Mayo 2019
Las convulsiones sociales siguen sacudiendo a los países latinoamericanos, en escenarios cada vez más dramáticos e inestables. Es necesario decirlo con toda claridad: no existe un solo país independiente de América Latina que no haya sufrido, en distintos grados, la injerencia abusiva del gobierno de Estados Unidos.
Gabriel García Márquez denunciaba en 1982, en el discurso de aceptación del Premio Nobel que le mereciera Cien años de soledad, las terribles convulsiones que los intereses extranjeros provocaban en América Latina: «No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército. En este lapso ha habido cinco guerras y diecisiete golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo». Y preguntaba desde la tribuna, atónito: «¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?».
“El aparato ideológico dominante ha romantizado el discurso del arte militante al presentarlo como un vestigio anticuado e inoperante”
Es cierto. El arte ha tenido siempre especial agitación ante realidades tan dramáticas. Los imperialistas y sus servidumbres nacionales en América Latina tuvieron siempre una relación tensa con el campo artístico; lo miraban con recelo, con desconfianza, con altanería y despotismo.
La dictadura de Videla en Argentina censuró en el país todas las obras de Julio Cortázar, y los servicios de inteligencia abrieron una carpeta de investigación en su contra (a pesar de que llevaba más de dos décadas viviendo en el extranjero), en la que se prohibía al autor de Rayuela presentarse públicamente y difundir su obra. Cuando el dictador Augusto Pinochet usurpó militarmente el poder en Chile, en 1973, el cantautor chileno Víctor Jara fue detenido al día siguiente, torturado en el Estadio Chile (convertido repentinamente en centro masivo de detención y tortura) y asesinado de un disparo en la cabeza. Pablo Neruda, por entonces ya figura internacional, fue asesinado también por la dictadura chilena, según confirman las investigaciones más recientes. La ópera del compositor argentino Alberto Ginastera, Bomarzo, tuvo que esperar a su estreno en el extranjero luego de que la junta militar de su país censurara su estreno en el Teatro Colón en 1967. Ese mismo año, el poeta guatemalteco Otto René Castillo fue capturado por la dictadura de su país, torturado durante cinco días y luego quemado vivo.
Hace casi setenta años, William Faulkner, el genial artista estadounidense Nobel de literatura, opinaba que en una realidad tan trágica todos los problemas del espíritu habían desaparecido para siempre, y que ahora el problema humano fundamental, el único, era la mera supervivencia física; el arte no debe ser, decía, un simple registro de lo humano, sino un pilar de su resistencia.
Hoy, el aparato ideológico dominante ha romantizado —y caricaturizado— el discurso del arte militante al presentarlo como un vestigio anticuado e inoperante. Le hacen festivales, lo pasean en los museos, le escriben libros y artículos de internet; pero en los hechos pretenden suplantarlo, desterrarlo para siempre a través de un sutil discurso posmoderno de abstracciones retóricas y deconstrucciones conceptuales.
No hay duda: el arte es un arma cuando toma partido.
Aquiles Lázaro es promotor cultural e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.
aquileslazaromendez@gmail.com