Parte 1. La necesidad del capitalista para encubrir el origen social de su riqueza
Por Irving Góngora
Junio 2021
Adrián es un joven que tiene una familia de cuatro integrantes y está desempleado. Antes de la pandemia del covid-19 tenía un empleo como operativo y un pequeño negocio de comida que atendía algunos días de la semana por la tarde. Si bien sus ingresos no fueron suficientes, sí los necesarios para sobrevivir, pagar las deudas y los gastos. Su empleo le permitía contar con seguro social para él y para toda su familia. La pandemia provocó que varias empresas despidieran al personal no esencial, como Adrián. Él se mantuvo desempleado, pero ocupado en su negocio. A pesar de sus esfuerzos su microempresa no genera lo necesario para él y su familia, por lo que ha intentado buscar empleo. Pero se encuentra frente a un mercado de trabajo distinto al que se le apareció previo a la pandemia, uno con más explotación. Ha encontrado trabajos que para su actividad pagan apenas 1.3 salarios mínimos (4,400 al mes), que exigen 60 horas de trabajo a la semana, con pocas prestaciones sociales y en las que Adrián tiene que prestar sus medios para la empresa. Ha probado varios empleos en un par de meses, pues las condiciones del trabajo, además, son inhumanas.
Al menos hay dos posturas para explicar dicho panorama: por un lado, los que defienden estas prácticas con el fin de impulsar la economía tan dañada por el coronavirus, que llamaremos visión empresarial; por otro lado, los que denuncian que estas acciones empresariales suceden en detrimento de los derechos de los trabajadores y, por lo tanto, de la sociedad. Esta es mi postura: el crecimiento económico viene acompañado de la explotación del trabajador. Es en la apropiación del trabajo ajeno donde sucede el enriquecimiento. A través de una serie de textos intentaré disertar que el origen de la riqueza de la actual élite capitalista mexicana es la explotación y que parte de sus acciones están dirigidas a que los trabajadores sean inconscientes de esta realidad. Sé que lo que digo no es nuevo, pues esta tradición está presente en los debates académicos desde la fundación de la ciencia social moderna. Pero no escribo para los académicos. Este texto está dirigido para aquellos que desconocen estos debates y que están susceptibles de aplaudir la explotación en beneficio del empresariado, para justificar la visión empresarial. En esta primera parte discutiré de la necesidad del capitalista para encubrir el origen social de su riqueza.
Una de las claves para entender por qué sucede lo anterior la escribió Karl Marx en las primeras líneas de su libro El Capital; dice: “La riqueza de las sociedades en que impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un ‘inmenso arsenal de mercancías’ y la mercancía como su forma elemental”[1]. Una de las claves para entender su pensamiento recae en la palabra “aparece”. A pesar de que a Marx se le ha tachado de reduccionista material, a él le interesaba discutir sobre las apariencias, es decir, sobre cómo las cosas parecen, pero no son. La mercancía, dentro de esta concepción, es la riqueza aparente.
Pero no debemos mal entender lo anterior. La mercancía sí es riqueza, pues tiene valor útil y también valor de cambio. Pero ésta también tiene valor; o, mejor dicho, la mercancía es la cristalización del valor. Al aparecernos como riqueza algo queda oculto: el origen de ésta; las causas que llevaron a su fabricación. Si la mercancía es producto del empresario entonces él tendría el derecho de enriquecerse de su venta. Se podría, entonces, admirar a los súper ricos del mundo pues su riqueza sí habría sido acumulada únicamente por su mano. Marx nos menciona que la mercancía no es del todo producto de un empresario, sino también de los trabajadores que participan dentro de la producción de la mercancía. La riqueza de los millonarios es un esfuerzo social. Para la visión empresarial sería negativo pensar que Steve Jobs y Bill Gates necesitaron de otros para hacerse ricos, pues –para ellos– sólo necesitamos en este mundo de pocos personajes ilustres que muevan el mundo. Pero para el marxismo no sólo es positivo reconocer el trabajo social en el avance de la sociedad, sino también, que es un hecho histórico reconocer la labor de todos para el progreso. Al ocultar el origen social de la mercancía es posible justificar la explotación.
Marx no innovó en señalar que el trabajo es el origen del valor, pues otros economistas de su época lo mencionaron. –¡Pues claro! –, dirían algunos, –el trabajo del capitalista, el ingeniero detrás de todas las mercancías, el tomador de decisiones, el que más dinero invierte, la persona que más arriesga, todo es fruto de su trabajo–. Reconocer el trabajo del capitalista parece ser mérito suficiente para explicar el origen de su mercancía, en forma de objeto o servicio, y, por tanto, de su riqueza. El valor de la obra de Marx está en que desenmascara el proceso de la producción para encontrar aún más trabajo que el del capitalista. Intentaré ser didáctico en mi explicación para evitar malentendidos. Supongamos que existe una fábrica de pantalones en Yucatán. El capitalista bien podría producir un pantalón: plantar el insumo, convertir la fibra en hilo, el hilo en tela, teñirla, cortarla y armarla; y tal vez lo haga en un solo día. Pero hacer dos pantalones en un día le causaría problemas, pues tendría que disponer del doble de tiempo. Así que decide ahorrarse parte de su esfuerzo comprando las telas ya producidas y así, puede, incluso, crear cuatro pantalones por día. Pero para hacer más necesitaría de mayor tiempo que, por razones obvias, no tiene. Entonces decide contratar a alguien sólo para que arme los pantalones. El capitalista, nada tonto, observa que si compra la capacidad de otros para armar pantalones podría hacer aún más y contrata a otras 100 personas. Ante este aumento de la producción el capitalista decide no trabajar más y disfrutar de los frutos de su trabajo previo. De las personas dentro de la fábrica sólo el capitalista no trabaja.
El ejemplo anterior sería el caso idílico del capitalismo: trabajo para todos y disfrute del empresario. ¿Dónde sucede la explotación? El germen está en el ansía del capitalista por más riqueza, motivada por la necesidad de competir y sobrevivir en el mercado. La avaricia del capitalista por la producción tiene su complemento en la cultura capitalista. Dentro de este sistema económico se espera, idealmente, que un micronegocio pueda convertirse en una unidad de gran tamaño; se espera que los países acrecienten su economía, es decir, se espera que la riqueza crezca. El capitalista tiene dos fuentes para enriquecerse aún más. Primero, reduciendo el gasto de sus insumos: comprar recursos más baratos. Pero debido a que él no produjo sus insumos no puede abaratar más de lo que su proveedor pueda hacerlo, así que el capitalista se encuentra con una pared. Después, está su capital humano (como les gusta decirles a los trabajadores actualmente). Aquí Marx resurge para desenterrar lo que el capitalista ocultó: la explotación. Encontró que en una jornada de 8 horas en las que el trabajador está contratado, éste podía pagarse su sueldo en las primeras 4 horas; idealmente, las otras cuatro horas serían la ganancia del capitalista: sería “justo”, entonces, trabajar la mitad para el empleado y la otra mitad para el capitalista. Pero en la época de Marx la gente trabajaba 10, 12 o 16 horas por día, a pesar de que se pagaran su sueldo en las primeras cuatro horas. A esa diferencia matemática, entre el tiempo de trabajo necesario para que el trabajador desquite su sueldo y el tiempo de trabajo excedente, le llamó Marx plusvalía. Regresemos al capitalista de nuestro ejemplo y supongamos que compra maquinaria para duplicar la productividad de cada empleado. Entonces podría despedir a la mitad de sus trabajadores y ahorrarse su sueldo, haciendo que los 50 restantes produjeran lo mismo que 100. Pero aquí no acaba la cuestión. Supongamos ahora que el capitalista puede ingeniárselas para alargar la jornada de sus trabajadores y lograr que sean solo 40 los que producen lo mismo que antes producían 100, entonces podría ahorrarse el salario de 60 lo que ocasionaría que aumente su riqueza aún más. El ansía del capitalista por plusvalía causa explotación.
Ahora, estos 40 trabajadores, junto con las máquinas, hacen el 100% del trabajo. Y alguien me dirá: –¡Tonto, pero claro que el capitalista también trabaja! Administra, busca canales de mercadeo, contrata marketing para hacer que su fábrica crezca más y más–. Y yo le contestaría: –sí, pero el origen de su riqueza sigue siendo su mercancía y ésta es fruto del trabajo en la producción, no de él–. Aunque hay que darle crédito, pues su avaricia le hace tomar decisiones “valientes” al reducir salarios, quitar el derecho a prestaciones sociales, contratar outsourcing, despedir constantemente, evitar gastos en equipos de seguridad y demás formas de ahorrar costos. Alguien que diga que el capitalismo es justo, está siendo miope a las desgracias que suceden dentro de las fábricas más grandes del mundo ubicadas en países con pocas protecciones legales para el trabajador como: India, China, México, entre otros; pero también observamos cosas similares en países con mayores protecciones laborales como Estados Unidos, Inglaterra, España, etc. Claro que el capitalista tiene que trabajar para tomar esas decisiones; mientras tanto todos sus empleados siguen armando pantalones en condiciones inhumanas, con bajos salarios y sin protecciones.
Sin embargo, esta realidad es encubierta con el aparente triunfo del empresario capitalista. El conflicto de clase, por tanto, permanece latente. Él es el héroe mientras que los empleados son los villanos. Como héroe se convierte en un ideal cultural y de vida para ser: todos conocemos la historia de Bill Gates y Steve Jobs que supuestamente empezaron en su garaje y se convirtieron en multimillonarios; cada año Forbes publica la lista de los más ricos y éstos sacan sus libros que explican cómo pasar de un origen humilde hasta donde están. Todos los días aparecen nuevos coaches empresariales que tienen la receta para el éxito en sus libros y videos; escuelas que invitan a los empresarios para conocer su éxito; políticas públicas dirigidas a empresarios para crear aún más riqueza. La receta, de manera absurda, se ha simplificado en “el trabajo duro”. Entonces, los obreros villanescamente no alcanzan el éxito, porque no trabajan duro. Ningún trabajador figurará dentro de Forbes ni será invitado a contar su vida, porque nadie quiere saber cómo vive alguien promedio. Pero si ya dije que 50 trabajadores trabajan lo que 100, que ¿acaso esto no es “trabajar duro”?
Como animal social, el ser humano capitalista necesita de otros, pues él no podría hacer todo para mantener su empresa. ¿Es que importa que se crea que Steve Jobs en todas sus empresas no necesitó de nadie para crear su riqueza; que Bill Gates no necesita de nadie para generar su capital? Y pasó. A lo largo de la historia el trabajo, generador de riqueza, ha pasado a ser menos que la nada, pues poco se menciona la importancia del trabajador para que los súper ricos lo sean. Incluso, se tiene que hacer creer que no se necesitó de favores políticos de los gobiernos para instalarse en ciertos lugares, que no evadió la ley, que no cometió infracciones ni corrupción, aún que haya evidencia en mano. Dentro de las empresas socialmente responsables ocurre explotación, pero ¿acaso se puede pensar en que estos multimillonarios bien trajeados incurran en violencia para generar su riqueza? ¿es posible pensar en que estos nobles empresarios exploten niños, se aprovechen de los pobres, los campesinos, de instalarse en lugares del mundo con mano de obra barata y con gran necesidad de comer? Claro que no, eso no podría aparecer en una biografía.
La mercancía se nos aparece como la riqueza en las sociedades capitalistas. Esta apariencia cubre dos situaciones. La primera, la necesidad del capitalista de los demás; como dije, la mercancía tiene un origen social toda vez que es producida por los trabajadores. Ésta es la cristalización del trabajo de los otros, desde la fabricación del insumo, su transporte, su carga, el corte de la tela, el teñido de la fibra, el armado del pantalón, su empaquetado, y demás actividades dentro de la producción; y que sus consecuencias pueden extenderse fuera de la producción en las actividades marginales. Con esto quiero que comprendan que la riqueza de Steve Jobs y Bill Gates surge de los trabajadores esclavizados en países con pocas protecciones laborales; de los empleados en otras fábricas y empresas en los diversos países. También, que sin ellos ni el más listo ni trabajador de los capitalistas tendría el tiempo necesario para convertirse en súper rico. Los otros, los olvidados de las historias de éxito, los innombrables en las biografías de los mayores empresarios, ellos y su trabajo son tan necesarios que el capitalista los busca constantemente incluso si tiene que recorrer el globo terráqueo. La segunda situación que se encubre es la explotación. El capitalista no sólo necesita del trabajo de los otros, sino que necesita que el trabajador sacrifique su vida por la menor paga posible. No nos debería sorprender. Somos conscientes de la llamada “ley de la oferta y demanda” que enmarca el salario de un empleado. Si existe mucha oferta de mano de obra lo obvio es pagar menos; si la actividad es de menor rango lo lógico es pagar sueldos bajos. Pero pareciera que el empleador cree que el salario que buenamente brinda al trabajador le otorga el derecho de hacer lo que quiera con éste y su jornada: puede aumentar su tiempo de trabajo, rotarle turnos, quitar tiempos de descanso, cambiar días de ocio, ponerlo a hacer más actividades además de por las que fue contratado. Necesita ahorrar costos: evitando pagar prestaciones sociales, registrando al trabajador con el salario mínimo, contratando a uno para hacer trabajo de dos, evitar pagar utilidades y viáticos, eludiendo el registro del trabajador en la plantilla de la empresa, subcontratando, empleando personas vulnerables, trasladando la fábrica a países con pocos derechos laborales, etc. Esto no nos debe parecer ni nuevo ni extraño, pues muchos de nosotros nos hemos topado con esta situación: trabajos que nos exigen todo por condiciones míseras. Esta es la realidad que queda cubierta por un velo cultural que no se platica en los foros empresariales de la élite capitalista: la necesidad del empresario de explotar a los demás para enriquecerse.
En la idea de Marx del fetichismo de la mercancía nos señala lo anterior; es decir dotarle otras características a la mercancía encubriendo que es producto de la sociedad. Una sociedad desigual que busca desesperadamente la acumulación de más plusvalía sin importar la explotación y perjuicio hacia los otros. La avaricia como justificante de la explotación queda enterrada y florece de ella la meritocracia como sistema simbólico que justifica cualquier acción. Y es que el capitalista ha tenido que trabajar mucho para cimentar una idea falsa en la mente de todos, incluidos los propios trabajadores explotados. Son tan pocos los capitalistas súper ricos, pero muchos los que los defienden a ellos y a su hegemonía. Éstos jamás llegarán a ser como los primeros, pero, así como lo último que muere es la esperanza, la aspiración no muere. ¿Quién podría culparlos? En un medio social tan hostil de competencia descarriada, corrupción, miseria, es necesario elaborar ideales que motiven nuestra vida día con día. Es útil para el alma tener un motivo para despertarnos, nos tranquiliza tener la aspiración de convertirnos en un Bill Gates o un Steve Jobs, aunque carezcamos de los medios para hacerlo. Pero estas falsas aspiraciones sólo nos enceguecen a nuestra realidad concreta; cual droga, nuestros ideales nos alejan del sufrimiento de la vida. Así como la religión fue opio del pueblo, la meritocracia se instala como un nuevo sistema de valores y moral que nos alivian momentáneamente de nuestra existencia.
Como mencionó Bertolt Brecht: “¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? En los libros figuran sólo los nombres de reyes. ¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra?”. Si la mercancía es la base de la riqueza, entonces son las acciones de los trabajadores quienes la hacen posible. El triunfo del capitalismo es aparentar que fueron ellos mismos quienes cargaron las piedras y nadie más.
Irving Góngora es Maestro en Ciencias Sociales por El Colegio de México.
[1] Cita tomada de la edición de El Capital de Wenceslao Roces del Fondo de Cultura Económica.