Marzo 2023
El Salvador es un país que se forjó entre la contradicción de un pueblo trabajador súper explotado y una élite depredadora que concentraba obscenamente la mayor parte de la riqueza. Para 1970, las llamadas cuarenta familias, es decir, el dos por ciento de una población de tres millones de ciudadanos, poseían y usufructuaban la mayor parte de la tierra fértil dedicada al cultivo del café. La campiña extensa, apacible y reverdecida por el color del arbusto, era en realidad, para las mayorías, un campo de muerte puesto que, a mayor tierra destinada para la cafeticultura, menos tierra disponible para los campesinos de El Salvador. Los salvadoreños pasaban su tiempo trabajando entre sus pequeñas parcelas, insuficientes para alimentar a sus familias y las grandes plantaciones de café, incapaces para emplearlos todo el año como jornaleros. Tanto trabajo les sirvió para muy poco.
La polarización política y económica y la terrible desigualdad y explotación de los trabajadores agrícolas, acompañada por el arribo de la ideología revolucionaria del marxismo leninismo y la conformación de guerrillas para combatir a la oligarquía económica y al ejército salvadoreño, condujeron en 1980 a una guerra civil con más de 75,000 personas asesinadas y medio millón de ciudadanos desplazados, víctimas, en mayor medida, de los escuadrones de la muerte, el ejército y la ayuda de Estados Unidos.
En los primeros años de la década de 1990, una coalición política amplia, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMNL), conformado por organizaciones guerrilleras inspiradas en el modelo de organización leninista, activas desde la década de los setenta, intentó poner freno a la ambición predatoria de las élites salvadoreñas, insertándose en el sistema democrático para conseguir, por medio de las elecciones, la representación de muchos ciudadanos que se encontraban excluidos del sistema político. Desde esa fecha hasta 2019, el país se movió entre los representantes de la oligarquía salvadoreña y gobiernos emanados del FMLN con poco éxito en la elevación del nivel de vida de los pobres, la repartición equitativa de la riqueza o la promoción de la movilidad social.
En 2019, luego de 30 años de bipartidismo, arribó al poder Nayib Bukele, un outsider de la política, cortado con el mismo molde que Javier Milei, Volodymir Zelensky o Samuel García; joven, desenfadado, apolítico, con fuerte presencia en las redes sociales, cool, irreverente. Se le llegó a denominar el presidente de Twitter debido a que algunas acciones, como la remoción de sus colaboradores de gabinete, las despachaba desde el espacio virtual, con una actitud azas bromista y ligera. Para la opinión pública, el perfil de Bukele era el de un político joven, un neutral gestor del Estado sin la desventaja y el peso de adherirse a alguna ideología concreta, trabajador, y con un discurso contra la corrupción y a favor del combate a las maras y a la delincuencia del país.
La llegada de Bukele, con un amplio grado de aprobación popular, gracias en parte a los errores políticos y las promesas incumplidas del FMLN, a la proliferación de grupos delictivos y la continuación de la pobreza se celebró en la prensa internacional. El presidente de moda, lo llegaron a llamar. Sin embargo, esta no es la gran noticia que se nos ha querido vender. Bukele ha abierto paso a un tipo de liderazgo muy peligroso para todos los países de América Latina.
Lo cierto es que, ya afianzado en el poder, su discurso ha cambiado y se ha adaptado y lo que en la campaña presidencial parecía aséptico se ha llenado de un contenido sumamente turbio. Quizá lo más notorio sea su postura frente a la religión. De ascendencia palestina y raíces musulmanas –su padre fue el líder de la comunidad islámica en El Salvador–, las creencias religiosas de Bukele no fueron parte fundamental de su ascenso al poder. De hecho, durante su campaña electoral manifestó que no profesaba ninguna religión en concreto. Pero una vez en el poder, la figura de Dios en su discurso ha tenido un papel clave. Esta asociación no es inocente y ha resultado peligrosa. En un país sumamente creyente, el discurso de la presencia de Dios en el Estado es un elemento altamente legitimador que dispensa a la autoridad estatal de cualquier responsabilidad y de rendición de cuentas. De repente, El Salvador tiene una misión histórica: la lucha contra la delincuencia; y Bukele es una herramienta de Dios pues a través de él se revela la voluntad divina.
La acción estrella de su gobierno, que, por cierto, le ha reportado un alto grado de aprobación popular en las encuestas, ha sido la guerra contra las pandillas. Desde hace ya varios meses, después de varios guiños autoritarios y antidemocráticos, Bukele decretó un estado de excepción que le permitió sacar al ejército a las calles, perseguir y detener a individuos sin respetar los derechos humanos y las garantías constitucionales y detener masivamente a ciudadanos sospechosos de participar en las maras y en el pandillerismo. Todo un caso de eugenesia y de limpieza social. En apenas unos años, el CEO de El Salvador, el impulsor de la economía de las criptomonedas ha devenido de joven tecnócrata a serio aspirante de dictador. Todo esto sin consecuencias aparentes. Lo curioso es que, al contrario de lo que sucede con otros líderes populares del cono sur, sus excesos antidemocráticos pasan sigilosamente por debajo del radar.
Dominado por un populismo punitivista y un mesianismo descarado, el presidente Nayib Bukele ha declarado la guerra a las maras para reducir el número de homicidios y la ola de violencia que se ha instaurado en El Salvador desde hace algunas décadas. Las imágenes de la guerra contra el crimen son bastante explícitas, y el sadismo irónico y triunfalista con que el presidente Bukele se refiere a lo anterior contorna una práctica belicista que termina por deshumanizar a los supuestos criminales; que atenta contra los derechos humanos, las garantías individuales y la dignidad de las personas; que contraviene los mínimos de un Estado de derecho, impide el derecho a la reinserción social y no repara los daños a las verdaderas víctimas de la delincuencia. En cambio, ofrece un obsceno, grandilocuente y terrible espectáculo de poder omnímodo del Estado, dominado por un hombre fuerte, que somete y humilla a los delincuentes.
Es evidente que esta imagen que ha ofrecido Bukele y la política de mano dura o de guerra sin tregua contra la delincuencia, a menudo es bien apreciada por la mayoría de votantes y la opinión internacional. De hecho, la reducción, la deshumanización y la invisibilización del enemigo ha suscitado muestras de apoyo. Pero, de nuevo, esta no es la gran noticia que nos intentan vender. ¿Quiénes son los pandilleros? La respuesta sencilla sería delincuentes que necesitan ser perseguidos, encerrados, y, si se puede, destruidos. Sin embargo, en un análisis histórico, los pobres globales, excluidos y hacinados en las grandes barriadas, convertidos en criminales peligrosos, no son sino víctimas de un sistema de exclusión, segregación y persecución que ahora son vistos como indignos y responsables de su propia condición.
No se trata de condonar la criminalidad, sino de denunciar un sistema que asfixia a los desposeídos y luchar por cambiarlo de raíz. De cualquier forma, la estrategia de seguridad de Bukele es, entre otras cosas, un gran operativo de limpieza social que busca la seguridad de las clases dominantes ante la preocupación de la defensa de su propiedad privada y sus privilegios frente el descontento de las masas cada vez más empobrecidas, una forma nueva de apartheid social.
Finalmente, Bukele está dando pasos firmes hacia la constitución de un gobierno dictatorial en El Salvador. Recientemente ha logrado que sus magistrados leales de la Sala Constitucional reinterpreten la Constitución para permitirle la reelección sin llevar el debate al parlamento. Y la reelección parece segura. La falta de alternativas reales para combatir dentro de El Salvador el nuevo bukelismo, aprendiz de Trump o Bolsonaro, hace que el panorama se vislumbre más peligroso de lo que podríamos imaginar. Y es que, como decía Marx sobre Thiers, “no hay nada más peligroso que un mono, a quien le fue permitido durante algún tiempo, dar rienda suelta a sus instintos de tigre.”
Aquiles Celis es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.