Aportes y pendientes en la construcción de una filosofía de la historia latinoamericana

| Por Abentofail Pérez

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Hablar de filosofía de la historia en América[1] es adentrarse en un laberinto peligroso, cercado aún por prejuicios o teorías inacabadas de una tarea que particularmente en Occidente parece haber tomado forma hace por lo menos doscientos años. La dificultad de esta titánica labor reside principalmente en la condición desde la que se pretende escribir una filosofía de la historia, a saber, un contexto en el que el lenguaje, las costumbres, la idiosincrasia y, en general, las ideas y las formas del pensamiento conservan un cariz occidental.

Pensar en clave europea la realidad americana, dificulta y obstaculiza la tarea. A esto se añade el hecho de que la historia americana precolonial tiene su simiente también en la hermenéutica europea. Los vestigios y objetos históricos solo pueden ser accesibles a la interpretación previamente pensados por la idea occidental, lo que hace que las más importantes historias de la “antigüedad americana” nazcan de plumas como las de Bartolomé de las Casas, Bernal Díaz del Castillo, Fray Diego de Landa y Bernardino de Sahagún en México, y Francisco de Jerez y Fray Gaspar de Carvajal en Perú. Una realidad y una idea “contaminadas” se vuelven el primer obstáculo de quien pretende construir una filosofía pura de la historia americana. ¿Cómo trascender entonces las limitaciones inherentes a la tarea de escribir una historia de la filosofía en América? ¿Es posible reconstruir la historia y encontrarle un sentido solo recuperando el pasado americano para acercarnos con él a la realidad occidental que nos determina?

El trabajo de Zea Filosofía de la historia americana es un acercamiento principalmente a los obstáculos que tiene esta pretendida filosofía de la historia, obstáculos que residen sobre todo en la incapacidad de despojarse del lastre occidental:

Ya que se considera filosófico lo supuestamente original y no, simplemente, lo que parece ser sólo una copia o adaptación de filosofías extrañas y por lo mismo, ajenas a la realidad que es propia de esta América. Pero una realidad que se quisiera cambiar por aquella de la que son expresión las ideas adoptadas… Desde este punto de vista, la historia de las ideas en Latinoamérica no viene a ser sino expresión, por lo que pretenden negar, de la realidad que se quiere cambiar. Pero expresión también de la relación de dependencia, propia de esta realidad[2].

Zea pone de manifiesto uno de los principales impedimentos de la filosofía de la historia latinoamericana: la dependencia en prácticamente todos los aspectos de Occidente, pensando a éste no solo geográficamente, sino política, cultural y filosóficamente. Latinoamérica vive todavía con el trauma de la conquista, trauma que por definición existe como herida abierta y cuyo saneamiento dependerá en principio de su reconocimiento. Pensar Latinoamérica a partir de la filosofía occidental es el paradigma nodal de la construcción de la filosofía de la historia latinoamericana.

La “invención de América” a partir de la llegada de los conquistadores le permitió a Occidente descubrirse como un ente superior; su reflejo en el espejo americano resultó aumentado y civilizador. A partir de esta visión encontró el sentido que hasta ahora no había descubierto en su propia historia. Se vio a sí mismo como el portador de la razón y del progreso. América, ante los ojos de Occidente, resultó ser el interlocutor mudo que precisaba el espíritu de la razón en la historia, una historia que no podía observarse como una simple continuidad de acontecimientos y de hechos; su acaecer caótico se estructuró una vez que tuvo al objeto que le permitía entender su razón de ser. Con América, Europa terminaba por dar forma a su filosofía de la historia.

Por su parte, América se enfrentó a una fatalidad que destruía casi definitivamente su propia razón de ser. La conquista significó la destrucción de la historia, de la cultura y de la conciencia de una civilización. El hecho mismo de entenderse ahora como americanos representaba la intervención hasta el corazón de la cultura americana, del sable occidentalizador. Como correctamente observa Mignolo, “la idea de América no puede separarse de la colonialidad: el continente en su totalidad surgió como tal, en la conciencia europea, como una gran extensión de tierra de la que había que apropiarse y un pueblo que había que evangelizar y explotar”[3]. La historia de América se construye sobre las ruinas de la historia de los pueblos originarios.

La conquista no arrasó únicamente con las formas culturales, políticas, ideológicas, etc.; destruyó también la conciencia que estos pueblos tenían de sí mismos, y solo el hecho de que no la haya exterminado en su esencia, nos permite hoy en día buscar en ella como se busca en los escombros después de un desastre. No dejó de existir la esencia, el espíritu propio de la historia de los pueblos preamericanos, pero su existencia con un sentido propio quedó relegada al folclore, a la nostalgia y a la forma puramente cultural, que es de donde tendrá que resurgir si se pretende una verdadera construcción de la historia de la filosofía americana. Para superar el trauma es necesario reconocerlo.

Puesta de relieve la principal contradicción en el terreno ideológico, parecería fatal e ineluctable una filosofía de la historia pura de los pueblos precoloniales; pero es precisamente sobre estos vestigios de barbarie en los que se debe buscar la conciencia de América, ya no de esta América inexistente, sino de la que nació de ella bañada en sangre y dolor pero que, a pesar de todo, continuó con vida. La historia es el único síntoma de vida del que podemos agarrarnos si pretendemos encontrar un verdadero sentido, un “espíritu” en nuestra propia conciencia histórica. Para ello es preciso aceptar que somos producto y víctimas de la conquista, que existimos después de ella, pero no ya de la misma forma. El concepto hegeliano de aufhebung como una necesaria negación del pasado asimilado para así poder superarlo, que se encuentra en Zea y Dussel, refleja claramente esta necesidad.

Parte de esta asimilación consiste precisamente en comprender que el hombre propiamente americano, es, por el simple hecho de ser americano y no ya azteca o inca, occidental también. No significa esto que representen lo mismo y que en consecuencia tengan un sentido histórico similar o paralelo, sino que este nuevo hombre deberá buscar su esencia no solo en las raíces de su tierra, sino también en las de su sangre, en la que fluye también la del hombre del “Viejo Mundo”.

Es en este sentido en el que considero que la pretensión de Zea y Mignolo de construir la filosofía de la historia americana contradice sus propias premisas. Una vez que América es intervenida, saqueada y perturbada en su historia, se observa imposible salvarla de su nueva condición occidental, condición determinante que la hace entrar por la fuerza a un nuevo derrotero, a un inhóspito acaecer dominado por Europa y que no engulle únicamente a este “Nuevo Mundo”, sino a todo el mundo existente.

Esta fatalidad, sobre todo a partir de la conquista de América, tiene como protagonista al capitalismo, sistema económico que desestructura los elementos culturales e ideológicos a partir de la injerencia económica. Transformar la forma de producir devendrá necesariamente en una transformación en la forma de pensar. América no puede ya dejar de ser capitalista; y aunque el capitalismo tenga un origen occidental, se ha impuesto —por la fuerza, pero impuesto al fin— en la nueva conciencia de los pueblos americanos.  

La reconstrucción de las naciones americanas a partir de la independencia llevará grabada en su pecho como letra escarlata la modernidad occidental. Las luchas insurgentes, como bien señala Mignolo, no representan la reconquista de lo perdido, porque es una clase distinta (para él una raza) la que se hace del poder político. Es el criollo desplazado quien se abalanza sobre el botín que el conquistador dejó en su huida, y no el indígena redimido, como algunos pretenden todavía creer:

De hecho, la independencia de las colonias fue una consecuencia de los cambios estructurales de la economía y la política de Europa. Las “revoluciones” por la independencia de las colonias españolas, portuguesas, británicas y francesas del continente americano que se produjeron entre 1776 y 1830 deben ser vistas, más allá de las especificidades, como parte de la estructura socioeconómica del mundo del Atlántico y sus consecuencias para este mundo[4].

Aunque por esta misma razón, el hecho de que las independencias se volvieran una necesidad histórica de Occidente, no podría recriminárseles el papel que Mignolo pretende que jugaran las élites criollas al hacerse del poder:

La élite criolla no supo ver la situación con claridad. En lugar de dedicarse al análisis crítico del colonialismo, eligieron emular a la intelectualidad europea, imaginando que las historias locales podían repararse siguiendo el ejemplo de Francia e Inglaterra y ocultando el colonialismo bajo la alfombra[5].

Acabar con el colonialismo implicaba sustraerse de la transformación histórica que vivía Occidente, y entendiendo las independencias como producto precisamente de esta revolución en el Viejo Mundo, era históricamente impensable la pretendida libertad, partiendo de que esta libertad antes que política, debía ser económica. La hegemonía que la nueva clase en el poder, la burguesía, ahora detentaba, imposibilitaba de facto que las relaciones entre los hombres cambiaran si no era en este sentido, es decir, relaciones capitalistas de producción. América entraba en una nueva fase de su historia en la que el espejismo de la independencia permitió concebir una independencia real. Los americanos (indígenas, mestizos, mulatos etc.) poco lograron con esta independencia, mientras que le élite criolla se encargó de romper el rostro político del colonialismo dejando intacto el corazón económico del mismo.

Entender la filosofía de la historia de América exige, pues, entender el capitalismo del que ya forma parte. Las razas, si bien juegan un papel todavía significativo como estrato económico, no jugaron ya, a partir de las independencias, el papel determinante. La prédica de libertad del capitalismo, que hacía a todos los hombres iguales y libres de ser explotados de la misma forma, no dejó, con sus formas históricas particulares, de aplicar en suelo americano.

De esta forma debe, pues, reconsiderarse la idea de la historia de la filosofía americana. No es ya Occidente solo como forma cultural o filosófica como debe entenderse exclusivamente, sino como forma económica. La praxis que le corresponde realizar a América exige, en principio, comprender esta nueva realidad; pretender escapar de ella solo con la nostalgia del pasado no resolverá ni dará a América la identidad que solo puede emanar de su liberación objetiva y práctica. No significa esto de ninguna manera que deba aceptar el papel de objeto que le otorga Occidente, ni siquiera dentro del marxismo ortodoxo del que surge esta pretensión. América, con su historia y conciencia propias, debe instituir su propia praxis creadora y convertirse en sujeto real de su propia historia:

En la praxis creadora, no sólo la materia se ajusta al fin o proyecto que se quiere plasmar en ella, sino que lo ideal tiene que ajustarse también a las exigencias de la materia, y a los cambios imprevistos que surgen en el proceso práctico… De la praxis social revolucionaria cabría decir lo que Marx decía de la historia: que sólo se repite dos veces: la primera como tragedia; la segunda, como farsa. Ciertamente, una revolución que pretendiera quedarse en un simple duplicado de otra estaría al borde de la farsa o de la caricatura, y, en definitiva, sería todo menos una verdadera revolución[6].

Esta praxis creadora debe, sin embargo, partir de las condiciones propias de la sociedad americana y liberarse, a su vez, del papel secundario que la filosofía de la historia occidental le ha otorgado; liberarse no solo ideológicamente —acción también indispensable y, si se quiere, primaria—, sino liberarse realmente. La construcción de la historia de la filosofía latinoamericana deberá ser “creación heroica”, en palabras del pensador peruano José Carlos Mariátegui, refiriéndose al socialismo. “No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano. He aquí una misión digna de una generación nueva”[7].

La tarea de crear una filosofía de la historia latinoamericana sigue pendiente. Aunque los intentos hasta ahora son loables y han permitido reconocer las limitantes intrínsecas de ésta, queda todavía el reconocer nuestra historia con nuestra propia filosofía, propia sin dejar se ser en parte ajena que, sin embargo, no podrá entenderse si no se le observa como el ángel de la historia de Benjamin que, sin dejar de mirar hacia el pasado, es inevitablemente arrastrado “irresistiblemente hacia el futuro”. Enfrentarse al huracán del fatídico progreso de la modernidad, empuñando el hacha de la historia, es la labor que queda por hacer a la filosofía latinoamericana.


Abentofail Pérez es licenciado en Historia por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.

Bibliografía y referencias

[1] Al referirme a América en este trabajo será particularmente a “Latinoamérica”; Estados Unidos queda fuera de esta categorización. La explicación que esto amerita rebasa los límites del texto, aunque cabe señalar la concordancia con la explicación de esta exclusión en el estudio de Bolívar Echeverría sobre modernidad y blanquitud.

[2] Zea, Leopoldo, Filosofía de la historia americana, México, FCE, 1978, p 16.

[3] Mignolo, Walter, La idea de América Latina, México, Gedisa, 2007, p 32.

[4] Ibid p 89.

[5] Ibid p 90.

[6] Sánchez Vázquez, Adolfo, Filosofía de la Praxis, México, FCE, 2010, pp 229-331.

[7] Mariátegui, José Carlos. Artículo publicado en 1928.

Mignolo, Walter. La idea de América Latina. Gedisa, México, 2007.

Sánchez Vázquez, Adolfo. Filosofía de la Praxis. México, FCE, 2010.

Zea, Leopoldo. Filosofía de la historia americana. FCE, México, 1978.

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