Marxismo y belleza. El juicio de Plejánov

Febrero 2023

En El arte y la vida social, el más importante de los trabajos sobre estética del marxista ruso Gueorgui Plejánov, y uno de los textos más influyentes en la estética marxista posterior, podemos hallar el pasaje siguiente: “El lector conocerá seguramente a los artistas llamados cubistas. Si tuvo ocasión de contemplar sus obras, creo no equivocarme al suponer que éstas no le han causado emoción alguna. Por lo menos, en lo que a mí se refiere, el cubismo no me produce nada que se asemeje al goce estético. «¡La estupidez elevada al cubo!». He aquí las palabras que involuntariamente nos vienen a los labios en presencia de estos pretendidos ejercicios artísticos”.

Este juicio de Plejánov ha envejecido mal. Pero si bien pudiera parecer un exabrupto espontáneo descontextualizado al tomarse como cita aislada, el pasaje en cuestión es un punto de llegada: se desprende de un razonamiento previo que Plejánov expone con una sofisticada precisión argumentativa.

El cubismo, nos dice, es una interpretación distorsionada de la realidad, derivada directamente de la proclama artística de que los objetos de la realidad, y por tanto sus formas precisas, son incognoscibles a nuestros sentidos. Por tanto, sobre la objetividad de tal realidad material prima la percepción, la apreciación subjetiva del yo, la personalidad.

Contra este postulado gnoseológico, de corte claramente anti-materialista, se alza Plejánov y lo lleva hasta sus últimas consecuencias: “Para encontrar lo nuevo hay que saber buscarlo. El que es sordo a las nuevas doctrinas del movimiento social, aquel que no cree que existe otra realidad que su «yo», no encontrará nada en sus investigaciones por hallar algo «nuevo», a excepción, claro está, de nuevos absurdos”.

Resulta al menos incómodo que una exposición tan clara, tan coherente, deba conducir necesariamente al juicio de denostar al cubismo como “estupidez elevada al cubo”. A manera de epílogo, el autor incluyó una polémica con Lunacharski precisamente a propósito del juicio sobre la belleza. Es ahí donde pueden rastrearse las inconsistencias del planteamiento plejanoviano.

Plejánov suscribe la presunta objeción de Lunacharski: “No hay ni puede haber criterio absoluto de belleza”. Y continúa con toda seguridad: “Pero si no hay criterio absoluto de belleza, si todos los criterios son relativos, esto no quiere decir que estemos privados por completo de toda posibilidad objetiva de juzgar si está bien realizado o no determinado designio artístico. Supongamos que el artista desea pintar la «mujer vestida de azul» [nombre del cuadro cubista del que se ha estado ocupando]. Si aquello que él representa en su cuadro se parece en realidad a dicha mujer, entonces diremos que consiguió pintar un buen cuadro. Pero si en vez de una mujer vestida de azul vemos en el lienzo unas cuantas figuras estereométricas, coloreadas en parte de tonos más o menos azules y en forma más o menos grosera, diremos que hizo todo menos un buen cuadro. Cuanta más relación haya entre la ejecución y el intento, o bien, empleando un término más general, cuanto más se identifique la obra de arte con su idea, tanto más afortunada será esta obra. He aquí la medida objetiva”.

Aquí Plejánov pasa, en rápida escalada, de formulaciones imprecisas a completos disparates. El gigante teórico, lastrado por el juicio de sus gustos personales, se desploma ante el problema dialéctico de la representación en la creación artística.

De este tipo de juicios se desprendió la crítica de toda una corriente marxista que acuñó el término peyorativo de “sociologismo” para señalar esta postura. Tal postura sociologista quiere del arte una copia fiel de la realidad, y no una representación; copia pedestre, en que el artista retrocede al papel de “medium” medieval, esta vez no de lo divino, sino de la materia.

Resulta que para Plejánov, el “criterio objetivo” de la belleza es en qué grado “se identifica la obra de arte con su idea”; pero esta formulación imprecisa, para ser coherente con el resto del planteamiento, debiera sustituir la palabra idea por objeto. Y precisamente este error contiene el punto nodal de la cuestión: en última instancia, el arte no representa objetos; representa ideas. Y el juez que proclame “criterios objetivos” de la belleza podrá sacar su cinta métrica para comparar la talla real de la mujer con la figura plasmada en un lienzo, para sentenciar a cuántos centímetros se quedó el artista de “realizar bien el designio artístico”. Pero sobre la correspondencia de la obra con la idea no podrá decirnos nada.

Otro error de Plejánov es el extrapolar la naturaleza del proceso de conocimiento científico a la naturaleza de la creación artística. Ya Marx indicaba la naturaleza particular del trabajo artístico frente al trabajo enajenado de la sociedad capitalista, pero la naturaleza de la representación en el trabajo artístico también presenta peculiaridades respecto a la representación que requiere la investigación científica. El error preciso consiste en extrapolar la teoría marxista del conocimiento que, como teoría general, exige una representación subjetiva lo más precisa posible al objeto estudiado, lo más fiel posible al fenómeno objetivo. La creación artística no funciona en absoluto de ese modo.

Con todo, si bien las ideas plejanovianas sobre el criterio de la belleza no llegaron muy lejos, sí lo hizo su teoría general del arte, punto importantísimo de la estética marxista. Independientemente de aristas particulares, la ideas centrales que Plejánov plasmó en El arte y la vida social, en concreto aquella sobre la naturaleza en última instancia material de la obra de arte, marcaron un punto de no retorno a favor del marxismo en la lucha ideológica sobre el origen de la obra de arte, y sobre la función social del quehacer artístico.


Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

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