El discurso oficial proclama que México ha estado sometido en estos dos últimos años a un cambio radical de régimen, a una revolución sin parangón junto a la cual la rusa de 1917 parece un juego pueril. Todas las “potencias del pasado” han sido abolidas de un día para otro, los antiguos principios han sido desplazados y los ídolos de barro del antiguo régimen han sido derribados para siempre. En una palabra, ha sido una transformación de alcance histórico-nacional al lado de la cual la revolución mexicana resulta ridícula, de suerte que, de noviembre de 2018 a septiembre de 2020, se ha removido el suelo de México como nunca, más incluso que en los dos siglos precedentes.
Pero esto ha ocurrido, sobre todo, en los dominios de la conciencia. “Ya hay una nueva corriente de pensamiento” —ha declarado el presidente— “ahora todo es distinto, (…) el corrupto está quedando mal visto, estigmatizado”. En este sentido, se ha seguido el postulado moral de trocar una conciencia por otra, de sustituir los dogmas acerca de la corrupción por un pensamiento acorde con la verdadera moral, las ideas falsas por las verdaderas. Sin embargo, el principio de cambiar de conciencia no equivale más que a interpretar de un modo distinto la realidad, esto es, reconocerla por medio de otra interpretación. Por esto, a pesar de su fraseología supuestamente revolucionaria, la transformación que hoy se exalta como un viraje de la historia de México ha representado, en la práctica, el perfecto conservadurismo. En términos generales, ha sido una lucha con las sombras de la realidad, un combate contra “frases” a las cuales no se ha sabido oponer más que otras frases.
Combatir solamente las ilusiones sobre un estado de cosas no significa combatir el estado de cosas realmente existente. Por esto, las jactancias revolucionarias del presunto cambio radical de régimen presentan un contraste tragicómico con sus verdaderas hazañas, las cuales, además de reflejar su mezquindad y pequeñez provinciana, se han reducido a la fantasía de haber reemplazado la antigua conciencia corrupta por una conciencia incorruptible, la vieja amoralidad por la moral verdadera; todas sus demás elucubraciones (por ejemplo la que corresponde a la abolición formal del modelo neoliberal o la que establece que México transita por un periodo posneoliberal) significan otras tantas maneras de atildar la pretensión de estar realizando una transformación histórica.
De este modo, la supuesta revolución sin igual no ha sido más que un duelo contra ciertas ideas falsas, contra las cuales ha opuesto nada menos que sus propias ideas e ilusiones so pretexto de que expresan la quintaesencia de la moral. En una palabra, ha sido una lucha contra las quimeras de la conciencia en nombre de otras quimeras, de dogmas que, desde su punto de vista, manifiestan la conciencia auténtica. En esto se ha seguido el ejemplo proverbial del hombre listo que, un buen día, adquirió la seguridad de que los hombres se hundían en el agua y se ahogaban sólo porque aceptaban la idea de la gravedad, razón por la cual se pasó la vida luchando contra esta ilusión, pues estaba convencido de que, tan pronto como se abandonara esta idea supersticiosa, todo mundo quedaría a salvo del peligro de ahogarse.
Así pues, todo ha cambiado en México, aunque todo el cambio se ha reducido a sustituir un espectro por otro, aún más ingenuo si cabe. En efecto, incluso en el mejor de los casos, la “nueva corriente de pensamiento” de la que se ufana el presidente no habría logrado sino la proeza de propagar una interpretación distinta de la corrupción; con esto, por supuesto, se habría apegado al postulado moral de trocar la vieja conciencia amoral por la nueva conciencia moral, pero en modo alguno habría cambiado el fundamento material, objetivo, de la corrupción, de la misma manera que el combate a muerte del hombre listo contra la idea de la gravedad, aun en el caso de haber logrado que alguien se quitara esta idea de la cabeza, no habría evitado que, a fin de cuentas, éste se hundiera en el agua y se ahogara.
Por todo esto, el cambio radical de régimen anunciado por el discurso oficial se ha reducido a oponer unos conceptos a otros, a sustituir unos dogmas por otros, una ilusión que reputa espuria por otra que reputa genuina. De esta guisa se ha presumido una nueva concepción de la historia y el pueblo, ámbitos que, desde este punto de vista, han sido sometidos por igual a una crítica despiadada. Pero aquí también las ovejas conservadoras se han vestido de lobos revolucionarios, de modo que sus alardes también presentan un contraste tragicómico con sus verdaderas hazañas.
Sobre la Historia
El gobierno actual se ha presentado a sí mismo como el corolario, más bien el remate supremo, de tres transformaciones previas, cada una de las cuales habría representado una fase particular de un desarrollo histórico más amplio, de un círculo virtuoso que, de una etapa a otra, habría preparado el advenimiento de una transformación más, transformación adicional que, a diferencia de la tríada anterior, sería la metamorfosis definitiva, esto es, una suerte de apoteosis que vendría a culminar el proceso secular de la transformación general de México.
Por esto, parece claro que el concepto de “Cuarta Transformación” deriva de una interpretación teleológica de la historia nacional, con arreglo a la cual el pasado no tendría un sentido propio, sino que habría estado orientado, ab ovo, a realizar un concepto más allá de sí mismo, es decir, el concepto de una transformación final. De esta manera, se ha creado un pasado ad hoc, una historia adulterada que, mediante un burdo mecanismo de ingeniería ideológica, convierte los procesos precedentes en peldaños que, de una u otra manera, satisfacen una idea posterior, una finalidad trascendente que los impulsa, que los conduce de uno a otro hasta desembocar en la actualidad, la meta apriorística de todo el movimiento.
Todo esto manifiesta una concepción subjetivista de la historia, una posición cercana a un criticismo no realista que parte de la abstracción de un sujeto puro, del sujeto como algo indudablemente dado que, a partir de las formas apriorísticas de la sensibilidad, es decir, de los “datos de los sentidos”, construye el mundo social. En este sentido, el desarrollo de la historia responde a la actividad absolutamente libre de este sujeto abstracto que trasciende todo condicionamiento histórico y social. De esta manera se desarrolla el lado activo de la historia, pero de una manera absolutamente abstracta y formal; esto quiere decir que la práctica del elemento subjetivo entra en contradicción con la experiencia sensible al punto de que el propio sujeto percibe la historia como el resultado de su actividad. En última instancia, esta concepción coagula, en estado puro, en el solipsismo; se exagera tanto la importancia de la actividad del sujeto que se llega al extremo de atribuir al sujeto el papel de creador de la realidad. En este punto, el concepto de “Cuarta Transformación” culmina en un solipsismo que raya en el autismo político.
Por la misma razón se ha sobreestimado la relevancia histórica de este proceso; se ha creído, por ejemplo, que se ha tratado de una transformación inédita y radical cuando, en el mejor de los escenarios, ha sido un cambio cosmético. A este respecto, los primeros actores de la “Cuarta Transformación” han demostrado una notable e incorregible ceguera histórica. En efecto, todos sin excepción han sentido la necesidad imperiosa de magnificar la trascendencia del drama que los tiene a ellos como histriones inmediatos. Ni siquiera su protagonista principal, el presidente, ha sido capaz de captar el alcance real de su propia obra histórica; por el contrario, él mismo ha sido el primero en exagerar su verdadera significación. En esto, la resurrección de los muertos ha sido fundamental; se han hecho vagar los espectros de viejos próceres nacionales: así han sido invocados los fantasmas de Miguel Hidalgo, Benito Juárez y Francisco I. Madero. En todos estos casos, las resurrecciones no han servido más que para parodiar las luchas de la Independencia, la Reforma y la Revolución, es decir, la “Cuarta Transformación” se ha tenido que remontar a los recuerdos de la historia de México “para aturdirse acerca de su propio contenido”. En otros términos, se ha visto obligada a extraer su poesía del pasado en razón de que ha sido una “revolución” en la que la frase ha desbordado el contenido, razón por la cual la conjuración de los muertos ilustres por parte del gobierno actual no ha servido para glorificar una lucha nueva o para mantener la pasión de sus paladines a la altura de la que sería una gran tragedia histórica, sino para ocultar la mezquindad de su transformación con el disfraz de la vejez venerable. En suma, ha constituido una “transformación” tan radical que sus prebostes han necesitado resucitar las tradiciones, ideales e ilusiones de una época fenecida con el único objeto de esconderse a sí mismos el verdadero contenido de esta.
Sobre el Pueblo
Parece claro que el concepto de una transformación apoteósica, final y definitiva, responde a una teoría aristocrática de la historia. A grandes rasgos, se trata de una concepción según la cual la historia constituye el producto de las élites, las que se sirven de las masas, del pueblo, como materia de la propia iniciativa. De este modo, el concepto de “Cuarta Transformación” se revela como una ideología que deriva de cierta concepción de las masas populares.
A todo esto, cabe advertir que las ideas e impresiones del presidente descubren las líneas distintivas de la ideología de la “Cuarta Transformación”, movimiento que no incluye más teoría que el obradorismo, esto sin tomar en cuenta que todos sus partidarios, mayores y menores, comulgan con el credo ideológico del obradorismo, con la única diferencia quizá de que, de cuando en cuando, uno que otro de sus corifeos resulta más obradorista que el mismo Obrador. Así pues, el obradorismo agota toda la teoría de la “Cuarta Transformación”, mientras que el obradorismo, a su vez, no representa más que una ideología que obedece a cierta concepción del pueblo.
Con todo, el obradorismo no comporta ni un ápice de originalidad en su concepción de las masas, sino que conforma un subproducto ideológico que retoma las ideas de Friedrich Nietzsche y José Ortega y Gasset respecto a la sociedad de masas, en particular, la crítica aristocrática de ambos al movimiento obrero, al colectivismo, en nombre de un orden “natural” de castas sobre la base de una sociedad que, a su juicio, estaba dividida en minorías “superiores” y “masas incompetentes”; su hostilidad por la “muchedumbre”, su fobia por el “vulgo”, por la “multitud”, oponía “masas” a “individuos” con el argumento de “salvar” a los segundos de las primeras, aunque en realidad no a cualquier individuo, sino a los “grandes hombres”, a las personalidades señeras, en otras palabras, a las élites o castas. A fin de cuentas, esto se trasformó en una auténtica cruzada contra las ideologías “obreristas” como el socialismo, so pretexto de que estas corrientes pretendían instaurar una sociedad uniforme, indiferenciada, que habría de abolir toda clase de escalafones y jerarquías sociales.
Así como el rechazo del vulgo uniforme por parte de las filosofías aristocratizantes no expresaba más que un temor acendrado por su unidad en potencia, es decir, un miedo cerval a la posibilidad de que las masas en sí (indiferenciadas) sirvieran de base a las masas para sí (diferenciadas, unidas), la concepción obradorista de las masas no ha comprendido un rechazo de las masas desorganizadas, del pueblo en abstracto sino de las masas organizadas, del pueblo organizado. En este sentido, el concepto de “Cuarta Transformación” ha expresado la necesidad social de escamotear la organización independiente de las masas por medio de una ideología que las mantenga excluidas de la historia con la promesa de una transformación inminente que, en este sentido, habrá de sobrevenir no sólo sin su participación, sino sólo si se mantienen inactivas.
Por tanto, el obradorismo, vale decir, la teoría orgánica de la “Cuarta Transformación”, representa un subproducto ideológico que, en el contexto actual, ha cumplido la función histórica de evitar la organización independiente del pueblo de México, ideología que ha estado basada en una concepción pasiva e inmovilista de las masas, característica que, por otra parte, ha determinado su vocación mesiánica, a partir de la cual casi todos sus partidarios se han proyectado a sí mismos como los redentores de una multitud inerte que había estado esperando, in sécula seculórum, su advenimiento salvador. La misma perspectiva aristocrática sobre las masas ha definido su mística religiosa y su propensión por la milagrería social. El populismo de la “Cuarta Transformación” también encuentra una explicación de fondo en la concepción obradorista de un pueblo pasivo e inerte; la relación del presidente con las masas populares ha sido una relación epidérmica, marcada por escenificaciones que lo han mostrado como un político muy cercano al pueblo, pero esta cercanía aparente, puramente espacial, sólo oculta la distancia real, social, que existe entre ambos; por esto, los baños de pueblo han resultado tan indispensables para la “Cuarta Transformación” como los baños de sol para un enfermo. En el mismo orden de ideas se puede decir que “el combate contra la corrupción”, que ha sido su muletilla o “caballo de batalla”, no revela más que la tentativa aristocratizante de llevar a cabo una revolución cupular, una transformación desde arriba, la cual, como se ha visto, sólo necesitaría de un caudillo iluminado para su triunfo y consolidación; esta concepción de la revolución por goteo también expresa la matriz de la “Cuarta Transformación”, cuya raíz ideológica se encuentra en una concepción anti- masas en la que el pueblo representa un elemento pasivo que sólo ha de responder a los impulsos vitales, a las intuiciones o epifanías descabelladas, de una élite moral. En todo esto, el presidente AMLO ha asumido la posición del Übermensch nietzscheano: un superhombre, una fuerza moral, para quien la muchedumbre homogénea sólo constituye una materia manipulable de sus deseos y anhelos “sublimes”.
Este texto es la introducción de “Dos años de presidencia de Andrés Manuel López Obrador: resultados y perspectivas”, documento elaborado por el CEMEES