, al dar siquiera los primeros pasos en el mundo de la teoría musical, así sea por simple curiosidad, este universo de relaciones infinitas comienza a desplegarse en toda su fascinante complejidad.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

Mayo 2019

Hacia 1845 Carlos Marx y Federico Engels establecieron las bases fundamentales de la teoría materialista de la historia. En contraposición a la teoría aristocrática de Bruno Bauer y los llamados Libres de Berlín (una concepción de la historia “como producto de las élites, las que se servían de la masa como de materia de la propia iniciativa”) los creadores del materialismo histórico reivindicaron la importancia de la masa y la relevancia de su acción histórica.

En su “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” Marx señaló que si bien la fuerza material tenía que “derrocarse mediante la fuerza material”, también la teoría se convertía en “poder material tan pronto como [apoderaba] de las masas”. Ahí mismo declaró que “así como la filosofía [encontraba] en el proletariado sus armas materiales, el proletariado [encontraba] en la filosofía sus armas espirituales”. Según Marx la filosofía no podía “llegar a realizarse sin la abolición del proletariado, y el proletariado no [podía] abolirse sin la realización de la filosofía”. En otras palabras: “tan pronto como el rayo del pensamiento [mordiera] a fondo en ese candoroso suelo popular, se [llevaría] a cabo la emancipación” de los hombres.

La misma convicción aparece en la obra teórica del gran amigo y compañero de Marx. En su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana Engels escribió que si se quería “investigar las fuerzas motrices están detrás de [los] móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras”. En correspondencia con la idea de Marx respecto a la abolición del proletariado y la realización de la filosofía, Engels concluyó que “el movimiento obrero de Alemania [era] el heredero directo de la filosofía clásica alemana”.

Más tarde el propio Lenin indicó que el descubrimiento de la concepción materialista de la historia —es decir, la extensión del materialismo a los fenómenos sociales— había superado los “dos defectos fundamentales de las anteriores teorías de la historia”, el segundo de los cuales consistía en que las concepciones precedentes “no abarcaban precisamente las acciones de las masas de la población, mientras que el materialismo histórico [había permitido] estudiar por primera vez con exactitud histórico natural las condiciones sociales de la vida de las masas y los cambios en esas condiciones”.

A diferencia de los tres autores sobredichos el filósofo alemán Friedrich Nietzsche desarrolló una “crítica aristocrática de la sociedad de masas, explícitamente en contra del movimiento obrero”. En obras como El crepúsculo de los ídolos (1887) y El Anticristo (1888) Nietzsche exigió una “sociedad de jerarquías rígidas basada en un «orden natural» de castas”. El sociólogo Alan Swingewood —autor de El mito de la cultura de masas— aduce que “para Nietzsche la amenaza a la sociedad moderna viene de abajo, del ‘hombre común’, del ‘hombre de masa’ que debe ser enseñado a conocer y aceptar su lugar natural”.

Un par de décadas más adelante el filósofo español José Ortega y Gasset desarrolló muchas de las ideas de Nietzsche. Según el propio Swingewood, en La rebelión de las masas (1930) Ortega y Gasset realizó una crítica al colectivismo y definió a la sociedad en términos de minorías “superiores” y “masas incompetentes”, y, al mismo tiempo, afirmó que la cultura europea se encontraba “amenazada por estos nuevos bárbaros de las clases media y obrera”.

Saltan a la vista las diferencias entre una concepción y otra. Los gobiernos que rechazan la importancia histórica de “la masa” o que estigmatizan a las organizaciones sociales adoptan el punto de vista de Nietzsche y de los críticos conservadores del siglo xx. ¿Qué pueden esperar las masas de los partidarios de un sistema que las excluye de la propia historia? En cambio ¿cuánto pueden esperar de un partido o asociación que las organiza y que las educa para que ellas mismas modifiquen las condiciones de su propia existencia?


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

| Por Abentofail Pérez

¿Crees tú en la existencia de un genio que no tenga nada ver con el infierno? ¡Non datur! Esta era la pregunta que en el Doktor Faustus de Thomas Mann le hacía Mefistófeles a su Fausto, Adrian Leverkühn.

Desde siempre, y particularmente para la mitología cristiana, la búsqueda del conocimiento ha sido condenada como una de las más grandes faltas cometidas por el hombre. El pecado original no es otra cosa que la ambición del hombre por conocer, ambición que le costó el paraíso a cambio de un infierno terrenal. La leyenda del Doktor Faustus, fruto de la mitología cristiana alemana, comenzó como una forma de condenar a todo aquel que aspirara al conocimiento de la verdad, o como una forma de justificar las grandes creaciones artísticas que al asemejarse a lo divino, solo podían ser justificadas por mediación externa.

La trama de este mito versa sobre un hombre que ávido de saber, vende su alma al diablo a cambio del conocimiento ilimitado y son más de ocho obras las que versan sobre el tema. Desde el Fausto de Johann Spies, pasando por el de Chistopher Marlowe quien “elevó hasta una altura trágica la infamia de aquella sed de saber” (Blumenberg), hasta los Faustos de Goethe y Mann, reflejan la difícil situación en la que se encontraba el hombre que buscaba aprehender y cambiar su realidad.

A pesar de eso, el progreso y la autoridad de la razón sobre la providencia eran ya irrefrenables, y los Faustos de la ciencia y el arte comenzaron a aparecer, algunos negados a la salvación por la Iglesia como Giordano Bruno, otros como Kepler, Copérnico, Galileo y Bacon, buscando encontrar el equilibrio entre el pasado y el futuro.

“La ideas de Marx trastocaron los fundamentos de la sociedad capitalista”

El siglo xix fue testigo de la aparición del último gran Fausto, similar en sustancia a sus predecesores pero superior en esencia a todos ellos por el simple hecho de no limitarse a conocer e interpretar el mundo, sino por su implacable labor de transformación; libre ya de cualquier compromiso con las ruinas del pasado, su lucha no era ya contra el espíritu, ni era éste quien lo atormentaba, era una disputa contra la vida misma de la que surgía el sufrimiento humano, era la reivindicación del hombre por el hombre, la mano que empuñaba la hoz y el martillo para abrir sin contemplaciones el corazón de la historia haciendo partícipes de ella a sus verdaderos hacedores, no dioses ni demonios, santos ni vírgenes, sino el hombre de carne y hueso, aquel que con su sudor y su energía forjaba los derroteros de la historia. Carlos Marx, este último gran Fausto, encarnaba el fundamento del héroe de Mann en el que “El don era estimulante, pero la palabra mérito solicitaba un homenaje que no merece ni el don ni el instinto”.

Se cumplen este año 201 años del natalicio de Carlos Marx, y es perentorio rendirle homenaje al hombre que marcó la modernidad. Sus ideas trastocaron los fundamentos de la sociedad y dirigieron los pasos de la historia por el único camino que podría garantizar la felicidad de la especie humana, despojado ya de cualquier tipo de determinaciones metafísicas y puesto en manos del hombre, del trabajador. El descubrimiento de las leyes que rigen la historia y la economía, así como la forma en la que la filosofía debe hacerse cargo de interpretar dichas leyes, se debe casi enteramente a Marx. A pesar de que sus detractores creyeron haber sepultado para siempre sus descubrimientos, la verdad sale siempre a la luz por más tierra que sobre ella se vierta.

Es innegable que todavía hoy, en pleno siglo XXI, el capitalismo, este sistema desigual e inhumano sigue de pie; su ineluctable caída, única de todas las predicciones del materialismo dialéctico que no se ha cumplido, terminará por ocurrir, y la clase trabajadora, la víctima de este rancio sistema económico, tienen solo que seguir el camino que este último gran Fausto les trazó. La vigencia y actualidad del marxismo son reales porque son verdaderas y su inspiración no se aduce ya, como acusara la Iglesia a todos los más grandes gestores del progreso, en inspiración diabólica o divina, sino de un serio  e inquebrantable compromiso con la verdad y la felicidad del hombre.

A la pregunta que planteara el Mefistófeles de Mann en un principio, habrá que anteponer la respuesta del Fausto de Goethe que, en la figura de Marx, representa la sustitución en la historia de lo divino y lo demoniaco, por su verdadero hacedor, el proletariado. “Llego ya el momento de probar con hechos que la dignidad del hombre no cede ante la grandeza de los dioses; hora es ya de no temblar frente a ese antro tenebroso en donde la fantasía se condena a sus propios tormentos” (Goethe).

Abentofail Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
abenperon@gmail.com

Mayo 2019

El 5 de mayo se conmemora el natalicio de uno de los personajes más influyentes en la sociedad contemporánea: Karl Marx. Filósofo, economista, historiador, activista político, sociólogo, publicista, orador, crítico literario… La multifacética genialidad de Marx abarcaba con igual agudeza varias de las más imbricadas disciplinas del pensamiento; también incursionó, con menos ahínco y más modesto impacto, en matemáticas, astronomía, estética, ciencias naturales e, incluso, en la creación literaria.

Karl Heinrich Marx nació en Tréveris (actual territorio de Alemania) el 5 de mayo de 1818. Sus tempranas inquietudes de rebeldía —expresadas primero a través del derecho y la filosofía— rápidamente tomaron forma y, ya en su juventud madura, convirtieron a Marx en el genio revolucionario más influyente de Europa. Como consecuencia, durante toda su vida fue perseguido, censurado y vituperado por prácticamente todos los gobiernos, liberales o monárquicos; y a pesar de todo esto, del exilio, de la miseria y de las penurias familiares, la teoría de Marx, su radical reinterpretación de toda la sociedad y su devenir, ha tenido un impacto social que protagoniza, hoy mismo, algunos de los episodios más dramáticos de nuestra historia.

Los intereses de Marx por las cuestiones artísticas se manifestaron sobre todo en su juventud, a través de un enorme interés en la literatura clásica y alemana. Hay quien afirma incluso que, en la más temprana etapa de su desarrollo intelectual, los temas estéticos ocuparon su centro de interés principal. Como estudiante, el joven Marx asistió con  gran entusiasmo a conferencias sobre literatura clásica, y leyó varios tomos sobre historia de la literatura, así como materiales sobre estética; también ensayó modestamente la poesía, y comenzó apuntes para escribir una pieza teatral y una novela.

“La sobrehumana capacidad intelectual de Marx no dejó fuera las cuestiones artísticas”

Las reflexiones de Marx en torno a las cuestiones artísticas, que nunca llegó a sistematizar, aparecen en forma de fragmentos dispersos, más bien esporádicos, a lo largo de toda su obra teórica. Muy abundantes en juicios sobre literatura, sus cartas personales permiten también aproximarse al pensamiento estético y al gusto literario del genio alemán.

No obstante, el interés general de Marx por el arte es un hecho consensuado entre prácticamente todos sus biógrafos. Muy joven leyó a los clásicos, y se hallaba al tanto de las novedades literarias de Alemania y de Europa. Ya en su plena madurez intelectual, y en medio de la densidad de sus estudios teóricos, frecuentaba con avidez literatura en alemán, griego, latín, inglés, español, francés, italiano y ruso.

El colosal acervo cultural de Marx incluía a Esquilo, Homero, Ovidio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Pushkin, Molière, Goethe, Balzac… Asistía a menudo al teatro y comentaba con entusiasmo sus juicios al respecto a través de sus cartas.

Menos documentado está su interés por la música. Amigos de la familia Marx registraron su peculiar exaltación ante la tradición musical germánica: Bach, Haydn, Mozart, Beethoven. Se conoce también su reserva ante las óperas de Wagner, por entonces en boga entre el público alemán.

Todavía menos registrado es su interés por las artes plásticas. Algunos comentarios dispersos sobre la obra de Rafael y sobre el Renacimiento aparecen —enmarcados en pasajes sobre temas económicos— en La ideología alemana.

La capacidad intelectual de Marx, sobrehumana, no dejó fuera las cuestiones artísticas. El embrión de su genio literario supo manifestarse incluso en sus textos políticos: un agudísimo humor, una crudeza descriptiva abrumadora, y sus célebres sentencias lapidarias que más de un crítico ha sometido a estudios analíticos desde la teoría literaria.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

Mayo 2019

Las convulsiones sociales siguen sacudiendo a los países latinoamericanos, en escenarios cada vez más dramáticos e inestables. Es necesario decirlo con toda claridad: no existe un solo país independiente de América Latina que no haya sufrido, en distintos grados, la injerencia abusiva del gobierno de Estados Unidos.

Gabriel García Márquez denunciaba en 1982, en el discurso de aceptación del Premio Nobel que le mereciera Cien años de soledad, las terribles convulsiones que los intereses extranjeros provocaban en América Latina: «No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército. En este lapso ha habido cinco guerras y diecisiete golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo». Y preguntaba desde la tribuna, atónito: «¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?».

“El aparato ideológico dominante ha romantizado el discurso del arte militante al presentarlo como un vestigio anticuado e inoperante”

Es cierto. El arte ha tenido siempre especial agitación ante realidades tan dramáticas. Los imperialistas y sus servidumbres nacionales en América Latina tuvieron siempre una relación tensa con el campo artístico; lo miraban con recelo, con desconfianza, con altanería y despotismo.

La dictadura de Videla en Argentina censuró en el país todas las obras de Julio Cortázar, y los servicios de inteligencia abrieron una carpeta de investigación en su contra (a pesar de que llevaba más de dos décadas viviendo en el extranjero), en la que se prohibía al autor de Rayuela presentarse públicamente y difundir su obra. Cuando el dictador Augusto Pinochet usurpó militarmente el poder en Chile, en 1973, el cantautor chileno Víctor Jara fue detenido al día siguiente, torturado en el Estadio Chile (convertido repentinamente en centro masivo de detención y tortura) y asesinado de un disparo en la cabeza. Pablo Neruda, por entonces ya figura internacional, fue asesinado también por la dictadura chilena, según confirman las investigaciones más recientes. La ópera del compositor argentino Alberto Ginastera, Bomarzo, tuvo que esperar a su estreno en el extranjero luego de que la junta militar de su país censurara su estreno en el Teatro Colón en 1967. Ese mismo año, el poeta guatemalteco Otto René Castillo fue capturado por la dictadura de su país, torturado durante cinco días y luego quemado vivo.

Hace casi setenta años, William Faulkner, el genial artista estadounidense Nobel de literatura, opinaba que en una realidad tan trágica todos los problemas del espíritu habían desaparecido para siempre, y que ahora el problema humano fundamental, el único, era la mera supervivencia física; el arte no debe ser, decía, un simple registro de lo humano, sino un pilar de su resistencia.

Hoy, el aparato ideológico dominante ha romantizado —y caricaturizado— el discurso del arte militante al presentarlo como un vestigio anticuado e inoperante. Le hacen festivales, lo pasean en los museos, le escriben libros y artículos de internet; pero en los hechos pretenden suplantarlo, desterrarlo para siempre a través de un sutil discurso posmoderno de abstracciones retóricas y deconstrucciones conceptuales.

No hay duda: el arte es un arma cuando toma partido.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

| Por Aquiles Lázaro

La cultura es, en sentido amplio, la totalidad de conocimientos, creencias, costumbres y modos de vida de un determinado grupo humano. Para hablar de la cultura de grandes sociedades, de civilizaciones y naciones enteras, esta definición puede ser un punto de partida.

Existe también un concepto de cultura con matices muy distintos: el que es aplicado al ser individual. Resulta suficiente, para aproximarse al estado cultural de una sociedad, enumerar algunos de sus rasgos; se hablará de su organización social, de su estructura familiar, de su religión, de su organización política, del estado de sus artes y ciencias… En cambio, ¿cómo enlistar en una rígida lista la cultura de un hombre? ¿A qué se refiere exactamente el viejo paradigma del “hombre culto”?

Si omitimos los interminables vericuetos de la deconstrucción conceptual posmoderna, quizá la acepción de que partimos nos acerque a la respuesta: totalidad de conocimientos. Todo lo que el hombre es capaz de conocer y aprender cabe en una palabra: conocimiento. Y de acuerdo con esto, legítimamente se ha asociado la amplitud de la cultura de un hombre con la diversidad y extensión de sus conocimientos; se es más culto en cuanto mayor es la capacidad del intelecto de asimilar la enorme variedad de saberes que le ofrecen su sociedad y su época.

Y bien. ¿Para qué sirve la cultura? Un discurso frecuente, defendido incluso por gente que se dice instruida, sostiene que la cultura en un hombre es una cosa superflua, accesoria, un adorno romántico de aquellos inmaduros que no han llegado todavía a la revelación inevitable del sentido práctico de la vida. La gastada imagen familiar en que el joven que quiere dedicarse a la filosofía, la historia o las artes tropieza con duros reproches (“¿de qué vas a vivir?”, “estudia algo serio”, “¿en qué vas a trabajar?”) es ilustración bastante.

Son muchos los abismos que nos distancian del resto de los animales; de ellos, la autoconciencia es el más distintivo, el más humano. El saberse a sí mismo como ser que existe —más allá de las coyunturas instintivas y fisiológicas— es la propiedad más alta de nuestra especie. Y es así que la cultura cobra un valor incalculable tan útil para el individuo como para su colectivo social. ¿Qué quedaría de nosotros si nos encargáramos exclusivamente de la satisfacción elemental de las necesidades vitales, despreciando todo saber que trascienda a la mera presencia fisiológica? ¿Qué es el hombre si no se le concibe como un ser capaz de preservar y expandir caudales de conocimientos que permiten a cada generación afinar los métodos de todos los campos de su quehacer?

Al partir de esto, debemos sospechar ya el altísimo valor de la cultura; su insustituible función en la elevación espiritual del hombre como especie; el cimiento que representa en la búsqueda humana de un dominio cada vez más completo, mediante el conocimiento, de su entorno; el punto de partida para la construcción de un medio natural y social que sepa responder incluso a las más altas necesidades de todos sus miembros; el arma para llegar como sociedad —y con ello como individuos— a un estado auténtico de libertad.

De eso hablaba Martí al decir que solo un pueblo culto puede ser libre verdaderamente. Solo que su máxima es reversible: no habrá un pueblo genuinamente culto mientras no haya ganado siquiera los primeros pasos de su plena libertad política y social. Es ese el valor de la cultura.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

Abril 2019

La literatura de Flaubert no ha sido olvidada por los lectores actuales: aún se ven en las librerías ediciones recientes de los textos más emblemáticos del autor francés. Por eso es importante analizar su relevancia y actualidad.

Son tres los textos clave de Flaubert: Madame Bovary, Salambó y La educación sentimental. Fue Salambó el que le dio, según el propio artista, la mayor fama, mientras que La educación sentimental no fue bien recibida por el público, y fue hasta después de su muerte que se vio la originalidad del tema tratado en la novela.

Los tres textos, aunque desde diferentes temas, tratan de reflejar objetivamente las condiciones en que se desenvolvía una época, las preocupaciones, la forma de vida y la concepción del mundo por medio de la cual los hombres continúan su existencia.

Salambó es una novela histórica que relata los tiempos de Amílcar Barca en Cartago. La historia se ubica al término de la Primera Guerra Púnica, cuando se lleva a cabo la rebelión de los mercenarios que, no viendo la paga por sus servicios a Cartago, deciden hacer la guerra a los cartagineses para cobrarse por mano propia lo que no quería ser entregado voluntariamente.

No son las hazañas de un héroe lo que le interesa relatar a Flaubert. Amílcar no es intachable, es simplemente una persona histórica, es decir, determinada por su sociedad, por sus propios intereses y por los intereses de su clase. Salambó, antes que el relato de la vida de Amílcar, o de Salambó, hija de aquél (personaje inventado por el propio Flaubert), es el relato de las crueldades de la guerra, y dentro de estas condiciones, nadie está exento de culpa.

El relato se va tejiendo en una línea de traiciones, alianzas, falacias retóricas para poner a unos contra otros, batallas que nada tienen que ver con los honores de la épica. Amílcar, a quien menos podemos criticar según la moral contemporánea, llega a sacrificar a un niño esclavo con tal de no entregar a su hijo Aníbal a los sacerdotes para aplacar a los dioses que, según ellos, exigían el sacrificio de sangre joven para acabar con los dolores de la guerra. Se muestran de esta manera las formas crueles de un proceso que, aunque toma apariencias individuales, representa los intereses de distintas clases sociales que se juegan su fortuna con las condiciones históricas que se les presentan.

En La educación sentimental el contexto es muy distinto pero el propósito es idéntico: exponer la complejidad de la vida en un conflicto que cimbra las bases de la sociedad. En este caso el conflicto es la Revolución en Francia de 1848, retratando claramente las costumbres de ese tiempo se nos deja ver de manera cruda todos los vaivenes de la vida del hombre. Pretende ser una novela realista, razón por la que en su tiempo no llega a ser apreciada, pues sale de los cánones de la literatura de ese momento.

En este sentido podemos decir que Flaubert inaugura prácticamente toda una corriente de literatura francesa, pues grandes literatos como Émile Zola o Guy de Maupassant, se inspiraron en este texto para encontrar la forma en la que querían retratar la realidad francesa de su tiempo, creando así el naturalismo. La realidad y la sinceridad con la que nos habla Flaubert, la forma en que retrata los problemas más pequeños y cómo en estos se muestran los grandes problemas, son algunas de las causas por las que esta literatura aún tiene mucho que decir a los lectores de hoy.


Alan Luna es investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
alunamojica@gmail.com

| Por Abentofail Pérez

¿Cuál es el significado actual de la Revolución mexicana? Hace más de un siglo que este proceso revolucionario cimbró la estructura social y es innegable que su legado continúa presente en la vida social de nuestro país. Escudriñar en el pasado nos puede ayudar a comprender la vitalidad de un proceso al que muchos creen haber sepultado ya.

El año de 1910 fue antecedido por treinta años de una dictadura a cuya cabeza se encontró Porfirio Díaz. Las características que permitieron la consolidación de esta dictadura fueron, a grandes rasgos, las siguientes: El cuerpo policiaco era la organización mejor pagada en el mundo: Díaz aumentó el gasto asignado a dicho concepto en un 900%. La política económica estaba principalmente orientada hacia el capital extranjero: “Estoy convencido, dijo Díaz, de que sólo con la ayuda del capital extranjero podré gobernar con éxito para mantener la paz y garantizar el progreso” (En Bulnes). En este tenor se promulgó una de las leyes más ignominiosas de las que el pueblo mexicano tiene memoria. En 1883 la ley sobre colonización y compañías deslindadoras permitió que se crearan compañías de deslinde en contra de las tierras que existiesen en propiedad comunal, cuya posesión se encontraba en manos de los pueblos indígenas y campesinos, vendiéndolas a precios irrisorios a las grandes empresas extranjeras, principalmente norteamericanas e inglesas. En algunos casos el precio de la tierra llegó a ser de un peso la hectárea.

Las consecuencias de esta política servil y duramente dañina a los intereses nacionales fue que la cantidad de tierras arrebatadas por las compañías deslindadoras llegara a ser de más de 25 millones de hectáreas, robadas arbitraria y sangrientamente a los campesinos mexicanos que se convirtieron inmediatamente en siervos de sus verdugos, pasando de propietarios a peones de los grandes hacendados, quienes para 1910 poseían cerca del 57% del territorio.

A tal despojo, inhumano, sangriento y atroz, se sumaba la facilidad con que Díaz permitió que las riquezas naturales fueran saqueadas por el capital extranjero haciendo concesiones ventajosas a todos aquellos que quisieran y tuvieran la capacidad técnica de explotar las riquezas de la nación. Las consecuencias de esta política servil fueron, que en treinta años el precio de los productos alimenticios básicos aumentó en un 100%, trayendo “como consecuencia un género miserable de vida y una existencia de hambre para la clase trabajadora” (Alperovich). El 90% de las minas existentes quedaron en manos de empresarios estadounidenses, y lo más paradójico de todo, considerando la bandera con que la política porfirista buscó borrar todas las atrocidades y crueldades ejercidas sobre la sociedad mexicana, es que la deuda externa creció cuatro veces: de 191 millones de pesos en 1980 a 823 millones en 1910.

La política porfirista dejó a México en la bancarrota, despojó a los campesinos e indígenas de sus tierras utilizando los medios más violentos, de los que da testimonio un soldado renegado del ejército, Heriberto Frías, en su obra Tomóchic; se convirtió a los campesinos en esclavos, controlados por el sistema de raya, haciendo sus condiciones de vida peores aún que las sufridas en el período colonial, como da cuenta en su descarnada obra México bárbaro, el periodista norteamericano, Kenneth Turner.

Ahora bien, la dictadura reaccionaria de Díaz no fue la causa única de la revolución. Si bien logró madurar las contradicciones de clase existentes demostrando el papel que jugaba nuestro país como colonia – mismo que no había logrado romperse con la independencia en 1810 –, y que hacía manifiesto ahora más crudamente el servilismo de la clase política mexicana hacia los intereses del imperialismo estadounidense que estaba terminando de consolidarse. También se reflejó el hecho de que la clase obrera le faltaba madurez y consciencia de clase; adolecía de un débil crecimiento cuantitativo y cualitativo que le impidió ponerse a la cabeza de la Revolución. Del seno de los burgueses desplazados emergió la dirigencia de Francisco I. Madero, quien pudiendo, como le había sucedido a Miguel Hidalgo a las puertas de la Ciudad de México, terminar de un solo golpe con un proceso que de otra forma costaría miles de vidas, decidió firmar el ignominioso tratado de Ciudad Juárez en el que no sólo no destruyó al grupo político de Díaz, sino que aceptó ceder el poder a uno de sus hombres más conspicuos, y, finalmente, condenarse de la manera más inocente, quedando en manos del ejército al que había combatido, y disolviendo el ejército revolucionario. Madero firmó su sentencia en 1911, y fue ésta ejecutada en 1913 por el verdugo Victoriano Huerta.

Al morir Madero, la batuta de la revolución democrático-burguesa fue tomada por Venustiano Carranza, un digno representante de la burguesía coahuilense quien logró ponerse al frente de un ejército proletario haciendo patente la máxima histórica de que una Revolución no la gana quien la compone, sino quien la dirige. Junto con él pelearon para despojar a Huerta dos grandes revolucionarios populares: Francisco Villa y Emiliano Zapata, ambos surgidos de la entraña del pueblo, y auténticos abanderados de sus más legítimos y sentidos intereses. Al desparecer el enemigo común, pronto saldrían a relucir los verdaderos intereses de cada grupo, desencadenándose una lucha más sangrienta aún, conocida por la historiografía nacional como “lucha de facciones”, mientras que su verdadera esencia descansa en la lucha de clases.

Carranza recogió la bandera de Madero, enarbolando los intereses de la burguesía mexicana. Por su lado, Villa y Zapata se pusieron del lado del campesinado y de la incipiente clase obrera. Los intereses eran antagónicos y las fuerzas contendientes estaban aparejadas. Villa y Zapata representaron los intereses de un pueblo al que el hambre y la desesperación incitaron a rebelarse, pero cuya espontaneidad sofocó una transformación radical y de mayor profundidad, en parte porque no estaban dadas las condiciones, y en parte porque faltaba una concientización más profunda siquiera de la clase dirigente. Hoy en día, la clase que cerró filas en torno al zapatismo y al villismo ha crecido considerablemente. Lastimosamente observa cómo su situación empeora y se asemeja con el paso de los días a la que prevalecía en el porfiriato. La burguesía, por otro lado, ha disminuido en cantidad, y con ella sus esperanzas se centran en la protección del gran colonizador, que hoy más que nunca siente cómo su poder mengua, y empieza con ello a refrenar su política económica que, indudablemente, tenía que llegar a su fin. Las condiciones no son, pues, como en 1910. Han cambiado, y si bien en algunos aspectos se han recrudecido, esto deberá servir para enardecer aún más el espíritu de clase; ahora solo es necesario que la guía de este gigantesco cuerpo social crezca en las mismas proporciones y se ponga a la cabeza de un movimiento revolucionario que deberá poner fin a la tarea inconclusa que dejaron nuestros predecesores. Las clases trabajadoras aprenden de la historia, y el cambio que por necesidad vendrá, seguramente encontrará a los pobres con más experiencia organizativa, disciplinados, políticamente educados, y dotados de un proyecto de nación preciso, viable y científicamente sustentado, que debido a lo incipiente del proceso de maduración económica y social de México, los campesinos y obreros en 1910 no tuvieron.

Abentofail Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
abenperon@gmail.com

Abril 2019

El desencanto tardó en llegar menos de 100 días. Los desatinos del nuevo gobierno alcanzaron demasiado pronto a la comunidad de artistas y creadores. Atrás quedó el halo romántico: las hipótesis alentadoras de hace unos meses hoy son barridas por los hechos crudos de la nueva política cultural.

El tiempo va hablando demasiado pronto. Los rasgos distintivos del gobierno de AMLO son el insulto contra quien piense diferente, la imposición para controlar todo el poder estatal, y la política improvisada en temas delicadísimos para la estabilidad del país. Todos estos rasgos, sin excepción, ahora han llamado a la puerta de la comunidad artística.

Los desatinos siguieron uno tras otro. Cuando se anunció que Sergio Mayer, personaje con más experiencia como productor de espectáculos semi-pornográficos que como gestor cultural, presidiría la Comisión de Cultura y Cinematografía de la Cámara de Diputados, se levantaron varias voces de inconformidad. La discusión de temas centrales para la comunidad de escritores, artistas plásticos, cineastas, actores y músicos quedaba presidida por una estrella de farándula. “Tampoco necesitas ser Sócrates”, decretó ante los inconformes el nuevo intelectual.

Vinieron también medidas tan publicitarias como estériles. La transformación de Los Pinos en complejo cultural despertó gran curiosidad y algarabía; a la fecha, sin embargo, no hay ningún proyecto claro sobre qué se hará exactamente ahí. La imposición de Francisco Ignacio Taibo Mahojo, escritor morenista de capacidad intelectual bastante mediana, como director del Fondo de Cultura Económica es otro caso. También despertó numerosos reclamos el hostigamiento prepotente al ensayista Daniel Goldín como director de la Biblioteca Vasconcelos, hostigamiento que provocó su renuncia.

Pero el semillero principal de inconformidad es uno: el FONCA. El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes se creó en 1989 con el objetivo de fomentar y estimular la creación artística en todas sus manifestaciones. Básicamente, el FONCA otorga a los creadores estímulos económicos que faciliten sus condiciones financieras y materiales, para que puedan desarrollar sus proyectos bajo un entorno decoroso. La inmensa mayoría de tales estímulos son, verdaderamente, bastante modestos y se otorgan por convocatoria abierta.

El hartazgo estalló hace unas semanas. La llegada a la dirección del FONCA del escritor Mario Bellatin despertó de inmediato, por boca de él mismo, graves rumores sobre la desaparición de programas. Al respecto, el FONCA lanzó una invitación abierta a un foro de consulta con la comunidad artística. El evento se realizaría en la Biblioteca de México y sería un espacio de diálogo y de escucha.

La consulta fue un desastre. El primer cuestionamiento de los asistentes fue sobre la ausencia de Mario Bellatin como director del FONCA. En seguida, el coordinador general presentó unas diapositivas perfectamente a tono con el discurso gastado de la 4T: en el FONCA también había minoría rapaz, moches, artistas fifís, corrupción, etc. Para entonces, el hartazgo de los asistentes se había transformado en franca confrontación y en abucheos, y aquello se convirtió en un verdadero sainete sin pies ni cabeza, ni propuesta, ni consulta, ni nada.

Y así vamos. Bellatin fue “renunciado” unos días después, en medio de la incertidumbre sobre cuál es, en concreto, la propuesta de la 4T en política cultural. Hoy, AMLO ha perdido el apoyo masivo de la comunidad artística.

Palos de ciego. La política cultural del nuevo gobierno es, en realidad, la misma que su política general: no hay propuestas ni rumbo fijo, pero sobran la ocurrencia y la palabrería, la imposición y el disparate.La política cultural del nuevo gobierno es la misma que su política general: no hay propuestas ni rumbo fijo, pero sobran la ocurrencia y la palabrería.

Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com

Abril 2019

En un pasaje de su novela La Taberna, Émile Zola narra la visita de unos recién casados y sus invitados al Louvre, uno de los museos más importantes del mundo. En la época de Zola, y en la nuestra, el Louvre tenía una relevancia innegable debido a la gran cantidad y variedad de obras plásticas que guarda en sus salas. Algunas de las piezas artísticas más importantes –con la injusticia que puede cometerse con este enunciado– son La Gioconda, Las bodas de Caná, La libertad guiando al pueblo, La victoria alada de Samotracia y La barca de Dante. Los personajes de Zola que visitan el museo son trabajadores de las clases más bajas de París: una lavandera, varios plomeros, una pareja de cadenistas y una portera, entre otros. Quien los guía es el jefe del novio.

A pesar de los intentos del guía, más o menos buenos, para que los visitantes disfruten las obras que tienen delante, no lo logra. Para ellos las piezas que corresponden a las primeras civilizaciones de la humanidad son feas y los símbolos que caracterizan a otras les resultan imposibles de comprender. Cuando se hallan frente a La Gioconda, lo más que les provoca es el recuerdo de una tía suya parecida a la del cuadro. El nacimiento de Venus solamente les genera morbo, por la vista de los senos de la diosa. Reacciones similares se suscitan en los invitados ante el resto de las obras que se encuentran en el museo.

Sería demasiado iluso creer que esas gentes serían capaces de apreciar la complejidad estética de estas obras en su primer acercamiento a ellas. No porque el arte sea algo que solo las personas de las clases medias y altas pueden comprender, sino porque el gusto estético y la comprensión del significado de las obras de arte son consecuencia de la educación. En buena medida, ésta solo puede adquirirse mediante el acercamiento constante a las obras de arte. Cuantas más veces se vea una pintura o una escultura, o se escuche una pieza musical, las personas pueden notar más detalles de las obras, ya que en la primera vez éstos pasan desapercibidos y no contribuyen a que el observador advierta su belleza o interés.

Desgraciadamente, en un sistema económico en el que se privilegia la búsqueda de ganancias monetarias, es casi imposible que las clases más desprotegidas tengan acceso a este tipo de creaciones, ya que su acercamiento a ellas implica gastar un dinero que, en la mayoría de los casos, debe destinarse a la satisfacción de las necesidades básicas de cada familia: comida, ropa, transporte, luz, etc. Para que el trabajador piense siquiera en la posibilidad de acudir al teatro, al museo, a alguna exposición o concurso de arte, es indispensable que antes cubra sus necesidades materiales inmediatas, porque si no tiene para alimentar a su familia, no puede optar por la educación de sus gustos estéticos.

Los personajes de Zola reaccionan, en estricto sentido, como cualquier trabajador que por primera vez entra en relación con las grandes obras artísticas que la humanidad ha producido; y para que su indiferencia y franco disgusto puedan ser erradicados es necesario que el acercamiento de las clases trabajadoras a las grandes obras de arte se realice con base en la superación de la desigualdad que las aleja de ellas. De otra manera, será imposible.


Jenny Acosta es investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales
jennyvav2@gmail.com

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