Por Victoria Herrera
Septiembre 2020
“La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos para cobrar conciencia de su propio contenido”.
KARL MARX
Desde hace ya algún tiempo diversas corrientes de pensamiento han tratado de establecer qué es una revolución, esto es, cuándo un suceso violento, un cambio político, un cambio ecónomico, o bien una síntesis de los tres, puede considerarse una revolución y de qué tipo es, o si no se trata de una revolución, entonces cómo se define tal suceso. Para analizar estos fenómenos la teoría marxista de la historia ha distinguido dos niveles, en primer lugar, la revolución política, y en segundo, la revolución social.
En el Manifiesto Comunista (1848), Carlos Marx reseñó la evolución de la lucha del proletariado. En pocas palabras, señaló que la lucha del proletariado comenzó por ser “una lucha de obreros aislados; después, por los obreros de una misma fábrica, más tarde, por los obreros del mismo oficio de la localidad…”, seguida por varias luchas locales del mismo carácter hasta desembocar en una lucha nacional, una guerra civil, sucedida, finalmente, por una lucha de clases, una “revolución abierta donde el proletariado derroca por la violencia a la burguesía e implanta su dominación.” Unos años después, en el Prológo a la Contribución de la Crítica de la Economía Política (1859), Marx advirtió el momento exacto en que surge una “época de revolución social”. Desde su punto de vista, esta depende de una etapa determinada del desarrollo de la sociedad, del momento en que sus fuerzas productivas materiales entran en contradicción con las relaciones de producción existentes. Sólo bajo esas circunstancias emerge una “época de revolución social”, una lucha de clases frontal.
En ese sentido, los historiadores marxistas han sistematizado y matizado los niveles implícitos a los que Marx hizo referencia en los textos ya citados, de tal manera que se ha conceptualizado como revoluciones políticas a los movimentos locales que han transformado las estructuras de Estado, es decir, el aparato de gobierno, y que no necesariamente se realizaron por medio de un conflicto de clases. Theda Skocpol, quien analiza estos fenómenos sociales, ejemplifica este proceso a través de la “Revolución inglesa”, cuyo resultado fue el establecimiento del gobierno paralamentario mediante una serie de revueltas entre la clase terrateniente dominante contra potenciales monarcas absolutos.
En cambio, los movimientos sociales que han trascendendido la esfera local y han transformado no sólo el aparato de Estado sino las estructuras de clase y las ideologías dominantes, han sido denominados como revoluciones sociales. Este tipo de procesos transformativos resultan ser superiores a las revoluciones políticas en razón de que presentan un doble carácter, puesto que son, simultáneamente, transformaciones sociales y transformaciones políticas, e incluso llegan a sobrepasar el ámbito local envolviendo a diferentes sectores de la sociedad y de distintos puntos geográficos de una nación.
La revolución francesa, por ejemplo, es uno de los paradigmas que representa este proceso transformativo en virtud de que fue un choque frontal entre una clase en ascenso —la burguesía— y una clase en el poder ya obsoleta —la aristocracia—, esto como consecuencia, en última instancia, de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción de la sociedad feudal francesa. Aunada a este cambio social se desarrolló una metamorfosis política que determinó un cambio en la estructura estatal: la clase revolucionaria constituyó un gobierno republicano que desplazó a la antigua monarquía absoluta de la aristocracia.
Después de estas consideraciones es posible definir qué tipo de procesos transformativos han sucedido en la historia de México. ¿Qué cambios sucedieron en la Guerra de Independecia, la Guerra de Reforma y en la Revolución Mexicana?, ¿fueron cambios políticos o sociales? y ¿qué significan estos procesos para el presente? Aunque el esfuerzo puede resultar mínusculo por los numerosos significados que los historiadores mexicanos le han dado a cada proceso, resulta necesario releer estos sucesos debido a que en el sexenio actual la historia ha dejado de estar en un segundo plano para ocupar el close-up de la retórica presidencial. No obstante, a pesar de que se ha intentado rescatar la historia nacional, este impulso del gobierno morenista no es ingenuo ni imparcial. Por esa razón, resulta necesario revisar dichos procesos transformativos.
Toda la historia de México se define, por lo menos hasta finales del siglo XX, por las relaciones de propiedad de la tierra. De tal suerte que, después de la Conquista —cuando los españoles lograron imponer gradualmente sus relaciones de producción sobre las de los pueblos nativos— y durante toda la etapa colonial, la sociedad novohispana se dividió entre dos grandes sectores: el dominante, compuesto por españoles peninsulares y criollos; y el de los dominados, integrado, a su vez, por terratenientes menores, rancheros, peones indios y mestizos sin tierra. Sin embargo, los intereses de cada sector no siempre fueron homogéneos. En el primer grupo, por ejemplo, a inicios del siglo XIX se suscitaron diferencias entre los peninsulares y los criollos debido a que los últimos pugnaban por romper las trabas y prohibiciones económicas que imponía la metrópoli, por lo que buscaron romper el dominio político de ésta.
Así, los primeros movimientos insurgentes encabezados por los criollos Francisco Primo de Verdad y Francisco de Azcárate estuvieron marcados por esa impronta, cuando menos hasta que el cura Miguel Hidalgo y después su discípulo, José María Morelos, se valieron del apoyo popular —del refuerzo del sector de los dominados— para confrontar los intereses de los peninsulares. Con todo, después de que fusilaron a ambos insurgentes, los epígonos del movimiento independentista, además de que dejaron de lado este refuerzo popular, pronto fueron pacificados por medio de Agustin de Iturbide, militar contrainsurgente, y Juan O’Donojú, representante del gobierno español, con la firma de un acuerdo en 1821 en el que los españoles aceptaban la independencia de la Nueva España con la enmienda de que los derechos de la casa reinante española quedaban a salvo. (Villoro, “La revolución de Independencia”, p. 519).
Después de todo la “nueva nación” conservó las viejas relaciones de propiedad, aunque ahora bajo el control político y económico de los nobles criollos (el alto clero y el ejército). Aun así, este relevo significó un cambio trascendental en tanto que la dominación española perdió casi toda su influencia en territorio mexicano e inclusive porque se suprimieron las trabas a la libre industria, a la explotación minera y al comercio, quejas propias de las clases altas criollas, pero que, finalmente, dieron paso al desarrollo de un capitalismo primigenio en México que todavía convivía con estructuras feudales.
En suma, la Guerra de Independencia fue una transformación eminentemente política, una sustitución de poderes en los que la sociedad y sus estructuras no sufrieron ningún cambio fundamental, esto principalmente a causa de que la situación de los dominados (indios y mestizos) continuó bajo la misma línea en tanto que su carácter de desposeídos persistió, así como la explotación de la tierra siguió gravitando sobre sus espaldas mientras que el clero permaneció intocable, como el primer terrateniente del México libre y soberano. (Revueltas, Ensayos sobre México, p. 74).
Empero, esta situación comenzó a generar fricciones entre el clero y los terratenientes criollos y los medianos propietarios mestizos, a fuer de que el primero, es decir, la Iglesia, poseía el monopolio sobre la tierra a través de la unidad de producción más importante del siglo XIX, la hacienda. De manera que para los segundos dicha circunstancia se convirtió en un obstáculo para su desarrollo. Fue en ese momento cuando la política mexicana se dividió precisamente entre conservadores, quienes pretendían preservar el estado de cosas, representados por el el clero, y liberales, quienes aspiraban a derribar el monopolio de la Iglesia por medio de una serie de reformas en las que se impusieron las leyes de desamortización y la separación del clero y el Estado. A partir de este conflicto de intereses empezó un segundo proceso transformativo en la historia de México: la Guerra de Reforma.
Con este proceso tanto los bienes de la Iglesia católica como las tierras comunales de que gozaban los índigenas fueron despojados y desplazados hacia los terratenientes criollos y mestizos, de lo que resultó que la propiedad de la tierra se atomizara en unos cuantos propietarios y, con esto, que el número de rancheros y pequeños propietarios aumentara hasta que, finalmente, mediante las ideas liberales encumbradas ya en el gobierno en la segunda mitad del siglo XIX, la hacienda salió reforzada. (De la Peña, La formación del capitalismo en México, p.139). Una vez más, pese a que la participación popular fue importante para llevar a cabo las transformaciones políticas de Independencia y Reforma, las estructuras feudales quedaron intactas, pues mientras la tierra continuó sujeta a unos cuantos hacendados, la explotación de la tierra siguió recayendo sobre las espaldas de las clases desposeídas, sus condiciones de miseria, ignorancia y esclavitud no se alteraron siquiera mínimamente; por el contrario, se incrementó el número de peones.
Bajo estas circunstancias concluyó el agitado siglo XIX mexicano, cuya característica principal fueron los intentos subversivos de una burguesía “oprimida” ávida de llevar a sus últimas consecuencias su propio desarrollo y, por consiguiente, el del capitalismo. No fue sino hasta el siglo XX que dicha pretensión de la burguesía pudo realizarse por medio de un nuevo proceso transformativo, el tercero en la historia nacional, la llamada Revolución Mexicana.
La burguesía se organizó en partidos y elaboró un programa para luchar, ahora sí, por el poder político que se encontraba en posesión de los terratenientes representados por Porfirio Díaz. Estos partidos burgueses que en 1910 comenzaron a luchar contra de la dictadura de Díaz aprovecharon al mismo tiempo el descontento que los peones y los obreros habían expresado previamente en algunas fábricas del norte y del centro del país, de tal manera que poco después de que el partido burgués de Francisco I. Madero se lanzó a las armas por derechos democráticos rebasó sus propios marcos convirtiéndose en un potente movimiento de las clases desposeídas, encabezadas por auténticos líderes populares como Emiliano Zapata y Francisco Villa.
Desde luego la revolución burguesa no podía omitir el apoyo que encontró en las masas populares, motivo por el cual se vio en la necesidad de recoger sus principales demandas. No por otra razón, después de concluida la etapa violenta de la revolución en la Constitución de 1917, tales demandas quedaron plasmadas en los artículos 123 y 27. Aun así, la Constitución no dejó de lado los puntos más importantes de la burguesía y, en primer lugar, consagró la legalidad de la propiedad privada burguesa en sustitución de la propiedad pivada feudal; en una palabra, confirmó la legalidad de la explotación del trabajo asalariado y la desaparición del peonaje.
En conclusión, la Revolución Mexicana fue una revolución burguesa triunfante. Una revolución social porque transformó las estructuras políticas mediante el desplazamiento del poder de los terratenientes a la burguesía, pero también porque cambió la estructura social feudal por un capitalismo pleno en el que las relaciones sociales superaron el vínculo de peonaje por el del capitalista y el obrero.
La Revolución Mexicana constituyó un nuevo gobierno y una nueva sociedad, cuyas consecuencias se aprecian en la actualidad. En primer lugar, un gobierno que monopoliza el poder, el famoso presidencialismo mexicano, y, en segundo, una sociedad –a todas luces– dividida en dos clases antagónicas, en la que el que más ingresos posee rebasa los 52,100 millones de dólares mientras que el que menos ingresos obtiene sobrevive a duras penas con 28 pesos al día.
En ese sentido, los esfuerzos que el presidente de México hace por glorificar a los “héroes patrios” resultan insuficientes e ineptos en virtud de que la construcción del país está por realizarse. Para construir el porvenir de México no es imprescindible aturdirse con el recuerdo del pasado, sino sorprender con la acción a favor de dicha construcción. En esa medida, autocomplacerse con la concepción de ser herederos de una idea malograda no es más que palabrería. El conocimiento de la historia sólo es valioso para la edificación de una nueva sociedad en la medida en que se actúa con base en él, no como lo ejecuta el señor presidente. No es impertinente, entonces, asegurar que la postura que el presidente asume respecto al pasado lo ha obnubilado al grado de que en dos años de gobierno no ha podido conseguir ningún resultado a favor de la sociedad mexicana; así, la mal llamada “Cuarta Transfomación” no es nada más que un absoluto eslogan de campaña. La transformación social que México requiere todavía está pendiente.
Victoria Herrera es historiadora por la UNAM e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
Bibliografía
Karl Marx y Federico Engels, Manifiesto Comunista, Londres, 1848.
Karl Marx, Contribución de la Crítica de la Economía Política, Berlín, 1859.
Karl Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Nueva York, 1852.
Theda Scokpol, Los estados y las revoluciones sociales, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.
Luis Villoro, “La revolución de Independencia”, en Historia general de México (versión 2000), México, Colegio de México.
José Revueltas, Ensayos sobre México, México, Era, 1985.
Sergio de la Peña, La formación del capitalismo en México, México, Siglo Veintiuno, 1975.