Historia y responsabilidad

Abril 2023

Tiro por viaje surge cierto argumento falaz que poco a poco ha ido adquiriendo todas las características de un comodín lógico, de una suerte de salvoconducto retórico similar a las antiguas cartas oficiales que aseguraban la inmunidad diplomática absoluta de su portador. Este subterfugio deriva a grandes rasgos de un razonamiento básico: nuestros problemas, los grandes problemas de nuestro país, se han creado a través de más de medio siglo de gestiones corruptas, de administraciones apátridas, de gobiernos inmorales. Se trata de problemas seculares. Por tanto, nadie, ni el individuo más bienintencionado, puede pedir un cambio veloz. Las cosas, se dice, no pueden cambiar en cuatro años, ni siquiera en doce o en veinte; la transformación va a tomar muchísimo más tiempo. ¡Paciencia!

A todas luces, el argumento anterior carece de sustento. Establece en primer lugar una relación mecánica entre la transformación prometida y la realidad que será objeto de la transformación. La primera pregunta que salta a la vista tiene que ver con el tiempo que hay que esperar antes de estar en condiciones de poder pedir resultados a los responsables de una situación, puesto que, si nuestros grandes problemas se formaron durante casi un siglo, ¿tenemos que esperar entonces la misma cantidad de tiempo antes de obtener el derecho legítimo de pedir resultados y de ensayar una solución distinta? Tan sólo desde un punto de vista aritmético esto resulta inadmisible. Ni el más paciente o indolente de los seres humanos estaría dispuesto a esperar tanto tiempo antes de levantar la mano y exigir resultados concretos. De donde puede inferirse que las grandes y verdaderas transformaciones sociales no responden a mezquinas consideraciones aritméticas, a criterios puramente cuantitativos. El absolutismo francés había durado más de un siglo. La revolución francesa de 1789 no exigió sin embargo la misma cantidad de tiempo antes de transformar la sociedad correspondiente. Si Danton o Robespierre hubieran creído que la revolución en curso respondía sólo a criterios cuantitativos habrían muerto esperando que el cambio cayera en sus manos como fruta madura. La revolución rusa tampoco respetó los derechos de antigüedad del zarismo, el rancio abolengo de la dinastía Románov, la cual ostentaba hacia 1917 la respetable vetustidad de poco más de 300 años. Ni siquiera la revolución mexicana tuvo la cortesía de pedir treinta años de gracia antes de extirpar el viejo régimen porfirista. En realidad, la historia procede a partir de saltos que representan otros tantos momentos de ruptura de lo progresivo, otros tantos momentos de transición de lo cuantivativo a lo cualitativo, de “catarsis” que significan en fin la transición de lo objetivo a la subjetivo, de la necesidad a la libertad, del momento económico estructural al momento ético-político de la revolución.   

Pero el argumento se repite no obstante tiro por viaje, alegándose que ni el actual presidente de la República ni el partido en el poder pueden cambiar en dos años, ni siquiera en seis más, la compleja situación del país, situación que ha sido creada en el curso de un tiempo muy largo y venerable, cuando menos desde hace cincuenta años. Con esto se quiere decir en general que el presidente López Obrador no es el culpable o responsable de los numerosos y graves problemas que han surgido en México desde que asumió el poder en 2018, sino una víctima, ¡una más!, de la historia ominipotente. Desde este punto de vista el actual presidente de la República ha hecho exactamente todo lo que ha podido hacer, o también, ha podido hacer precisamente lo que ha hecho, ni más ni menos. Todo esto plantea el problema de la responsabilidad histórica de los llamados artífices o sujetos de la historia. La cuestión se puede resumir en una sola pregunta: ¿el presidente López Obrador es responsable de la crisis social que estamos padeciendo los mexicanos en estos precisos y aciagos momentos?

¿Hasta dónde puede hablarse de responsabilidad histórica individual? “Querer es poder”, sentencia una expresión popular muy conocida, con lo cual se quiere decir, poco más o menos, que “cuando se quiere, se puede”. Pero aquí, como en tantos otros lugares, la sabiduría popular expresa una verdad parcial. Hasta la experiencia común reconoce que un axioma que se lleva al extremo acaba por transformarse en su contrario, dialéctica que reconocen los propios proverbios cuando establecen por ejemplo que summum jus, summa injuria. Cierto. El derecho abstracto, si es llevado a su límite, se transforma en injusticia. “Toda verdad, escribió Lenin, si se exagera, si se extiende más allá de los límites dentro de los cuales es realmente aplicable, puede ser llevada al absurdo, y, en las condiciones señaladas, se convierte infaliblemente en absurdo.” “La razón se convierte en sinrazón; el alivio en un tormento”.

“Querer es poder”, “cuando se quiere, se puede”, cualquiera de ambas expresiones de sabiduría popular revela un punto flaco que la acaba convirtiendo en un arma de doble filo cuando se aplica en la práctica más cotidiana, puesto que, o bien provoca una saludable inyección de energía a un espíritu más o menos abúlico, o bien alienta la persecución de objetivos irrealizables, en cuyo caso, la energía y el entusiasmo iniciales se convierten poco a poco y a la postre en frustración, sensación amarga que desemboca en una posición permanente de pesimismo y de impotencia, porque por más esfuerzos que se hagan, por más que se insista y se batalle, nuestro deseo, nuestra meta, nuestro sueño más caro, nunca cuajan, nunca coagulan, estrellándose como olas impotentes contra el farallón de la realidad invencible. En este caso, la voluntad, la iniciativa personal, la actividad consciente de los individuos, su energía práctica, su libertad, parecen chocar, parecen contradictorias con respecto a una necesidad que las coarta, que las limita y que  termina destrozándolas en mil pedazos, sobreviniendo enseguida la desilusión más atroz.   

Sin embargo, esta concepción de la libertad no logra más que oponer el querer a la realidad objetiva estableciendo un abismo infranqueable entre el sujeto que quiere y no puede, por un lado, y el objeto necio que resiste los embates de una voluntad no menos necia, por el otro. En este caso, el sujeto que quiere opone sus deseos a la realidad en lugar de hallar un puente que una ambos polos, en vez de hallar la manera de unir sus ideales con la propia realidad. “Las pruebas de falta de carácter y de pasividad son el soñar y el fantasear”.

Desde un punto de vista no dialéctico, libertad y necesidad constituyen en efecto dos conceptos que se excluyen mutuamente, es decir, lo que es libertad no es necesidad, y viceversa, lo que es necesidad no es libertad. A este respecto, los materialistas franceses del siglo XVIII mantenían un punto de vista metafísico. A pesar de que consideraban que todas las funciones psíquicas de los seres humanos no eran más que sensaciones transformadas (contra la idea en boga de que había principios innatos en el ser humano), cuando se veían en la terrible disyuntiva de tener que explicar el movimiento histórico efectivo no podían menos que anteponer la idea opuesta, a saber, que las opiniones y creencias e ideas de los seres humanos determinaban el desarrollo del mundo, determinaban en una palabra las relaciones sociales, el medio ambiente social. De esta suerte, los materialistas franceses caían en una contradicción irreductible asegurando por una parte que los individuos estaban determinados por su medio social, mientras de otro lado suponían que el medio ambiente social estaba determinado a su vez por los propios seres humanos, por sus distintas opiniones e ideales.

Los materialistas franceses caían por tanto en trampas prácticas insolubles, en contradicciones teóricas insalvables. Si bien reconocían la tesis materialista de que el medio ambiente social determinaba la conducta de los hombres, admitían también el punto de vista idealista de que la opinión determinaba el medio ambiente social. De esta manera, concluían por una parte que los seres humanos no podían cambiar su medio ambiente porque ellos mismos, los propios individuos, estaban condicionados por el medio ambiente; admitían sin embargo por otro lado que las opiniones, la ilustración progresiva de los individuos, podían, a pesar de todo, transformar las propias condiciones materiales de existencia de los seres humanos.

Los materialistas franceses suscribieron por consiguiente una concepción de la historia que explicaba los acontecimientos históricos a partir de las cualidades positivas o negativas de los individuos que llegaban a detentar el poder político. A este respecto, los materialistas franceses del siglo XVIII terminaron por crear la figura del buen príncipe, del príncipe moral, ilustrado, del político que, superando la contradicción entre la libertad humana y la férrea necesidad impuesta por el medio social, modificaba a partir de sí mismo, verdadero deus ex machina, un ambiente social de otra modo incorregible. En estas circunstancias, los materialistas franceses comulgaron con una teoría no materialista de la historia, teoría que, a grandes rasgos, establecía que la historia respondía a los designios, a las intenciones, a las ambiciones, de los grandes hombres, de los héroes intelectuales o políticos. De esta manera el proceso histórico quedaba reducido a la categoría de un juego desordenado del azar, una serie infinita, una secuencia interminable de pasiones e intenciones individuales en pugna, en conflicto incesante. La libertad se escindía aquí de la necesidad.

En contraposición a las ideas históricas de los materialistas franceses, el idealismo alemán, idealismo dialéctico, descubrió que el proceso histórico revestía una apariencia engañosa. Uno de los principales descubrimientos filosóficos del idealismo alemán, idealismo dialéctico, estuvo precisamente en la comprensión de la relación entre la libertad y la necesidad. Esto representó un gran avance en relación con los puntos de vista más característico, con el modo de ver más propio, de los materialistas franceses del siglo XVIII. El idealismo alemán estableció precisamente la unidad entre libertad y necesidad, descubriendo la relación dialéctica entre ambas. Sí, la historia presentaba el aspecto de un juego desordenado del azar, pero los motivos ostensibles de los hombres no agotaban el fenómeno. Más todavía. La libertad, es decir, las acciones conscientes de los seres humanos, se convertía en necesidad, y la necesidad se convertía, a su propia vez, en libertad. Esto se puede ver muy fácilmente si se considera que, al mismo tiempo que actuamos de un modo totalmente libre, esto es, consciente, aparece inconscientemente en nuestras manos como resultado una cosa de la cual nunca hemos sabido la intención, y que nuestra libertad dejada a sí misma nunca habría estado en condiciones de producir por sí misma. Esto quiere decir que las acciones humanas producen algo distinto de lo que los propios individuos proyectan y logran.

A este respecto, el idealismo dialéctico alemán superó el pensamiento metafísico del materialismo francés de la Ilustración. Los grandes idealistas alemanes reconocieron que el desarrollo de la historia ofrecía el aspecto de una lucha interminables de pasiones e intenciones individuales, pero advirtieron la existencia de una necesidad “allí donde sólo se veía a primera vista el juego desordenado del azar”. En este sentido, Schelling concluyó que las acciones conscientes de los hombres, esto es, la libertad, se convertía en necesidad, de la misma manera que la necesidad se convertía en libertad. Y Hegel compartió la idea de Schelling.

El problema de la responsabilidad histórica sigue en términos generales el marco que establece la relación de unidad que prima entre libertad y necesidad. Pero cabe aclarar que aceptar el determinismo de la necesidad no conduce al fatalismo. Y los ejemplos abundan: Mahoma, Oliver Cromwell, Martín Lutero. “Piénsese que ni siquiera el concepto de «predestinación», propio de algunas corrientes del cristianismo, extingue el llamado «libre albedrío», debido a que el individuo acepta «voluntariamente» la voluntad divina”, advirtió Antonio Gramsci.  

De esta manera parece más o menos evidente que los seres humanos, más que responsables del proceso histórico, son sus víctimas muchas veces inconscientes. Esto quiere decir que, los individuos no somos, como muchas veces creemos, arquitectos de nuestros propio destino, por lo menos no al nivel que quiere el lugar común cuando asegura que cada uno labra su propia suerte si se muestra intrépido: “la fortuna favorece a los audaces”.

Por supuesto que nosotros hacemos nuestra historia, pero la hacemos bajo circunstancias que nosotros mismos no hemos elegido, bajo condiciones que las generaciones anteriores nos han legado. Esto quiere decir la célebre frase de Carlos Marx a propósito de que “la tradición de los muertos oprime como una losa, o como una pesadilla, el cerebro o la cabeza de los vivos”. Le mort saisit le vif! Pero Marx no hablaba tan sólo de condiciones objetivas en el sentido más estrecho de la palabra, hablaba también de otro tipo de objetividades, de cosificaciones, de materializaciones más opresivas aún que las propias condiciones materiales, como los imperativos morales, las normas universales, las distintas obligaciones éticas, idealizaciones de toda clase que surgen sobre la base del proceso de la producción material, pero que se reifican materializando lo ideal, que se cristalizan adquiriendo un género especial de objetividad y constriñendo las acciones aparentemente muy libres de los seres humanos. “La tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres”, dijo Federico Engels alguna vez.” Es verdad. “La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis inertiae de la historia.”

Ni siquiera los “grandes hombres” juegan el papel que generalmente se les atribuye. La opinión común los concibe como los verdaderos hacedores de la historia. Ellos son quienes deciden las leyes, quienes las promulgan, quienes las ejecutan. Pero esto no es más que una ilusión óptica que nos hace desatinar. A este objeto, basta con sopesar un par de casos de historia contrafactual. Por ejemplo, Napoleón Bonaparte. ¿La historia habría sido distinta si Napoleón Bonaparte hubiera muerto antes de 1789? A primera vista, la respuesta no puede ser más que afirmativa. Si Napoleón hubiera muerto antes de tiempo, la historia de Francia habría sido completamente distinta. Sin embargo, la primera respuesta, la que nos parece más lógica, más natural, casi nunca es la respuesta correcta, pues si bien la muerte prematura de Napoleón habría significado una alteración de los rasgos particulares, específicos, que esta personalidad sobresaliente le imprimió a la historia, no habría alterado aun así su tendencia más general. Lo mismo pasaría en el caso de un gran artista, de un genio de la pintura o de la música, o de cualquiera de las bellas artes. Si Leonardo o Miguel Ángel hubieran muerto antes de tiempo, el Renacimiento habría avanzado de todos modos, aun sin ellos, puesto que ellos dos no eran sino la expresión más perfecta, más acabada, de esa tendencia de la pintura, pero no la agotaban por completo ni siquiera entre ambos.

El problema de la responsabilidad histórica expresado en los términos de la relación dialéctica entre necesidad y libertad viene a cuento por una razón más que evidente. A estas alturas del sexenio en curso parece más o menos claro que la “cuarta transformación” en general ha dado ya todo de sí, y resulta mucho más claro todavía que el presidente López Obrador en particular no puede hacer (o deshacer) más de lo que ya hizo y deshizo, es decir, por supuesto que puede hacer más, pero tan sólo en un sentido puramente cuantitativo. En un sentido cualitativo su proyecto de “transformación” alcanzó ya desde hace rato toda la profundidad que podía alcanzar, el punto máximo de profundidad de que era capaz. El famoso “cambio de régimen” que no de gobierno cuyo desenlace inminente se anunció desde mucho antes de 2018 “en medio de terremotos y explosiones” como “un gigante advenimiento” que cimbraría hasta sus centros la tierra de México (“¿Va a nacer un volcán? ¿Un río de fuego? ¿Se alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella?”)… terminó muy pronto como el proverbial parto de los montes, engendrando entre gritos y sombrerazos el ridículo ratoncito que representa un hilarante “posneoliberalismo” que casi nadie toma en serio.

Así las cosas, parece claro también que el gran “transformador” responde, incluso más de lo que él mismo se alcanza a imaginar, a un conjunto de condiciones objetivas que determinan su libertad aparente, que lo constriñen, que lo obligan, por más que él mismo se empeñe en ir contra ellas, a hacer sólo lo que está haciendo efectivamente: en estricto sentido, no puede hacer más de lo que ya hizo, viéndose entonces en la necesidad inevitable de resucitar los espectros del pasado de México con el único objetivo de representar este episodio de la historia nacional vestido con el disfraz de una antigüedad venerable que le permita ocultarse a sí mismo el contenido a todas luces limitado de su “titanomaquia”.  

No sin razón se hizo vagar el espíritu inveterado de Lázaro Cárdenas con motivo de la conmemoración del 85 aniversario de la expropiación petrolera que se realizó en el zócalo de la Ciudad de México el 18 de marzo de los corrientes. Las comparaciones no se hicieron esperar. Si Cárdenas expropió el petróleo en 1938, el presidente López Obrador hizo lo propio con el litio en 2022. Si Cárdenas tuvo que decidir entre Francisco J. Múgica y Manuel Ávila Camacho, el presidente López Obrador se halla hoy en una encrucijada casi idéntica… teniendo que escoger entre las “corcholatas” que todos conocemos. “¡Nada de zigzaguear!”, tronó la caricatura del viejo Cárdenas. Pero en todos estos casos la frase “revolucionaria” desborda el verdadero contenido de la “cuarta transformación”. En realidad, la expropiación de 2022 parodia a la de 1938 del mismo modo que la disyuntiva obradorista de la sucesión presidencial representa la comedia de la disyuntiva cardenista. Es natural. Cuando se quiere y sin embargo (¡ay!) no se puede, cuando “querer” no se transforma en “poder”, cuando las montañas parturientas terminan dando a luz al mísero ratón “posneoliberal” de la austeridad franciscana, es preciso recurrir a las consabidas conjuraciones de los muertos. En estas circunstancias, la “cuarta transformación” se ve obligada a extraer del pasado nacional la pizca indispensable de poesía que requiere la representación de cualquier parodia histórica, teniendo que remontarse a los recuerdos de la historia de México sólo para aturdirse acerca del contenido propio de su propia gesta y no encontrarse en el terrible predicamento de cobrar conciencia de que el cambio de régimen prometido ha acabado en chasco o fraude grotesco. ¿Querer es entonces poder? ¿O se quiso, pero no se pudo?

“No digas que no puedes, sino que no quieres”, escribió no obstante Lenin en el ¿Qué hacer? En efecto. “Cuando se quiere se puede” sólo si la libertad se identifica con la necesidad, si no se opone abstractamente lo que se “quiere” a lo que se “puede” en los “días pequeños” de los períodos de calma que preceden a los “días grandes” de las tempestuosas crisis revolucionarias. “Querer es poder” sólo si el sujeto no se separa románticamente del objeto, si se combinan prosa y poesía, “ser” y “deber ser”, cuando el mecanismo de la necesidad se subvierte y surge el momento de la “catarsis” social, cuando llega la hora de la situación revolucionaria que se transforma en crisis revolucionaria permitiendo la transición de lo cuantitativo a lo cualitativo, de lo objetivo a lo subjetivo, el salto de la necesidad a la libertad que rompe la continuidad histórica estableciendo la posibilidad efectiva de poder todo lo se quiere.

Pero las grandes transformaciones no son resultado de actos individuales ejecutados por personalidades o minorías más o menos sobresalientes que colocándose por encima de la contradicción entre la libertad humana y la necesidad objetiva modifican a partir de sí mismas el medio ambiente social enfermo. “Querer es poder” sólo para las grandes masas que alcanzan la conciencia de clase para sí y cuya emancipación sólo puede ser obra de ellas mismas como resultado de un acto social que no oponga el querer al poder, sino que represente la necesidad objetiva misma hecha libertad.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

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