Julio 2021
Alcanzar la igualdad entre mujeres y hombres en las posiciones políticas, laborales y académicas es, sin duda, un primer paso en el reconocimiento de las mujeres como seres humanos igual de valiosos que los hombres. No obstante, el cumplimiento cuantitativo de las cuotas de género no garantiza por sí mismo la consideración cualitativa de las mujeres; no garantiza que las acciones, contribuciones, e ideas de las féminas sean escuchadas o tomadas en cuenta en la misma medida que las del sexo opuesto; no garantiza que la existencia de la mujer sea reconocida con plenitud. La minusvaloración de la mujer se sostiene por la prevalencia de una sociedad androcentrista que otorga a los varones y a sus puntos de vista una posición central en el mundo, en la cultura y la historia. En este escrito ejemplifico el androcentrismo en la antropología, la investigación médica y la zoología.
Hasta 1990, los antropólogos identificaban como elementos determinantes en la estructura y funcionamiento de las sociedades humanas tempranas aquellos elementos atribuidos al sexo masculino: las herramientas de piedra más prominentes, la cacería, el arte, el poder político, la construcción de pirámides o la invención de la escritura. Relegaban u omitían los tópicos asociados con el sexo femenino, que también tuvieron una importancia enorme en la evolución humana: las prácticas de crianza, la socialización de los niños, las actividades sexuales y negociaciones sociales en torno a la muerte, el entierro y la herencia. Así, el hombre era el sujeto activo, el proveedor, el innovador, la quintaesencia de la humanidad, y esa “superioridad” masculina era algo natural e inevitable. Mientras la mujer –pasiva– quedaba fuera del dominio de la creación y la innovación (Moore, 1991; Kourany, 2012). En otras palabras, los hombres eran los protagonistas de la Historia, ellos habían generado todos los instrumentos que han hecho avanzar a la Humanidad y han protagonizado los episodios relevantes; las mujeres han asistido al desarrollo histórico como meras espectadoras del devenir humano (Lozano, 2011).
A pesar de que las mujeres habían sido siempre asociadas a la recolección de plantas y con su cultivo por los arqueólogos, cuando se trataba de explicar la profundidad del cambio sociocultural detonado por la agricultura, las mujeres desaparecían del escenario. Las explicaciones dominantes del surgimiento de la agricultura en las tierras orientales de Norte América: 1) postulaban a los chamanes (entendidos como hombres) y su uso ceremonial de sonajas elaboradas con calabazas como los catalizadores de la transición recolección-agricultura; 2) apelaban a los procesos automáticos de adaptación de las plantas en los entornos ecológicos alterados que rodeaban los asentamientos humanos (como si las plantas se domesticaran solas); o bien, recurrían a un proceso fortuito determinado por el patrón de deposición de los desechos humanos en lugares como los basureros o almacenes. Así, o fueron los hombres quienes inventaron la agricultura o la agricultura había surgido espontáneamente, pero en ningún caso se manejaba la posibilidad de que el conocimiento adquirido por las mujeres dado su trabajo como recolectoras y, posteriormente como horticultoras, haya tenido que ver en semejante descubrimiento (Lozano, 2011).
Gracias a recientes hallazgos, como los restos datados en cerca de 9.000 años de antigüedad encontrados en el yacimiento Wilamaya Patjxa, en los Andes Peruanos, ahora se sabe que la caza no era un dominio exclusivo de los hombres, que las mujeres, jóvenes de entre 17 y 19 años, participaban también en la caceria. “Ahora está claro que la división sexual del trabajo fue fundamentalmente diferente, probablemente más equitativa, en el profundo pasado de cazadores-recolectores de nuestra especie” dice Randy Hass, investigador en antropología de la universidad de California Davis y principal autor del hallazgo (Haas et al., 2020). Las distorsiones antedichas de la interpretación antropológica han ido desapareciendo poco a poco de la academia, pero aún se lleva hasta límites insospechados en las representaciones museísticas, en las ilustraciones de libros de texto y en los dibujos explicativos de yacimientos arqueológicos (Lozano, 2011).
En el caso de la investigación médica sucedía algo similar, principalmente en los Estados Unidos. A pesar de que las enfermedades cardiovasculares eran –y continúan siendo– la principal causa de muerte entre las mujeres, estas enfermedades fueron definidas hasta los años 90s como enfermedades masculinas: eran estudiadas prácticamente en hombres blancos, jóvenes y de clase media (Bueter, 2017). Ejemplo de ello es el resultado arrojado por un estudio publicado en la Journal of the American Medical Association. En él se analizaban todos los ensayos clínicos usados para tratar ataques cardiacos publicados en todas las revistas de lengua inglesa de 1960 a 1991. El resultado fue que menos del 20 por ciento de los objetos de estudio habían sido mujeres (Kourany, 2012).
Las consecuencias de dicha negligencia no eran triviales. Como las mujeres no eran investigadas en términos médicos junto con los hombres, por muchos años se ignoró que las mujeres presentan síntomas, patrones de desarrollo de las enfermedades y reacciones a los tratamientos distintos de los desarrollados por los hombres. En consecuencia, pocas veces se detectaban las enfermedades cardiacas en las mujeres y, lo que es peor, una vez que se detectaban, eran tratadas de manera incorrecta. Las medicinas que eran indicadas a los hombres causaban problemas en muchas mujeres. Es el caso de algunos trombolíticos (sustancias para disolver los coágulos sanguíneos) usados para tratar ataques cardiacos en los hombres, que provocaban problemas de sangrado en las mujeres. Algunas medicinas, como los antidepresivos, variaban en sus efectos a lo largo del ciclo menstrual, mientras que el acetaminofén y otras sustancias para aliviar el dolor eran expulsadas del cuerpo femenino más lentamente que del masculino (Kourany, 2012). Estudiar única o principalmente a los hombres resultaba en errores a la hora de prescribir medicamentos y dosis para las mujeres.
Dentro de la zoología, las hembras fueron por mucho tiempo automática y exclusivamente entendidas como madres (Zuk, 1993), como si ningún otro rol biológico o social existiese. Cuando en realidad, en el caso de varios animales sociales como las abejas y hormigas, las hembras son las que consiguen el alimento para la colonia. Además, la elección de macho que llevan a cabo las hembras ha sido identificada como el mecanismo responsable de la evolución de muchos de los caracteres sexuales físicos y conductuales que distinguen a los machos de ciertas especies (selección sexual); es el caso de los coloridos y frondosos plumajes de los machos de las aves paraíso o de las rutinas artísticas que lleva a cabo el pájaro saltarín azul, en la que el macho líder es apoyado por tres bailarines jóvenes para atraer la atención y voluntad de las hembras. Aunque la importancia de la elección de pareja efectuada por las hembras fue identificada como una fuerza de selección sexual desde Darwin (siglo XIX), su influencia en el estudio de la evolución biológica fue ampliamente desestimada hasta casi la última década.
La perspectiva social y cultural influye directa y fuertemente en lo que las ciencias estudian (objeto de estudio), así como en interpretación de sus hallazgos. Una sociedad androcentrista tejerá sus ramas dentro de la ciencia, las artes y la política… Algunas antropólogas feministas han demostrado que en sociedades prehistóricas donde imperaba la igualdad en las relaciones entre hombres y mujeres, los investigadores han sido muchas veces incapaces de percibir esta igualdad potencial porque insisten en traducir diferencia y asimetría como desigualdad y jerarquía. “Los investigadores, guiados por su propia experiencia cultural, equiparan la relación asimétrica entre hombres y mujeres de otras culturas con la desigualdad y la jerarquía que presiden las relaciones entre los dos sexos en la sociedad occidental” (Moore, 1991).
Los científicos, así como las personas de las demás profesiones, pertenecen a una cultura, clase social, sexo u orientación sexual específica. En consecuencia, entienden e interpretan los fenómenos desde puntos de vista espacio-temporales-culturales distintos. Los intereses, ideologías y sensibilidades de cada persona influyen en las cuestiones que estos investigan y en las que ignoran, en los supuestos que aceptan y en los que rechazan, en los datos que seleccionan para estudiar y en la forma en que interpretan esos datos (Kourany, 2012). Por tanto, no es de extrañar que las arqueólogas, investigadoras médicas y zoólogas hagan ciencia de forma diferente a sus colegas masculinos, planteen nuevas preguntas, nuevas hipótesis, o utilicen nuevos conceptos.
De lo anterior se desprende que los científicos, pero también los políticos, artistas, maestros, estudiantes, etc. debemos escuchar una variedad de voces, incluidas las de las mujeres. Ello resultará en una ciencia y en una sociedad más productiva, objetiva y menos tendenciosa. Por qué y desde cuándo la sociedad gira en torno al sexo masculino es tema que escapa a este escrito, pero definitivamente, es un fenómeno histórico, que no ha existido siempre y, por tanto, tampoco es eterno.
Citlali Aguirre es maestra en ciencias biológicas por la UNAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Referencias
Kourany, J. 2012. Feminist Critiques: Harding and Longino. Philosophy of Science: The Key Thinkers, 236.
Zuk, M. 1993. Feminism and the study of animal behavior. BioScience, 43(11), 774-778.
Bueter, A. 2017. Androcentrism, Feminism, and Pluralism in Medicine. Topoi 36, 521–530
Haas, R., Watson, J., Buonasera, T., Southon, J., Chen, J. C., Noe, S., … & Parker, G. 2020. Female hunters of the early Americas. Science advances, 6(45), eabd0310.
Moore, H. L. 1991. Antropología y feminismo (Vol. 3). Universitat de València.