Guillermo del Toro o las paradojas del éxito

Diciembre 2022

Opinaba un crítico que Guillermo del Toro es uno de esos personajes a quienes es imposible no querer. Simpático, humilde y desprendido, el cineasta mexicano encarna precisamente la contra-imagen del artista arrogante que el gran público odia veladamente: señores envanecidos, de mirada altanera y de palabras proféticas en tonos pedantes, al estilo de un Vargas Llosa o un Borges.

Tres noticias, casi simultáneas, volvieron a colocar al realizador jalisciense en los titulares. La primera fue el desacuerdo con la cadena de distribución Cinemex respecto a la exhibición de Pinocho, su película más reciente; luego de la negativa de Cinemex a exhibir la película, el cineasta lanzó un llamado de solidaridad a todos los espacios independientes de exhibición del país, llamado al cual respondieron instituciones como la Cineteca Nacional y la UNAM, así como muchísimos espacios independientes en los estados. Dos: Del Toro alzó la voz públicamente, y con bastante dureza, contra la Secretaría de Cultura por la precaria situación financiera que ha provocado en la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas; dicha situación propiciaría la cancelación este año de los premios Ariel, espacio central —y de gran valor simbólico— para la débil industria cinematográfica mexicana; el director se ofreció a aportar una parte de los recursos económicos necesarios para la premiación, si con eso se garantizaba su realización. Por último, el doctorado honoris causa que le otorgó la UNAM por su destacada trayectoria en el cine mundial y mexicano.

Debo confesar que me sorprendió la solidez intelectual y el amplio panorama cultural del realizador, cuya figura solo conocía a través de sus películas. Al hablar de su trabajo, de sus concepciones y de sus experiencias se expresa con bastante precisión, en palabras sencillas y directas, perfectamente asequibles, sin sacrificar en absoluto la profundidad de sus ideas. Su horizonte cultural no es nada estrecho; menciona sus referencias con sobriedad, sin los malabares de la grandilocuencia discursiva. Me parece que no es cosa menor, sobre todo en los mundos del cine comercial, hallar un artista de tal perfil.

El de Guillermo del Toro es un cine comercial; y no es una afirmación peyorativa. Él mismo se defiende contra quienes dicen que prefieren sus películas «más personales» diciendo que todas sus películas son profundamente personales. Y aquí se abre la primera puerta del viejo debate: ¿puede el lenguaje del artista ser personal, auténtico, cuando se le somete a los criterios de la industria comercial? Del Toro parece afirmar que sí; él afirma que su cine es auténtico y personal. Después de todo, agradar o desagradar al público, acercarse o alejarse intencionadamente de él, también es una postura artística. Y de hecho, la fórmula de Del Toro funciona perfectamente: una narrativa sencilla y directa, un universo visual característico, y una reinvención de temas en torno a la fantasía. Su propuesta conmueve a millones de espectadores alrededor del mundo.

Su postulado es firme: las películas deben conectar con el público. Pero esta es una consigna peligrosa. ¿Hasta qué grado las exigencias del gran público determinan también el lenguaje del artista? Finalmente, como afirmaba Theodor Adorno sobre la música, la característica principal del cine comercial es precisamente la estandarización, la predominancia de fórmulas más o menos rígidas y, por tanto, predecibles. ¿Puede un artista que eleva (o reduce) como criterio máximo de su trabajo el agradar al gran público, salirse de los estrechos marcos de la industria para avanzar en la construcción de un lenguaje todavía más personal?

Creo haber aprendido que la única forma de que un artista pueda desplegar por completo sus capacidades artísticas es trabajando en el medio adecuado. En este sentido, es claro que el cine de Guillermo del Toro solo funciona, precisamente, en ese contexto: el de un cine de intención artística, pero principalmente comercial.

Solo que aquí el propio Del Toro comete un error de perspectiva. Al referirse a la precaria situación de la industria cinematográfica mexicana, en el contexto de su desacuerdo con la Secretaría de Cultura ya mencionado, el director arremetió en un tono bastante irrespetuoso contra el cine comercial mexicano, colocando los nombres de Eugenio Derbez y Omar Chaparro como ejemplo de pobre calidad; y en contraparte, citaba como cine de alta factura el trabajo de algunas realizadoras mexicanas, como Tatiana Huezo o Alejandra Márquez Abella. El centro de su argumento es claro: el cine comercial, por serlo, no requiere de estímulos financieros de las instituciones culturales públicas, como sí lo requiere el cine artístico.

Hasta aquí estamos todos de acuerdo. Pero cuando Guillermo del Toro admite tácitamente que el cine comercial es de una calidad inferior, se abren de nuevo las puertas a las viejas discusiones. ¿En qué sentido puede calificarse de inferior el cine comercial? No digo que no lo sea, sino que es necesario establecer criterios claros; de hecho, en parámetros como el alcance masivo o la aplicación en gran escala de los adelantos tecnológicos, el cine comercial es bastante superior al cine artístico. Si hablamos en términos, digamos, más artísticos, como la profundidad de los temas o la experimentación técnica, puede concederse al cine artístico una posición preponderante. Y sin embargo, aún desde esta perspectiva, figuras del cine mundial como Pedro Costa o Lav Díaz —cuyas películas exigen un esfuerzo intelectual descomunal— podrían legítimamente alzar la voz contra una propuesta esencialmente comercial como la de Guillermo del Toro. Hablando francamente, si lo situamos ecuánimemente en el amplio espectro del cine artístico mundial, el cine deltoriano quedaría más cerca de Eugenio Derbez que de Tatiana Huezo.

Sea como sea, el cine de Guillermo del Toro tiene el mérito de haber logrado un sello profundamente personal en un medio dominado por lo homogéneo. Su lenguaje visual es accesible sin llegar a ser banal, y sus historias, todas en torno a temas fantásticos, se reinventan en cada nueva película. El laberinto del fauno (2006) ha sido calificada por algunos, quizá prematuramente, como su obra maestra. No lo podemos saber todavía, pero sí es una película que recoge con gran pulcritud los principales elementos de su lenguaje: un cine educativo y accesible, perfecto para quienes prefieren un cierto grado de intención artística sin sacrificar la sencillez narrativa.


Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

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