El marxismo y el arte: un dilema

Mayo 2022

¿Cómo es posible, se pregunta Marx en un célebre fragmento de los Grundrisse, que el arte y la epopeya griegos sigan proporcionando un goce estético siempre actual? Lo que la pregunta de Marx expresa es ciertamente el dilema fundamental que enfrenta toda teoría estética que no pretenda apelar a las leyes eternas de lo bello y del valor estético. Para la estética idealista la pregunta de Marx carece empero de sentido. El poeta alemán Angelus Silesius escribió en el siglo XVII: “La rosa es sin porqué”, y Jorge Luis Borges explicó mucho más tarde que este verso místico de Silesius expresa poéticamente la idea de que “la belleza es inexplicable”. ¿Resulta entonces que la rosa es sin porqué? La respuesta negativa puede parecer la más obvia. No, la rosa no sólo no es, sino que no puede ser sin porqué. El arte no solo no es, sino que no puede ser sin porqué.

¿Cómo es posible, pues, que el arte y la epopeya griegos ofrezcan un disfrute artístico duradero a través de los siglos? La pregunta de Marx resume, no importa que dilemáticamente, el problema que enfrenta toda teoría estética que no quiera ni pretenda recurrir al comodín de las leyes perennes de la belleza. La verdadera dificultad, advierte de entrada el propio Marx, no consiste ni de lejos en notar la relativa obviedad de que el arte guarda cierta relación con la estructura económica (en sus propias palabras: “… la dificultad no está en comprender que el arte y la epopeya griegos se hallen vinculados a ciertas formas de desarrollo social”).

“Yo no doy, confesaba Lenin en cierta ocasión a Clara Zetkin, ni tres perras chicas por ese marxismo que quiere derivar todos los fenómenos y todas las transformaciones operadas en la superestructura ideológica de la sociedad directamente y en línea recta de su base económica. No; la cosa no es tan sencilla, ni mucho menos”. Lo que sugieren las aceradas palabras de Lenin es que la tesis mecánica que se limita a establecer una simple relación causal entre los fenómenos que operan en la superestructura ideológica y su base económica no resuelve en realidad el verdadero problema de la estética materialista, a saber, la particularidad característica de que el arte no se deje limitar a su horizonte histórico originario, sino que lo trascienda, ofreciendo un disfrute o goce artístico siempre vivo y vigente a mujeres y hombres de épocas posteriores, incluso muy posteriores.

El arte, en suma, no puede ser reducido directamente a las bases económicas de una sociedad, habida cuenta de que la superestructura ideológica no es un efecto mecánico causal de la base económica. No existe en realidad en parte alguna una relación causa-efecto puramente unilateral, en la cual la base económica sea únicamente causa y las ideologías —el arte en primerísimo lugar— sean solo efecto, producto mecánico y pasivo del proceso económico, del desarrollo de las fuerzas productivas. “La realidad no consiste, aclara Engels, en que la situación económica sea causa, lo único activo, mientras que todo lo demás es simple efecto pasivo; sino que hay interacción sobre la base de la necesidad económica, que siempre se impone en última instancia”.

Bien es cierto que la estética idealista advirtió este carácter “especial” o específico del arte, postulando la autonomía inmanente del ámbito artístico de la actividad humana. Pero desde este punto de vista, resulta claro que la pregunta de Marx carece de sentido. El arte y la epopeya griegos siguen ofreciendo un disfrute artístico por la sencilla razón de que el arte es intemporal. Las leyes de lo bello y del valor estético son, pues, eternas, no históricas. El arte es inmune a las arbitrariedades de la contingencia. Y sanseacabó. Por la misma razón, Hegel contaba al arte entre las figuras del Espíritu Absoluto. Resulta claro que la estética idealista presupone muy a grandes rasgos que la experiencia del arte cae fuera de la historia, motivo por el cual todo encuentro con una obra de arte parece un encuentro con el individuo mismo, como si realmente no hubiera distancia histórica alguna —no simplemente temporal, sino sobre todo cultural, social— entre aquella y aquel, sino todo lo contrario, cierta extraña familiaridad (muy a pesar, dicho sea de paso, de las declaraciones de un Ortega y Gasset, quien afirmaba que “la mayor parte de los hombres mueren sin haber gozado jamás una auténtica emoción de arte. Sin embargo, se ha convenido en aceptar como tales el cosquilleo que produce un vals o el interés dramático que un novelón provoca”). Por lo mismo se dice que la obra de arte constituye un presente intemporal, lo que significa que tiene su propio presente, más allá de su origen histórico. La obra de arte, pues, no se deja limitar a su horizonte histórico originario, y de ahí que entre ella y el individuo mismo reine una simultaneidad absoluta. Por esta causa, parece no sólo posible sino incluso necesario que el arte y la epopeya griegos ofrezcan un disfrute artístico vigente para los seres humanos actuales. Entre la Ilíada y cualquiera de los individuos del presente puede privar una simultaneidad absoluta porque la Ilíada constituye por sí misma un presente intemporal, porque tiene un valor absoluto que resultaría inexplicable si la estética se atuviera a una perspectiva exclusivamente temporal, histórica.

El materialismo considera no obstante que el mundo es una totalidad material cuya existencia y desarrollo están regidos por una ley inmanente. No reconoce por tanto fuerza externa alguna que lo determine y ordene. El materialismo es, pues, una concepción inmanentista del mundo que no puede apelar a leyes eternas ni recurrir a imperativos trascendentales ahistóricos que tabulen en términos absolutos la belleza y el valor estético.

Lo que expresa problemáticamente la pregunta de Marx es, vale insistir, el dilema que enfrenta necesariamente toda teoría estética que no desee remitirse al subterfugio de las leyes inmutables de la belleza y del valor estético. No por otra razón se aventuró alguna vez la opinión, quizá un tanto exagerada pero reveladora, de que “la concepción de la estética es la piedra de toque de la interpretación del marxismo”. Y sí, porque la estética materialista exige que se resuelva la suerte de cuadratura del círculo que implica la necesidad de conjuntar lo temporal y lo eterno, es decir, el valor histórico y el valor absoluto de la obra de arte.

Se trata, como quería Georg Lukács, de sujetarse a una concepción estética que cumpla la doble exigencia de ser historicista sin caer en el relativismo histórico irracionalista y subjetivo; y objetiva sin abstraerse de la historia, sin recaer en la ficticia racionalidad de la legalidad determinista y dogmática. “¿Cómo escapar de la antinomia entre dogmatismo e irracionalidad, entre ciencia y conciencia, entre determinismo y utopismo?”, he aquí el “problema fundamental para el marxismo” según Lucio Magri. He aquí también el problema fundamental para la estética marxista. Una estética materialista que se desarrolle, pues, sobre la base de la unidad del materialismo histórico y del materialismo dialéctico, superando la antinomia filosófica tradicional entre necesidad y libertad, mostrando en suma la interrelación ontológica entre ambos polos de la obra de arte, su valor temporal o histórico y su valor eterno o absoluto.


Miguel Alejandro Pérez es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

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