Enero 2020
El 10 de diciembre del 2019 se firmó el protocolo modificatorio del T-MEC por parte de los representantes de los tres países involucrados, México, Estados Unidos y Canadá. Esta nueva firma es parte de la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte que ya lleva más de dos años y que sigue pendiente dado que falta su aprobación en las cámaras altas de los tres países. No dejan de ser llamativos los aplausos y declaraciones de agrado por prácticamente todas las partes; no puede ser que no sean conscientes de los costos que conlleva las exigencias de los Estados Unidos, en todo caso lo que sí demuestran, es la urgencia porque el nuevo acuerdo entre en vigor.
El libre comercio se preconiza en la teoría económica al uso con el argumento de que permite un uso más eficiente de los recursos. Sin fronteras ni barreras formales al comercio entre países, dejando al libre juego de las fuerzas del mercado la asignación de los recursos, estos se destinan a la actividad económica que mayores beneficios económicos reporte a su propietario. De este modo, el producto creado acabará siendo muy superior al que se obtendría sin esa “libertad”. Automáticamente se extrapola, a partir de ahí, que todas las partes de la sociedad tendrán más bienestar ya sea por vía de una mejor retribución al recurso de su propiedad (ya sea capital o trabajo) o mediante menores precios de las mercancías en el mercado.
En la práctica, el libre comercio no ha hecho a todos ganadores. En una relación comercial entre países con niveles tan dispares de desarrollo económico, como México y Estados Unidos, la libertad comercial no hace sino beneficiar al que de por sí ya tenía un desarrollo económico mayor al permitirle competir con ventaja con los productores más atrasados y acceder a nuevos mercados donde vender su mercancía.
A México, el libre comercio con Estados Unidos lo ha condenado a la dependencia y al atraso económico: nuestro principal socio comercial es Estados Unidos al que se le vende 70% de las exportaciones mexicanas y se le compra 50% de todas las importaciones mexicanas. La industria manufacturera de México es prácticamente un órgano más del sistema productivo de Estados Unidos: por cada dólar que exporta, solo 19 centavos se producen en México, los 81 centavos restantes fueron antes importados, principalmente de los Estados Unidos. Este estado de cosas condiciona y se alimenta de las diferencias salariales que ya existen: en la industria automotriz, por ejemplo, el salario de un obrero estadounidense es cinco veces el de un obrero mexicano de la misma industria (8.2 dólares por hora, en promedio). El libre comercio ha sido determinante para que la industria mexicana no se haya desarrollado; ha impedido que se ensanche el mercado interno porque los capitales nacionales e internacionales que se instalan en México se hallan vinculados a la industria de exportación y la actividad que realizan deja una derrama económica muy pobre.
El T-MEC es aún más abusivo que el viejo TLCAN. De última hora México aceptó nuevos términos de las reglas de origen que lo ponen en desventaja competitiva porque la obligan a comprar insumos a Estados Unidos más caros (como el acero y el aluminio de los automóviles, uno de los principales productos de exportación). Aceptó también que sean organismos internacionales los que diriman las disputas que aparecieran aun cuando se refieran a lo que ocurra en territorio mexicano. En el palacio de gobierno federal hay fiesta porque asumen que el T-MEC promoverá la inversión, la creación de empleos y el crecimiento económico tan necesarios y urgentes para nuestra economía. Sin embargo, ya podemos adelantar que los trabajadores mexicanos no tenemos nada que celebrar y bien haríamos en empezar a preocuparnos porque no se ve ninguna otra estrategia para el desarrollo industrial de nuestro país.
Vania Sánchez es doctora en Economía Aplicada por la Universidad Autónoma de Barcelona e investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.