Marzo 2020
Para entender al gobierno actual, el análisis debe partir de la Historia. López Obrador busca dejar su impronta en los libros de Historia para que en el futuro se hable de él como hoy se habla de Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas; desea convertirse en un “héroe patrio”. Como lo dijo en un debate de 2018, “es buscar ni siquiera ser hombre de Estado, quiero ser un hombre de nación”. Este afán de fundirse con el discurso histórico nacional influye en las decisiones más simbólicas del presidente: el nombre de la alianza electoral “Juntos Haremos Historia”, el nombre de su gobierno “Cuarta Transformación”, el traslado de la residencia oficial de Los Pinos a Palacio Nacional, entre otras. Para Obrador la Historia es la savia que alimenta sus ambiciones y el criterio que lo orienta en la toma de decisiones; es la “maestra de la vida” que le enseña cómo debe gobernar. Por eso, si queremos entender la posición del presidente con respecto al movimiento feminista, necesitamos adentrarnos en su concepción de la Historia.
Analizar cada componente de la visión obradorista de la Historia, rebasaría los objetivos de este escrito. Nos limitaremos a observar cuál es el papel que le asigna Andrés Manuel a las masas -al pueblo, a la sociedad civil, a las organizaciones- y cuál el papel que le asigna al Estado. La relación entre estos dos elementos permite explicar muchas de las decisiones que ha tomado el presidente, y nos da la clave para entender la falta de empatía que ha mostrado con las banderas del movimiento feminista. Cabe aclarar que, si bien el político tabasqueño ha escrito tres libros en los que deja ver su concepción de la Historia –Un proyecto alternativo de nación (2004), La mafia nos robó la presidencia (2007) y Neoporfirismo, hoy como ayer (2014)- las anotaciones que aquí haremos no se desprenden de ellos, sino de la práctica que ha mantenido Andrés Manuel al frente del Estado mexicano, que es, a juicio nuestro, más reveladora.
Empecemos por las masas. Desde que en septiembre y octubre de 2018 recorrió el país en su gira de agradecimiento, AMLO dejó claro que su gobierno no permitiría “organizaciones intermediarias” de ningún tipo. Según él, estas eran un espacio de corrupción y latrocinio, pues una parte de los apoyos que el Estado les entregaba para ayudar a sectores vulnerables de la población, eran utilizados con fines distintos a los establecidos por el gobierno. Por eso, ahora todos los apoyos serían entregados directamente al beneficiario, dijo. Las organizaciones aludidas por el presidente, como el Movimiento Antorchista, se apresuraron a negar las acusaciones: mencionaron que los programas como Prospera, Oportunidades, etc., siempre fueron distribuidos por el gobierno y jamás se les entregaron a las organizaciones. Señalaron, eso sí, que las calumnias lanzadas por López Obrador eran en realidad una campaña montada desde el gobierno federal para combatir a la organización popular. Lo cierto es que desde el principio AMLO acusó de corruptas a las organizaciones existentes, se negó a trabajar con ellas, y estableció una relación directa entre él y cada ciudadano beneficiado por sus programas. En este gesto se muestra una de las constantes del gobierno actual: las organizaciones se corrompen y presentan vicios reprobables, por lo tanto, es preferible trabajar directamente con el pueblo “bueno y sabio”, el que no está organizado.
A la atomización social se suma la inmovilidad. Hasta ahora, todas las marchas, todos los mítines, y en general todas las movilizaciones, han merecido siempre una descalificación desde el púlpito presidencial. Si los antorchistas se plantan en el Congreso de la Unión solicitando que se presupuesten obras como drenajes, electrificaciones, o pavimentaciones, Andrés Manuel responde que los líderes quieren seguir robando y que no han entendido que ya son otros tiempos. Si los alcaldes se manifiestan en las puertas de Palacio Nacional porque piden más presupuesto para sus municipios, la policía les lanza gas lacrimógeno y el presidente les aconseja no ser despilfarradores y hacer más con menos. Si las familias afectadas por la delincuencia marchan de Cuernavaca a México para solicitar una audiencia con Obrador, este se niega a atenderlos y los acusa de querer montar un espectáculo. Si los habitantes de Morelos expresan su inconformidad con la encuesta amañada que realizó el gobierno federal sobre el Proyecto Integral Morelos, AMLO los llama radicales de izquierda y los califica de conservadores; diez días después muere asesinado uno de los principales detractores. Y así, cada vez que el pueblo se moviliza es reprendido por el presidente. Según él, las reivindicaciones de quienes se manifiestan nunca son legítimas, más bien son grupos políticos que quieren verlo fracasar. La Cuarta Transformación funciona mejor cuando el pueblo no se moviliza.
Para su proyecto de gobierno, López Obrador prefiere, pues, una masa popular atomizada e inmóvil. Por supuesto, hay sus excepciones. Las organizaciones empresariales, sindicales, campesinas, o de cualquier tipo, si bien no son alentadas, son bienvenidas siempre y cuándo formen parte de la estructura de poder que se maneja desde el poder ejecutivo. Así se explican los besos y abrazos entre el sindicato fundado por Napoleón Gómez Urrutia, el que maneja Pedro Haces Barba, y ahora hasta la CTM, por un lado, y el presidente por el otro. Está también el caso de la CNTE, agrupación magisterial que ha contado con el respaldo presidencial en lo que va de su gobierno para resolver algunas demandas relevantes, como la abrogación de la Reforma Educativa impulsada por Peña Nieto. Esto por el lado de la organización. En lo que se refiere a la movilización, las marchas, mítines y concentraciones, reciben la aprobación oficial solo si son convocadas por el aparato de Estado, o si tienen la intención expresa de aplaudir a Andrés Manuel. El planteamiento se matiza así: la organización y la movilización de las masas son toleradas en tanto cumplen la función de instrumentos de control social. En otras palabras, la organización y movilización autónomas no tienen lugar en el nuevo régimen morenista.
De lo anterior se desprenden algunas conclusiones sobre la concepción obradorista de la Historia. Andrés Manuel no comprende la dinámica social a partir de la lucha de clases que describe Marx; los conflictos sociales se deben, en su óptica, a que las élites conservadoras abusan del pueblo. La Historia que orienta a su gobierno es la Historia binaria que se enseña en las clases de civismo de los primeros grados escolares. Desde la conquista hasta nuestros días, son buenos contra malos: los buenos mexicanos contra los malos españoles, los buenos liberales contra los malos conservadores, los buenos demócratas contra los malos dictadores, y el pueblo bueno y sabio contra la mafia del poder. Cada una de las veces que el elemento “bueno” triunfó sobre el “malo”, se operó una “gran transformación” de la vida nacional. Y cada “gran transformación” tuvo siempre a la cabeza a un líder que condujo al pueblo a una mejor etapa. En la Independencia, Hidalgo; en la Reforma, Juárez; y en la Revolución, Madero. Ahora ese papel, que se repite cada cierto tiempo en la historia patria, le toca desempeñarlo a López Obrador. Con la Cuarta Transformación él hará que el pueblo bueno triunfe sobre las minorías rapaces que se apropiaron del Estado. Así se inserta el tabasqueño en la gran epopeya de la historia patria.
Desde esta visión, los grandes líderes de cada época fueron hombres excepcionales cuasi divinos. Si las “grandes transformaciones” se llevaron a cabo, fue gracias ellos, a su liderazgo fuera de serie, y a su capacidad para sortear los peligros que interpusieron las fuerzas opositoras. La de AMLO es una Historia de bronce, una Historia de acontecimientos, una Historia de grandes personajes, de “héroes”. Las masas aparecen solo como un coro que acompaña en escena al personaje principal. Los cambios no ocurren por las masas, sino por las sublimes cualidades de una persona, que pone sus potencialidades de iluminado al servicio de los “buenos”. Para ponerlo en los términos de la tradición marxista: el sujeto de la Historia no es una clase social, y las revoluciones no las hacen los pueblos –como pensaba Allende. El sujeto de la Historia, el que la revoluciona y la hace avanzar, es el hombre excepcional, el héroe patrio. Él.
Este héroe iluminado sabe perfectamente lo que hace. Conoce al pueblo, sabe de sus penas, de sus carencias, y a partir de ese conocimiento elabora un proyecto donde el pueblo maltratado es el centro de sus preocupaciones. Así, AMLO sabe desde hace mucho lo que el pueblo necesita. Solo que hoy, después de tres intentos fallidos, finalmente Andrés Manuel puede decir con arrogancia “El Estado soy yo”. Si se identifica al ejecutivo con el Estado, como en efecto ocurre bajo el presidencialismo mexicano, entonces todo cuanto necesita el pueblo mexicano se está aplicando ya, o se hará en los años siguientes, bajo el mandato y la supervisión del gran líder. De esta manera, las masas populares no necesitan organizarse ni movilizarse -puesto que ahora su vida está resuelta y ya no tienen motivos para luchar. Al contrario. El pueblo de Andrés Manuel debe acompañar al presidente en todas sus iniciativas y no oponerse a ellas, ya que el “Gran Benefactor” -como lo llamó María Amparo Casar- le llevará el bienestar hasta su casa. En su libro más reciente –Vuelta a la izquierda– Carlos Illades caracteriza la situación con sus propias palabras: “El proyecto hegemónico del presidente tabasqueño […] no considera la independencia y menos la autonomía de las clases populares, sometiéndolas a la autoridad benévola de un Estado protector […] que conserva la matriz autoritaria inherente a su constitución”. El ogro filantrópico de Octavio Paz.
Visto desde esta perspectiva, el pueblo es el objeto de los cambios sociales instrumentados por el Estado; no el sujeto. Hidalgo liberó a los mexicanos, les dio independencia y con ello patria. Juárez defendió el país de las invasiones extranjeras y separó a la Iglesia del Estado. Y Madero se alzó contra Porfirio Díaz y sacrificó su vida -el mártir de la democracia- para heredarle a los mexicanos un país donde se respetara la voluntad popular. Siempre fue la acción, el genio y el impulso de los grandes hombres, el protagonista de los cambios trascendentes; las masas, por su parte, tuvieron su respectivo papel como telón de fondo. Lo mismo ahora, con el añadido de que al liderazgo iluminado de Andrés Manuel se le agrega la potencia que le imprime controlar el aparato de Estado.
Bajo esta lógica irrumpe hoy el movimiento feminista. Es poco probable que López Obrador desconozca las desigualdades existentes entre hombres y mujeres en el terreno político, laboral, jurídico, y en general en toda la dinámica social. No ignora esta realidad, pero -a juzgar por el trato que les da a políticas como Sheinbaum, a figuras como Gutiérrez Müller, y por los posicionamientos públicos que ha hecho al respecto- sería irresponsable afirmar que impulsa estas desigualdades y que las reproduce conscientemente. Lo cierto es que la agenda del feminismo -despenalización del aborto, políticas públicas contra la violencia de género, etc.- no forma parte de las demandas que moldearon el proyecto de nación de Andrés Manuel. No rechaza abiertamente las reivindicaciones feministas -a pesar de ser un hombre profundamente religioso- pero tampoco las apoya. No son prioritarias.
La creciente ola de feminicidios por la que atraviesa el país sacó a la 4T del confort en el que se había instalado. El movimiento feminista que lucha por el respeto a la vida de las mujeres, interpela directamente al inquilino de Palacio Nacional y le exige respuestas concretas que ayuden a corregir la alarmante situación nacional. Obrador está visiblemente incómodo, le cuesta trabajo administrar la crisis, y pierde por momentos el dominio del debate público. ¿Qué cambió? Los gastados recursos de la retórica mañanera -son los opositores, los conservadores, los que mueven a las mujeres- han resultado insuficientes para descalificar la lucha del feminismo. Es tan hondo y legítimo el reclamo, que incluso notables voceros del obradorismo, y personajes de su partido, han pedido tímidamente que el presidente rectifique su posición sobre el tema.
Para AMLO las feministas deben esperar pacientemente a que él se encargue de sus problemas. El “héroe” de la historia patria resolverá lo que esté mal, pero que las mujeres no se movilicen, que no le pinten paredes, pide encarecidamente mientras improvisa un inservible “decálogo contra la violencia hacia las mujeres”. Solo que esta vez las masas no esperan, porque esta vez las masas luchan -literalmente- por su vida, y porque esta vez no son los campesinos, los obreros, los empresarios, los conservadores o la mafia del poder. Esta vez son 63 millones de mujeres mexicanas cansadas de sufrir por el simple hecho de vivir. Y un movimiento así de numeroso y potente, nunca pudo detenerlo ninguno de los grandes hombres de la Historia.
Ehécatl Lázaro es especialista en Estudios Latinoamericanos por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.